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No recordó el episodio sino hasta varios días después; traducía un ensayo de De Santis sobre Manzoni, fue en uno de esos lapsos en que el trabajo se vuelve mecánico y una palabra, determinada frase, cierta cadencia, cualquier cosa, puede servir de disparadero mental. Nunca deja de divertirlo el modo en que la mente, fuera de vigilancia y de control, logra recapturar los momentos más inesperados: un paisaje perdido en un amanecer perdido, al lado de amigos, ¡ay!, para siempre perdidos, contemplado cerca de Tlaxcala, la tarde en que tomó una taza de café con una profesora alemana y apenas pudo atender a la conversación, deslumbrado como estaba por un Kirchner excelente que pendía de la pared, la cara atribulada de Antonieta cuando le informó que el tumor en el seno había resultado canceroso, al anochecer de un domingo del invierno pasado, en que muerto de frío caminaba por la calle semi-circular de las Arolas que tanto le gusta, ante aparadores cerrados, pensando que en uno de esos edificios debía vivir el personaje de la novela que trataba entonces de escribir, el hombrecito de la camisa violeta siempre amedrentado y, en ese preciso instante, en sentido contrario, se aproximó, tambaleante, un borracho que cantaba con voz quebrada: “miedo, tengo miedo, mucho miedo”, y, de pronto, entre esa ola de recuerdos que aparece cuando ya mentalmente ha traducido una frase larga y los dedos se mueven en el teclado por un impulso independiente, dejando un momentáneo hueco cerebral, vio las dos cicatrices trazadas en un pecho blancuzco, los dos gruesos bordes de color solferino que descienden de los hombros y frenan sobre las tetillas. Sintió un estremecimiento. Las manos se le detuvieron sobre la máquina. Volvió a ver la sala de la casa de Victoria, la camisa remangada, las dos marcas, la risa bobalicona, desafiante, complaciente. Y aquella imagen comenzó a repetirse, con mínimas variantes, a obsesionarlo, hasta que para librarse de ella pensó en transformarla en un cuento, y, de pronto, apareció una trama más o menos coherente: la mujer que espera en el hotel la carta de su amante. El decorador que ha pasado la noche con un marinero de Ufa, la conversación con la protagonista, la pesadilla, el ulterior desarreglo mental.

“El tercer personaje, Javier, el decorador, es amigo de ella desde hace muchos años; desde siempre. La amistad es muy íntima: fue él quien le presentó a Jimmy en una exposición en Caracas. Jimmy no se podía resentir por esa intimidad. ¿No el mismo Swan confiaba la custodia de Odette a Charlus? Javier los escalofriaba con el recuento de algunas experiencias en los recodos más alucinantes de la zona del puerto. O los hacía morir de risa con sus compilaciones de textos idiotas. Pero el día en que Javier le cuenta la experiencia que ha vivido (en la narración la experiencia tendría que ser completa) crea en ella una perturbación que aumenta de día en día. A eso se debe que al inicio sienta terror hasta de encontrar una nota suya en la recepción del hotel.

Hay momento en que su ausencia, más que la de Jimmy, le produce un sentimiento intolerable de orfandad. Ya no podría decirle, por ejemplo, eres realmente un idiota, no podría decirle te estás matando, ya no podría decirle qué piensas, eres un bárbaro, debes traerme más a este lugar, te estás arruinando, ¿pero a qué horas trabajas? Tendría que prescindir de reprocharle tantas cosas. Dios mío, ya no podría decirle tráeme más a menudo, me gusta, no me gusta esta gente, este sitio, ya no podría pedirle que no le dijera a Jimmy en qué lugares habían estado porque a Jimmy debían darle a menudo versiones relativamente expurgadas; ya no podría preguntarle de qué hablaba con esa muchedumbre, no podría conversar sobre temas escabrosos que en ellos adquirían un tono cotidiano, casi casto, como si hablaran de los libros que leían; ya no podría decirle prepárame otra ginebra, pero ya no bebas, vas a acabar mal, tendrás dificultades, no te prolongarán la residencia, ¿no te das cuenta?, no sabes quiénes son, ¿pero en qué mundo viven?, ¿dónde duermen?, un día te va a pasar algo, llévame sí, cuando quieras, no sé qué pensar, no habrá dinero que te rinda, sí, demasiada energía desperdiciada; no, por favor, no me digas eso, yo espero, sigo esperando, sé que no me queda sino esta posibilidad. Ya no le podría hablar de su larga, cálida, placentera, confiada espera, ya no podría decirle nada porque cualquier conversación desembocaría por fuerza en aquel tipo llamado Boris. Ya no podrían oír discos juntos, sino sólo hablarían, lo quisieran o no, del marinero de ojos azules que arrojaba vasos por el suelo, esperando a que lo golpearan…