Выбрать главу

Juan.-¡Falso! Te obstinas en recordar únicamente los momentos desagradables como si no hubiera habido otros. Algunas veces llegamos a comprendernos, a ser dichosos.

María.-¿Dichosos? Nunca lo fuimos, Juan. Al menos yo no lo recuerdo.

Juan.-¿Y nuestro primer viaje al mar? ¿Y los muchos ratos pasados en tu casa oyendo música, leyendo, charlando?

María.-Momentos que tú interrumpías bruscamente, porque eras muy joven y en tu casa, según decías, te exigían llegar temprano.

Juan.-No era mi culpa.

María.-Después me enteraba de que al salir de mi casa te ibas al café a encontrarte con tus amigos, y que a veces pasabas con ellos la velada entera.

Juan.-María, ¿no vas a entender que siempre te he querido?

María (violenta).-Nada de chantajes. Esta vez no vas a lograr engatusarme como entonces.

Juan.-Te has vuelto vulgar.

María.-Siempre lo he sido.

Juan.-No es verdad. (Nuevamente vuelven a quedar en silencio) ¿Vives a gusto aquí?

María.-Sí, en lo que cabe. Me he vuelto conformista, aunque algunas veces no sabes cómo echo de menos mi antiguo cuchitril de Insurgentes. ¿Lo recuerdas?

Juan.-¿Crees que podría olvidarlo?

María.-Uno se olvida de tantas cosas.

Juan.-¡María…!

María (cortante).-¿Qué?

Juan.-¿No podríamos…?

María.-¡No!

Juan.-Hemos vivido mucho tiempo distanciados, tal vez hayamos alcanzado la madurez que nos faltaba. ¿Qué nos impide rectificar nuestros errores? Démonos una nueva oportunidad.

María.-Hemos tenido ya más de una y las perdimos.

Juan.-¿Pero no entiendes que te quiero?; y estoy seguro de que tú, aunque te obstines en negarlo, no has logrado olvidarme.

María.-Tu vanidad es conmovedora: nada, al parecer, ha logrado transformarla. Para ti sigo siendo solamente María, a la que puedes llegar cuantas veces se te ocurra. Ahora estás solo, triste, cansado, ¡a quién recurrir en un momento así sino a María, a la vieja y sumisa María! ¿Te has preguntado siquiera si tengo relaciones amorosas con alguna otra persona? ¡Ni pensarlo! María no puede ser sino de tu exclusiva propiedad, y todos estos años debió haberlos consumido suspirando por el momento en que te dignaras volver; y si la pobre ha tenido algún que otro amorío lo hizo para tratar de olvidarte, sin conseguirlo, como es natural. Y si ahora le ha dado la chifladura de enamorarse de otro hombre, a terminar inmediatamente con él, porque Juan ha vuelto y ella debe vivir exclusivamente pendiente de su voluntad, con su imagen incrustada en medio de la frente, para que el día que a él mejor le parezca, cuando lo considere pertinente, sin una palabra, sin un adiós, desaparezca de nuevo como la sabandija que es. Gracias, querido, de eso he tenido ya mi ración.

Juan,-Estás haciendo melodrama, María.

María.-Perdóname; hay cosas que todavía me llagan. Lo cierto es que te he mentido: no puedo olvidar el pasado; vivo confinada en el rencor y la desolación que hace doce años me produjo tu huida, y aunque sé bien que eso significa cercar absurdamente la existencia no me resigno a romper ese cerco, a abolir las barreras. Creo que en definitiva esa obcecación es mi único sostén. A tu lado viví, lo demás ha sido sólo un simulacro, un dejarme resbalar por el tiempo sin ton ni son. Por eso defiendo y defenderé con ahínco el odio que me inspiras: para tener siempre presentes los momentos en que me acercaste a la vida.

Juan.-No entiendo nada, María. Ahora podríamos ser felices ya sin tales trabas. Esa actitud ya no vale, no hoy que he venido a buscarte; algo deben habernos enseñado estos doce años (pausa breve). Mira, he vuelto porque en todo este tiempo fue imposible olvidarte. La sed de ti fue haciéndose de tal manera ardiente que llegó un momento en que el verte era ya exigencia inaplazable. Solamente tu recuerdo me hizo volver a México.

María.-Constantemente decías que me necesitabas, y sin embargo el día menos pensado te marchaste.

Juan.-Aún es tiempo de rehacer muchas cosas.

María.-No para mí: yo ya tengo mi tiempo; mi vida se cumplió; se cerró mi ciclo; todo lo que después ha pasado, todo lo que se pueda presentar en el futuro, ya no cuenta; sólo quedan los dos años en que fui tu mujer.

Juan.-¿Ves?, todo lo vuelves confuso y complicado. ¿Por qué te obstinas en negarle continuidad a esa dicha?

María.-Porque un día te marcharías nuevamente. Tengo, por fuerza, que contar con eso. Una noche no llegarías, ni la siguiente, ni la otra; después me enteraría de que te habías ido al extranjero. Y esta vez ya no podría soportarlo. Me siento totalmente incapaz para enfrentarme una vez más con tu ausencia.

Juan.-Permíteme al menos que seamos amigos.

María (titubeante).-Bueno…

Juan.-¿Cuándo puedo visitarte?

María.-Cuando quieras. Después del trabajo vengo directamente a casa; casi nunca salgo por la noche.

Juan.-¿Puedo venir mañana?

María.-Sí… claro (mira el reloj). Ahora tengo que irme; no puedo llegar con retraso al despacho. Espérame un segundo y salimos juntos, voy a arreglarme (sale por la puerta de la derecha).

Juan (recorre con la vista la habitación, camina por ella, se detiene aquí y allá, se busca algo en los bolsillos, luego en voz alta).-María, me adelantaré para comprar cigarrillos; te espero abajo.

Marta (se asoma. Su aspecto ha cambiado casi como por milagro. Tiene el cabello suelto. Su rostro se ha rejuvenecido y hay en sus ojos un alegre brillo. Ha vuelto repentinamente a ser mujer).-Anda, no te haré esperar; en un minuto acabo de peinarme y bajo.

(Juan le lanza un beso con la mano; sale por la puerta de la izquierda. María ríe embriagada por la felicidad. Comienza a tararear una tonada al compás de la cual da unos pasos de baile, mientras se cepilla el cabello y el telón va bajando lentamente.)

De l encuentro nupcial

En Portinaitx, al norte de Ibiza, sobre un hormiguero de calas apenas vislumbradas, imaginadas casi, revisa las notas de un proyecto de relato esbozado meses atrás sobre una experiencia también apenas entrevista, tan oscura como el paisaje que se extiende bajo su balcón: un manto espeso, cuyo seno se descubre a veces por iluminaciones instantáneas: el fulgor de un relámpago revela que la oscuridad detenida tras los cristales es sólo la última de muchas capas de la misma sustancia, espesa como emulsión de plomo, que se pierde en el horizonte. No hay mar azul sino un agua sucia, tan sucia como el cielo.

Un poco por hastío comienza a revisar las notas de un último proyecto de relato. La necesidad de escribirlo había sido tan apremiante que durante unos días le fue imposible disfrutar de cualquier película, libro, cena con amigos, encuentro en un bar. Lo único que deseaba era sentarse ante un cuaderno y trazar su arquitectura. Por eso dejó de lado: aquella otra historia confusa con la que entonces se debatía: la de un hombrecito amedrentado que, vestido siempre con una camisa de terciopelo color violeta, recorría la ciudad de un lado a otro, de la Barceloneta a las laderas del Tibidabo, de Sans a San Andrés, tratando de escapar de un hipotético perseguidor, intentando protegerse bajo el ala del par de viejas a las que alternativamente guiaba por la ciudad; dos fantasmas de visita en una vieja morada, dos mujeres del todo diferentes salvo en la necesidad, la obsesión de aferrarse a una porción del pasado que poder enfrentar a la vejez que se desploma sobre ellas. El hombre cito se convertirá en su cicerone y a su lado encontrará algo de la protección que tan desesperadamente necesita. Una fue en otros tiempos corresponsal de guerra; volvió a España a consultar archivos y bibliotecas, más que nada a cotejar imágenes, a recordar, a cerciorarse de que no sólo ha perdido una -ésa- sino todas las batallas. El día de su despedida, el día en que el hombre de la camisa violeta va a volver a hundirse en su viscoso desamparo, lo lleva a una esquina de la Diagonal y le relata la salida de las brigadas: