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Se lo había advertido desde el principio:

– Conmigo los únicos males te llegarán por el agua. No los esperes de mí ni de mi pobre mujer, incapaz hasta de matar a una mosca. Sólo del agua, hasta la de los ríos. Cuídate de las estelas de los barcos. Cuídate, sobre todo, de los barcos.

Sweet old Jimmy!

Y mientras espera en aquel hotel en forma de barco, cuando logra olvidar a Boris, el desconocido marinero de Ufa, piensa en una nave varada, en una grieta que se ensancha cada vez más a un costado de la nave, en dos grandes grietas que se ensanchan como dos ásperas cicatrices sobre un torso desnudo. Y en torno a esa nave que se desgaja, un paisaje funesto: arrecifes, cayos, erizos.

¡El hundimiento del Titanic!

Ya no hay modo de que la nave se salve. Se contempla como un fantasma en medio de los largos pasillos de aquella crujiente fábrica de hierro que se precipita hacia el fondo. Toda la historia deberá girar en torno a la crisis del personaje femenino. El nombre de Josefina es tan arbitrario como el de los demás. La única razón por la que los eligió es que comienzan con J. Josefina, Javier, Jimmy. Boris es otra cosa, el elemento absurdo, contaminador: la lepra.”

Después se presentó el problema de ubicar a los personajes. La primera tentación fue comenzar con la escena en que Javier le refiere a su amiga la aventura con el marino de Ufa. Pero tal inicio resultaba poco convincente, una entrada en materia demasiado abrupta. Hasta que al fin contempla con toda nitidez la escena. Josefina sale del ascensor de aquel hotel situado en las faldas del Tibidabo, frente a una rotonda donde florecen los algarrobos que, igual que las lilas y las glicinias, son flores que aman los tres protagonistas por detestar visceralmente el invierno. El hotel es un barco anclado, rodeado de un mar tranquilo, muerto, una tersa bahía de superficie aceitosa, cuyas aguas pueden resquebrajar la nave con la misma despreocupación con la que cascarían una avellana. Y en su interior Josefina ansía ver perecer a Jimmy, no por agua sino destazado por hierros retorcidos, triturado por compuertas deformes, ondulantes como láminas de papel de estaño. Es la primera vez en tres días que sale de su cuarto. Ni siquiera se preocupa por pasar a la recepción a preguntar, como lo ha venido haciendo con perfecta ociosidad desde el día de la partida de Jimmy, si le ha llegado carta. Sabe que en el caso de haberla no será de él. No se hace ilusiones absurdas (pero en el fondo alienta siempre la posibilidad de que se produzcan esos hechos maravillosos que le confirmen su vaga creencia en la imprevisibilidad de la conducta humana). Piensa en su última conversación con Jimmy sobre la necesidad de una separación, aprovechando el viaje para tramitar su divorcio en el pequeño pueblo inglés donde se había casado diez años atrás. Se encamina directamente hacia el bar del hotel. Observa al camarero, que a su vez la observa furtivamente. Siempre que se pone esa chaqueta encuentra las mismas miradas, aunque esa vez le parece que hay algo más, una especie de, complicidad que se manifiesta en los guiños del hombre que le sirve una copa de jerez. En la barra dos muchachos la miran y cuchichean. ¿Habrán descubierto su secreto? ¿Sabrán que desde hace unos cuantos días, desde la conversación con Javier y la noche del sueño, ya no es la misma? ¡Cómo pensar en recibir una carta de Jimmy! ¡La imprevisibilidad de la naturaleza humana…! ¡Bravo! Faltan por lo menos quince días para que llegue la primera carta. Sabe que le escribirá sin duda tan pronto como se divorcie. En el fondo también él es sumiso, tan sumiso como el marinero de Ufa. ¿Lo serían todos los hombres de mar? ¿Lo serían muchos? “Tu mayor enemigo será el mar…” Viajes interminables, horizontes sin fin, resplandores extraños en las miradas de los jóvenes tripulantes… ¿El paraíso? ¿El limbo?… Sabe qué frases leerá en esa primera carta, conoce el ritmo de los párrafos tan bien como su caligrafía. Le parecerá escuchar su voz cuando lea, una, dos, tres veces seguidas el breve pliego. Lo guardará en las páginas del libro que tendrá en las manos. ¿Qué leería en aquel momento? Habría que buscar un título apropiado para ocultar bajo sus tapas la carta del buen Jimmy. ¿Tal vez Los sonámbulos? Se encerraría en el cuarto y volvería a leerla otra vez. Sabe que hará un esfuerzo de concentración moral y que después de meditar limpia y honestamente -todo lo que hace Jimmy adquiere al instante una intolerable pátina de pureza- emitirá un sí definitivo. Sí, seguirían viviendo juntos; sí, la necesitaba; sí, se casaría con ella ahora que estaba libre de cualquier compromiso. Pero eso ya lo sabía, igual que las palabras con que se expresaría, porque había manejado toda la situación al apresuramiento del divorcio, la breve separación que les permitiría pensar con serenidad, “sin influirse ni presionarse”, en lo conveniente que resultaría casarse. Le había enseñado a añorar el matrimonio desde el principio, en las mismas ocasiones en que ensalzaba las ventajas de una unión libre. Y como en toda novela rosa, cuando el momento de la proposición llegara tendría que fingir sorpresa, pedir tiempo para reflexionar, y, finalmente, pronunciar un tímido, un trémulo sí, inspirado en el único propósito de hacerlo feliz. ¡El sumiso idiota lobo de mar! La carta llegaría dentro de dos semanas. Por principio, mientras el divorcio no estuviera legalizado, Jimmy no haría nada. Pero eso ya no importaba. No le hacía ninguna ilusión recibir esa carta, la carta por la que no preguntó al pasar a la recepción por miedo de encontrar una nota de J a v i e r. Temía que Javier, ante su negativa a responder el teléfono -en el hotel seguían instrucciones precisas: la señora había salido de compras, bajado a la ciudad, no llegaría en todo el día-, hubiera comprendido que había llegado demasiado lejos y forzara un encuentro para aclarar la situación.

Y en Ibiza la lluvia continuaba.

– Desde hace años es así -se lamentaba un camarero-. Todo cambió con la llegada del turismo. Ya nunca deja de llover en estas fechas.

Tiene sobre la mesa los distintos cuadernos. Concentrarse en ellos le permite evadirse de la curiosidad que su presencia y su profesión despiertan en algunos miembros de ese rebaño forzado a un encierro exasperante. Un matrimonio danés lo atosiga hablándole a todas horas del Voyage a Kathmandu. Están seguros, por encontrarlo en Ibiza, de que trabaja en algo sobre hippies y droga, y se han decidido cordialmente a auxiliarlo. La señora es la más solícita. Podría contarle cosas terribles. Casos ocurridos en Fionia, su ciudad natal, entre gente de su propio círculo.

Ante el alud de mal francés, el cuaderno de notas resulta una salvación.

Recuerda que cuando todavía muy perplejo le contó a Flora lo ocurrido en casa de Victoria, seguro de impresionarla, ella no mostró la menor sorpresa. Por el contrario, lo que la asombró fue su reacción. Opinó que lo absurdo de todas esas historias estribaba en que en la actualidad seguíamos sin saber nada al respecto, que ciertos tabúes, pesaban tanto que teñían las consideraciones de los mismos científicos, lo que impedía que aun en el presente pudiésemos conocer nada de nada.

– Uno se entera de que alguien a quien trata con cierta frecuencia, a quien ve desempeñar normalmente sus funciones, corresponde a tal o cual categoría que ha considerado siempre como aberrante. Alguien tan agradable, estimulante o necio como cualquier otra persona. Para nosotros fue normal hasta que una casualidad, una indiscreción o un descuido nos informó de la supuesta falla. Ahora -concluyó-, me río de tales simplificaciones.

Fue más que suficiente. Un cauterio sobre el tumor. El gran golpe al pathos con que recordaba la escena y del que deseaba impregnar el relato. A ello se debió, quizá, que la historia se quedara en esas notas sin otra utilidad, por lo pronto, que librarlo del Chemin de Kathmandu y de los casos ocurridos entre las mejores familias de Fionia. ¿Cómo poder recuperar la palabra insistente, imperativa, la risa boba, el encuentro en el local en penumbra, la imagen del marinero ebrio, sentado en la mesa de al lado, cuya mano no logra sujetar siquiera la coca-cola que cae al suelo, igual, más tarde, que una botella de cerveza y un vaso? Apenas repara en su existencia. Contempla entusiasmado a una negra que baila como un animal que husmeara a una serpiente; la ve olfatear el aire y tender los brazos hacia adelante, con movimientos que imprime sólo en las rodillas, en las caderas y que se reproducen en todo el cuerpo, se transmiten al cuello que gira como animal acechado, a las manos que palmean en el vacío, a las fosas nasales que se contraen y se distienden, hasta convertir de pronto aquel ritmo de moda en un estruendo de tambores yarubas. En una tregua, se sienta a su mesa, bebe de su vaso, pide otra copa y le cuenta algo que no comprende mientras las manos torpes del marinero de la mesa de junto dejan caer al suelo la botella de cerveza; comenta que hace aquello a propósito para que alguien lo golpeé, pero ya en ese instante la música cambia de ritmo y la negra vuelve a levantarse y se lanza a la pista. Está por salir cuando irrumpe en el local un grupo de conocidos suyos; llegan en busca de alguien, le explica Rosa, un fotógrafo italiano que se les perdió y al que daban por descontado encontrar allí, y se desparraman en su mesa y en la de junto y el marinero rubio queda de golpe incorporado al grupo. En el instante en que Jordi con voz aguardentosa propone ir a casa de Victoria a beber una última copa, encienden las luces del salón y los sudorosos asistentes saben que la noche ha terminado y, en tumulto, se mueven hacia la puerta, y el marinero sigue con ellos, lo que parece natural, pues todos están igualmente borrachos y nadie sabe que nadie lo conoce. Jordi lo sostiene por un brazo porque dos veces ha estado a punto de caer en el corredor, y él vuelve a aclararles que no es su amigo, que jamás lo ha visto, que será mejor dejarlo en una esquina, el muelle queda a un paso y cualquier otro marinero, de regreso, podría acompañarlo hasta su barco, pero Victoria lo ha tomado por el otro brazo y observa que sería importante verlo reaccionar en un ambiente distinto. (No, no fue esa noche, sino varios días después cuando tuvo una idea cabal de lo ocurrido.) En casa de Victoria apenas reparó en él. Lo oyó hablar con Rosa, pero casi no entendía el alemán y los jadeantes monólogos del otro eran absurdos, confusos, asfixiados por el alcohol y el sueño. Lo único que logró comprender fue que sus zapatos eran franceses, los había comprado en Cherburgo y le habían costado mucho dinero, que su barco hacía regularmente el trayecto de Hamburgo a Barcelona, que había nacido en Ufa, Bashkiria, y señaló en el mapa de una agenda que Rosa extrajo de su bolso, un punto en la URSS al norte de Afganistán, que en 1944 cuando tenía sólo un año sus padres cruzaron la frontera y se instalaron luego en Alemania, en Hannover donde había vivido siempre. No hablaba el ruso, conocía sólo unas cuantas palabras. Se llamaba Boris. Luego entrecerró los ojos; durante un buen rato nadie le hizo caso. La misma Victoria pareció olvidar su interés en el tipo, y aunque él, a esa hora, lo único que deseaba era regresar a su casa, siguió bebiendo por inercia y manteniendo también por inercia una discusión cualquiera, hasta que de repente se encontró nuevamente sentado al lado del personaje, quien trataba de convencer de algo a Rosa y, como para demostrarle la veracidad de sus palabras, se levantó la camisa hasta el cuello. No sabía de qué conversaban. Por eso preguntó si las dos heridas burdamente cicatrizadas que corrían en líneas paralelas desde los hombros hasta un par de centímetros arriba de las tetillas eran resultado de un accidente o de una operación; el otro respondió con una carcajada entre burlona y estúpida y musitó unas cuantas palabras que no comprendió. Pero, en cambio, entendió a la perfección el ademán, cuando levantó la mano derecha y flexionó varias veces la muñeca, emitiendo un chasquido chirriante con la cabeza. Dijo unas cuantas palabras incoherentes y volvió a quedarse dormido. Cuando la reunión se deshizo casi no podían moverlo. Alguien le tomó el pulso, opinó que estaba demasiado borracho, que sería mejor acostarlo en un sofá. Victoria no lo permitió. Tuvieron que bajarlo casi a peso, lo metieron en un taxi y le dieron instrucciones al chófer para que lo acercara al puerto. Amanecía. Rosa lo llevó a su casa. En el trayecto no hablaron sino de la posibilidad de un próximo viaje a Cádiz donde unos amigos rodarían una película, y al llegar a la cama cayó como piedra y durmió hasta la tarde del día siguiente.