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Pero en el moho de Ibiza, por inercia, cae en la tentación de volver a trabajar en aquel cuento y con esa intención, interesado más que nada en el fenómeno de carga y descarga de una energía diferente a las demás, una noche en que charla con los Rojas en el restaurante del hotel, les cuenta que cuando se creía escritor, cuando -corrige inmediatamente- lo era en activo, se le presentaban aquellas tensiones acompañadas de una necesidad imperiosa de expresión, las que gradualmente se desvanecían de no encontrar una respuesta inmediata. Señala también que en los últimos tiempos, al producirse aquellas alteraciones, consciente o inconscientemente comenzó a oponerles resistencia, soportando en seco su presión. En vez de escribir y liberarse de ellas resistía unos cuantos días de neurastenia hasta que gracias a sus artículos, a los distintos trucos de que se componía su vida cotidiana, y, sobre todo, al cine, volvía a sentirse libre. ¿Había alguna diferencia entre obsesión e inspiración? Recuerdan él o Rojas o la mujer de Rojas que cuando a alguien le preguntaron por la inspiración dijo no saber lo que eso significaba, que alguien más asentó que en literatura un noventa por ciento lo constituía la dedicación y la disciplina, un diez el talento y un cero la inspiración, pero tampoco recuerdan al autor de la frase ni las proporciones exactas; de lo único que están seguros es que la constancia se llevaba la mayor tajada y la inspiración ninguna, o una insignificante. En un intento por ejemplificar sus puntos de vista saca a colación la famosa visión de los calzones sucios de la niña que baja de un árbol, que indujo a Faulkner a escribir una obra maestra, y entonces Rojas, para su sorpresa, porque en las conversaciones anteriores no había revelado el menor interés por problemas de teoría literaria, esboza con voz tranquila y parsimoniosa, como si de golpe se hubiera convertido en su maestro, un desarrollo histórico del concepto de inspiración, partiendo del “¡Canta, oh Musa, la gloria del pelida Aquileo!”, donde el poeta, simple vocero de la Musa, es por ello un inspirado, un poseso, y salta al Renacimiento que vuelve a resucitar esa concepción y a los momentos del frenesí romántico en que dudar de la inspiración es cometer un sacrilegio de dimensiones sólo comparables a la torpe fatuidad de confiar a ciegas en la razón, y luego a los asertos de Darío y a las teorías de Huidobro, sin darle la menor oportunidad para exponer sus puntos de vista, ni siquiera para manifestar su acuerdo o disensión, pues apenas intenta decir algo, el otro lo detiene con un seco:

– Sí, tal vez, no estoy seguro; debería conocer mejor eso para poder opinar.

Y advierte que él en verdad sabe muy poco, tan poco que ni siquiera logra precisar el concepto que intenta desarrollar. ¡La obsesión, la inspiración! Esa noche vuelve a su habitación con varios coñacs encima, convencido de que tanto la Musa como la deidad que procura la constancia le han vuelto la espalda, afligido como un viejo coleccionista obligado a desprenderse del último de sus cuadros, sabedor de que el momento en que la inspiración se produjo no volverá a repetirse, que la liberación se realizó por medios incorrectos, menos comprometedores, espúreos del todo, sin exigirle ningún esfuerzo, fuera de crearle una vaga conciencia de culpa, de frustración, de traición personal; aunque debía precisar que a veces recordaba con nostalgia la armazón de esa historia abandonada para la que había ya establecido un trazo general, las situaciones determinantes que conducen a la protagonista a asumir la situación de su amigo, lo que, sin apenas advertirlo, la hace consciente de un anhelo personal, le descubre deseos no sospechados, comienza a trastornarla en aquel hotel parecido a un barco donde espera la carta de su amante. La locura debería producirse ya en el sueño, en el momento en que se le revela la identidad del cuerpo que flagela.

Las notas del relato que encuentra en el cuaderno quedaron como una especie de escoleta ejecutada en el vacío, porque el concierto, por ausencia de director o, quizá, de partitura, no llegó a ejecutarse jamás. Lee unas páginas, cuando comenzaba a integrar los elementos de la narración:

“La historia deberá ser relatada por la mujer o por un narrador impersonal que la tome como punto de mira, como un foco de conciencia. Todo comenzará realmente después de la conversación de ella con Javier. En un primer momento la protagonista se siente obsesionada por saber cómo es físicamente el marinero. ¿Cómo podría ser un nativo de Ufa? Localizar en el mapa la tal república de Bashkiria. Su amigo, el decorador que ha vivido la aventura, comenta: ‘Por el cabello puede advertir que era un eslavo.’ ¿Hasta dónde habría llegado Javier?, ¿en qué punto se había detenido? Debió, por fuerza, haberlo golpeado. ¿De qué otra manera podía saber que se reía al ser azotado? ¿Cómo podría tratarlo ahora? Dejará de verlo durante algunos días hasta que pueda digerir la historia. Pero la historia no se deja digerir, sino que, por el contrario, la va poseyendo gradualmente, terminará por devorarla. Se le aparece hasta en sueños. Cuando Javier le cuenta el incidente del vaso de cerveza arrojado al suelo, ella comenta: ‘Claro, lo arroja para que lo golpeen’. Hay momentos en que querría salir hacia la zona del puerto a buscarlo. ¿Sería muy difícil localizarlo? Posee algunos datos: un barco alemán, matrícula de Hamburgo. Boris, nacido en Ufa, residencia en Hannover. Ufa, sí, como la empresa de las películas de Zarah Leander. ¿Cómo encontrarlo? ¿Quién es? ¿Qué profesión tiene? ¿Periodista? ¿Pero, entonces, qué hace encerrada en ese hotel de Barcelona? Pudo haber sido periodista cuando conoció a Jimmy y haber renunciado al trabajo al marcharse con él. De vez en cuando envía algún reportaje a Caracas. Josefina y Javier son venezolanos. Ella detesta su nombre; prefiere que la llamen Fina. Desde hace meses espera el regreso de Jimmy en ese hotel que les parece una nave. Tal vez sólo ellos encuentran la semejanza. Pero no puede ser una espera de meses sino sólo de unas cuantas semanas. Desde que vive con Jimmy le ha sido infiel muy pocas veces. Ambos creen en la libertad sexual pero apenas la ejercen. El dato quizá no tenga ninguna importancia. En cambio es fundamental precisar desde el principio que ella ha sufrido siempre de algún mal nervioso.”

Al escribir aquellas notas, comenzó a saber cuál sería el cauce que seguiría la trama. Los personajes serían tres: la mujer que espera, el amante ausente, el amigo decorador. Al principio pensó en hacerlo pintor, pero la decoración, aunque sólo fuera por obviedad, resultaba más apropiada a las experiencias que debía vivir. Cuando tuvo a los protagonistas más o menos trazados advirtió que no importaban, que eran arquetipos que la vida repetiría cíclicamente, que, aunque le resultara doloroso aceptar la afirmación, lo único que contaba era la historia. Cualquier lucha contra la anécdota estaba de antemano perdida.

Otro apunte:

“La pasión de Jimmy, el ausente, por el mar, es desaforada. Fina sabe, desde el comienzo, que el mar es su único rival. El mar y los barcos. Es posible que también él sea un periodista ocasional. Tiene otros ingresos. Cuenta con rentas seguras. Ha escrito varios libros de viajes. Por lo general pasan medio año en cada lugar, a veces menos; luego emprenden otro largo recorrido. Siempre en barco. De la Guayra a Yokohama, de Yokohama a Vancouver, de Vancouver a Capetown, de Capetown a Barcelona. A Jimmy le gustaría que esas travesías no terminaran nunca. Han viajado en cargueros noruegos, griegos, yugoslavos, alemanes. El último viaje -para ella fatigosísimo- lo hicieron en un barco con patente de Liberia cuya tripulación parecía la resaca de la marina internacional, un racimo de adolescentes patibularios o de viejos ex-legionarios que la contemplaban con un raro fulgor en la mirada; ahora sabía que no era producto del deseo. ¿Habría en el mundo muchos hombres como Boris, el marinero de bovinos ojos azules que trabajaba en un barco alemán? Fue una lata de viaje. A m o m e n-tos le resultó casi imposible ocultar el malhumor, disimular sobre todo el rencor que le producía ver a Jimmy renacer ante el solo contacto con el barco, a la primera bocanada de aire salino, ante el tufo característico de un camarote en un barco de carga.