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Sería el final del cuento.

Las vacaciones están por terminar. El tiempo parece componerse. Ahora, sin embargo, tiene que regresar a Barcelona. Ha llegado la hora de abordar el ship of fools y observar con melancolía, con envidia, con irritación, a esa fauna a la que no pertenece. Todas las notas, a pesar de las correcciones realizadas, se quedarán en un proyecto más. Quizá sea mejor volver a su idea anterior, al tema del hombrecito de la camisa de terciopelo violeta que recorre Barcelona, muerto de miedo, con una mujer que reconoce veinticinco años después una casa de citas que frecuentaba en su juventud, y con otra que contempla con tristeza la Diagonal por la que desfiló treinta años atrás mientras musita, bajo una lluvia fina, que su historia ha sido muy larga, muy triste; una historia cinematográfica con demasiados episodios, pero sin un final feliz.

Un hilo entre los hombres

Soy algo más que un hilo entre los hombres. Soy uno entre todos, pero aún no he elegido.

Efraín Barquero.

En la esquina se despidió de sus amigos. Les dijo que ese día él y su abuelo tenían un compromiso, por lo que sería imposible cumplir el acostumbrado programa de los viernes, breve paseo que por lo general terminaba en algún agradable café y que acaso, si el anciano se hallaba de especial buen humor, podía tener por destino el bar del Ritz, L a Cucaracha o hasta algún sitio verdaderamente elegante, donde -con el azoro que les exigía la adolescencia mezclado a la natural despreocupación de quien considera que todo le es debido- sorbían sus martinis, escuchaban al maestro relatar infatigables andanzas y correrías por Europa, explicar pormenorizadamente algunos episodios de la historia nacional o de la política internacional en que de alguna u otra manera había tenido ocasión de ser actor o testigo, divagar sobre variados cauces y entretejidos de la cultura, revelándoles nombres y obras, mostrar escuelas de pensamiento en las que siempre les incitaba a sumergirse, y, a la par, lanzar con soberbia tranquilidad las calumnias más atroces en contra de la abigarrada multitud hacia la que abrigaba una gama riquísima de resentimientos (aunque una vez desperezada la ponzoña le era imposible detener el flujo, y amigos y protectores resultaban arrollados por aquel río de invectivas en que los cascados epítetos parecían formar una única y malévola saeta que atinaba en un blanco siempre imprevisible y ondulante, jamás rigurosamente prefijado), para regocijo de los imberbes jovenzuelos que, plenos de admiración, lo veían levantarse, ya para besar la mano a una anciana que al pasar se detenía a saludarlo y recorría al grupo con mirada irónica, no desprovista de cierta chispa inmisericorde de deseo, mientras las brillantes, oscuras cabezas de los zorros que le caían del cuello mecíanse grave y acompasadamente al nivel de la mesa, para luego, tan pronto como volvía la espalda, hacerles una esquemática fotografía de ella coloreada por algún filón escandaloso, ya para estrechar la mano de conocidas personalidades, destacados científicos, funcionarios públicos, figuras del medio cultural, o entretenerse con la pintoresca fauna teatral que rodeaba a la madura actriz que muy a menudo se les unía, y que, según había oído decir, fue la última gran pasión del abuelo; gente toda aquélla que presentaba con naturalidad a su nieto y al grupo de muchachos que recién descubría el Stream of consciousness, y que con desordenada avidez se entregaba a la lectura del Romancero, de Góngora y Quevedo, de Stendhal y los más recientes novelistas norteamericanos, aspirando a que tales lecturas se integraran a su mundo de la misma manera en que para el anciano eran ya parte de sí mismo -una especie de segunda piel- Hobbes y Maquiavelo, Dostoievski y Goethe, Balzac y Valery, los Heptaplómeros sobre los que desde años atrás venía preparando un enjundioso estudio: apretada malla de conocimientos y reflexiones que se transparentaban hasta en la más trivial de sus conversaciones, aun en los comentarios de ocasión sobre la hermosura de una mujer que en tal o cual momento pasaba por la calle…

Los vio caminar, llegar a la siguiente esquina y seguir rumbo a la terminal de los autobuses. Envidió su alegría, su despreocupación: reían, cebándose seguramente en alguna torpeza de Morales o a costa de Rosita. En realidad bien poco les había importado que ese viernes no se celebrara la reunión habitual; sabían divertirse por su cuenta. Con envidia, con despecho, pensó que llegaría al café, escucharían con grave atención la lectura que haría Eugenia de sus desoladas experiencias, yertos deliquios plasmados en una inclemente prosa rimada, que empezaba a publicar en diarios provincianos bajo el seudónimo de Filadelfia; elegirían una buena película para la tarde y consumirían la mayor parte del tiempo en comentar lo intolerable que cada día les resultaba asistir a la anodina facultad de derecho. Una vez que los vio perderse en la distancia, también él caminó con lentitud rumbo al zócalo; allí pareció que algo lo detenía y se dio vuelta, preocupado, inseguro, arrastrando casi los pies, deteniéndose frente a vitrinas oscuras, sórdidos mostradores de libros de segunda mano, ante los jarrones multicolores de aguas frescas. Entró en una panadería y pidió un bizcocho de chocolate, una bola maciza, compacta, que fue engullendo a pequeños mordiscos hasta advertir que se encontraba otra vez frente a la librería.

Durante ese año había vivido bajo la falsa impresión de que un cambio absoluto regía su mundo, pero la desilusión sufrida, la amargura que le atacaba desde hacía una semana, le revelaron de golpe que los nuevos, deslumbrantes escenarios en que ahora transitaba se anudaban por medio de infinitos hilos, imperceptibles casi, inimaginables al primer golpe de vista, al ritmo que suponía perdido, el lento, regular, pacato, provincianamente medido paso de Oaxaca, presidido por una parentela cuya boca expresaba en perfecta concatenación los más planos lugares comunes, animado por un enjambre de tías, viva y parlanchina expresión de la severa hoja parroquial, atenuada apenas por los reflejos de cierto cine rosa y el manoseo de revistas ilustradas cuyas fotografías les producían incomparable deleite. En aquel ambiente de ñoño medio pelo no escaseaban las alusiones al abuelo. Sus tías, repetían, hubieran preferido que ya que por fuerza debía ir a México a continuar sus estudios, se quedara a vivir en casa de Concha Soler -¡tan comedida, tan decente!-, que al enviudar había instalado en la capital una pensión para estudiantes oaxaqueños de buena familia, pero nadie se atrevió a contradecir a don Antonio cuando de improviso llegó a pedir que su nieto, en cuya existencia tan poco había parecido reparar, fuese a vivir con él, y en el fondo a todos regocijó la posibilidad de establecer a través del muchacho nuevos lazos con aquel arisco anciano, que por pura excentricidad -decían- no aprovechaba mejor su situación, ya que después de haber destacado durante muchos años en el ejercicio de altas funciones diplomáticas, se venía a conformar con un modesto retiro. Vivía en un amplio pero anticuado departamento, acompañado sólo por un par de viejas sirvientas, sin otra fortuna que una regular colección de pinturas, algunas antigüedades y una majestuosa biblioteca; hombre cuyo quehacer se consumía en el estudio, en los caprichos de una activa y peculiar vida social y el fácil desempeño de insignificantes, menudos servicios en ciertas empresas y Secretarías de Estado, como esa librería y editorial en donde cada viernes gastaba unas dos horas revisando catálogos y publicaciones bibliográficas, o la biblioteca de algún Ministerio a la que pasaba de vez en vez alguna lista de publicaciones recientes de derecho constitucional, o el boletín de información de otro Ministerio en cuyas polvosas oficinas se presentaba dos veces por mes, una para cobrar sus honorarios, otra para conversar media hora con un tal licenciado Aguirre y entregarle el recorte de algún oscuro artículo publicado en Alemania, en Francia o Inglaterra con la bien visible recomendación escrita de su puño y letra: “Valdría la pena hacer traducción”, “útil” o “merece traducirse” y su firma, lo que le allanaba cualquier posible escrúpulo para cobrar el sueldo.