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Se paseó frente a las grandes vitrinas, deteniéndose aquí y allá en busca de alguna novedad. De hecho conocía de memoria la colocación de los libros; el ojo, acostumbrado a recrearse casi diariamente en ellos, durante el cotidiano tránsito rumbo a la Facultad, sabía muy bien en qué rincón estaba el Fausto editado por la Universidad de Puerto Rico, y la colección de clásicos de Espasa, dónde una edición bellamente encuadernada en piel flexible de color vino añoso de la Muerte sin fin y otra, algo tosca, en verde pasta rígida, de la Antología de Jorge Cuesta; le gustaba detenerse, ahora que leía con tan pocas dificultades en francés, frente a la vitrina que guardaba los radiantes tomos blancos de la Pleiade; allí Nerval y Baudelaire, el teatro de Claudel, el Journal de Gide, la penumbra ardiente de Dostoievski y los varios volúmenes de la Comédie Humaine que el abuelo se había hecho enviar a casa hacía unas cuantas semanas. Al primer golpe de vista sabía qué libro era nuevo en los aparadores; buscaba sobre todo las traducciones de novela inglesa, italiana y norteamericana contemporáneas, en las que apasionadamente se sumergía durante tardes enteras, atisbando, con avidez, diversas zonas de experiencia de las que especialmente le interesaba poder descubrir afinidades y discrepancias con la suya; porque no cabía duda -y en otros días a menudo le había deleitado la idea- de que su mundo constituía un escenario perfecto que en el futuro habría de plasmar en un drama o novela; un día describiría al abuelo con su infatigable sed de saber, de aprender, de vivir por sobre el lastre que le imponían sus setenta años, recrear algunas de las brillantes conversaciones que tenían lugar en el estudio y narraría también, claro, el cambio operado en su destino individual, el imprevisto salto del mortecino y almidonado círculo familiar cargado de prejuicios y endomingadas vulgaridades, al disparatado, caprichoso, libre y culto medio donde desde los primeros días se había sentido como pez en el agua, donde todo parecía creado para su personal estímulo y no transcurría un día que no le aportara algún conocimiento o experiencia nuevos.

Tales reflexiones le parecían esa mañana inválidas, pueriles.

Saludó vagamente a los empleados y quedóse aún unos minutos con algunos compañeros de escuela a quienes encontró en el local y con los que cambió frases casuales sobre tal o cual obra de consulta expuesta en las vitrinas, haciendo gala, sin que tuviera plena conciencia de ello, de la soltura (que llegaba a una jovial, casi simpática pedantería) proporcionada por el hecho de que en su casa comían con cierta frecuencia los profesores y el director de la Facultad y de que, dentro de poco más de dos meses, apenas pasara los exámenes finales, emprendería un viaje estupendo, arreglado ya hasta en los últimos detalles, por Francia e Italia, y de que conocía, sin haber aún cumplido los veinte años, el monólogo interior de la señora Bloom, cuando los muchachos con quienes en esos momentos conversaba se sabían reducidos al código civil y a la Introducción al derecho romano de Petit, y, todavía más, de la confianza que le proporcionaba el saber que la carrera de leyes era para él algo contingente, que muchos esfuerzos le serían evitados en su futuro trabajo: el auténtico, el literario, pues lo que escribiese, una vez que él, sólo él, tuviera la certidumbre de haber logrado cierta calidad, no encontraría traba ni tropiezo para publicarse. Y en medio de la charla volvió a tener la sensación de que esa seguridad era aparente, de que a la postre no era sino una amarra, un peso más; provenía única y fatalmente de la existencia del abuelo, y volvió a recordar el penosísimo incidente ocurrido apenas cinco días atrás, cuando por primera vez había acudido al anciano a pedirle algo importante y no obtuvo sino un rechazo inesperado, y en la cita a la que acudió esa misma tarde para decirle a Marta que no era posible contar con su ayuda y relatarle lo sucedido para oírla calificar de miserable tal conducta y tener entonces la convicción de que ciertamente su abuelo se había portado como un miserable, como un medroso, aunque en las horas anteriores, en el amargo lapso que transcurrió entre la negativa del anciano y el encuentro con Marta, no se lo quiso confesar y había intentado, a pesar de la enorme desilusión que lo embargaba, encontrar razones que justificaran o al menos le ayudaran a explicarse tal actitud, defendiéndola con débiles y, pese a sus esfuerzos, nada convincentes argumentos. Recordó que para cerrar la discusión el abuelo se había levantado de la mesa con un aparatoso despliegue de ira, sin probar apenas el café y se había encerrado en el estudio.

Era un miserable. Un viejo acobardado. En los siguientes días rumió con amargura esos y otros adjetivos mientras comía con reconcentrado silencio y lo escuchaba discurrir eruditamente sobre aquellos heptaplómeros en los que hacia el alba de la Edad Moderna Bodino consagró la libertad de pensamiento y defendió con ahínco tesis que tendían a legitimar los derechos de todos los credos religiosos, y luego interrumpir su disertación para decir a la doctora Urrutia que en la teoría marxista no era lícito tratar esquemáticamente determinados conceptos referentes a los presupuestos jurídicos del Estado, como ella lo había hecho en un reciente trabajo, para añadir -y allí hacía cierto énfasis que no tenía otro destinatario que su nieto- que la mitad de su saber la debía al estudio de El Capital emprendido hacía muchos años en Inglaterra y a la consecuente comprensión del método dialéctico. El anciano procuró que en esos días no faltasen invitados a la mesa, lo que a Gabriel le resultó muy cómodo, pues así no tenía que sostener ninguna conversación directa y podía permitirse responder cortés pero distantemente a las aisladas preguntas que le dirigían y observar de soslayo cómo las pupilas cansadas y vivaces del anciano se detenían pensativa, escrutadoramente en él, en un afán de advertir hasta dónde disminuía o aumentaba el resentimiento. Apenas terminado el almuerzo salía apresuradamente, anunciando que por la noche no lo esperasen a comer ya que tenía que preparar un examen en la casa de un compañero. Y todo aquel tiempo lo pasaba al lado de Marta, en la calle, en un cine, o, a veces, en el café de Mascarones, donde se encontraban con el primo de ella, puesto en libertad, afortunadamente a los dos días de haber sido aprehendido por participar en el derrumbe de los arcos triunfales con que se había cubierto el Paseo de la Reforma, Mariano, que hacía jugosísimos y apasionantes relatos del tiempo transcurrido en los patios de una delegación de policía donde se apiñaban detenidos de todas las edades y condiciones, caídos esa misma noche y durante la mañana siguiente, donde los de la secreta le habían robado el reloj, la cartera y hasta la corbata, y donde si no logró probar más alimento que un aguachirle sucio y maloliente, en cambio cantó una y otra vez ciertas letrillas alusivas, improvisadas allí mismo, a esos arcos porfirianos y a otras peculiaridades de los tiempos que corrían; contaba también que al final lo habían separado de los demás para llevarlo a una crujía donde un preso por delitos del orden común, con la cara casi deformada por los golpes, le auguraba infames torturas, por lo que cuando lo llevaron ante el agente que debía interrogarlo, las rodillas le temblaban de una manera vergonzosa y se vio precisado a cambiar el tono de las declaraciones, y aunque desde luego no se rajó ni cedió ante el aire amenazador con que le preguntaron quién le había inducido a aquella acción y quiénes lo acompañaron, tampoco recitó el discursito cívico que tenía preparado sobre la dignidad nacional y el atropello a la democracia, conformándose sólo con sostener que lo habían arrestado por error cuando se dirigía a su casa, situada en la calle de Sevilla, todo porque unas personas prendían fuego cerca de allí a uno de los arcos y él se había detenido a contemplar la escena; que poco o nada sabía de política ni le interesaba, que era un estudiante aplicado, y luego, más tarde, lo habían reunido con una veintena de muchachos más o menos de su edad para que un militar les endilgara una moralina falsamente paternal y bastante aburrida, e inmediatamente después ponerlos en libertad, y al final de la narración mostraba con alegría los moretones que le habían producido los agentes secretos en el momento del arresto y durante el siniestro viaje de la Reforma a la delegación de policía, y en esos días los encuentros con Mariano adquirían más sustancia que el recuerdo de los viernes en el Ritz, el Lady Baltimore o el Café Viena, y fueron tal vez los que más decisivamente mediaron para ahondar la distancia entre él y su abuelo. La casa que hasta hacía poco lo mantuviera deslumbrado: su habitación, el lecho bajo una magnífica litografía de Picasso y frente a una pequeña, muy rica en colores, acuarela de Rivera, la inagotable biblioteca y el tránsito también inagotable de gente interesante comenzaron a pesarle, a resultarle externos, tan rutinarios e innecesarios como lo fueron hasta hacía poco los muebles coloniales, los cromos de principios de siglo y las beatas visitas recibidas en la casa de Oaxaca, por lo que esas noches llegó lo más tarde posible (con el sabor aún de los labios de Marta inquietando los suyos, con el aroma del cuerpo de Marta impregnando su cuerpo), para meterse en el lecho y conformarse al día siguiente con repetir un mecánico “buenos días” al volver de la escuela y pasar al comedor a escuchar con oídos sordos aquel monologar apenas interrumpido por tal o cual aislado comentario, innecesariamente adulón, mientras él comía y rehuía la mirada que se fijaba en su rostro y que lo hacía -a pesar de todos sus esfuerzos- enrojecer estúpidamente. Obstinado, separado, vengativo, esperaba con impaciencia que diera fin el soliloquio para salir disparado a vagabundear por las calles, a husmear en los aparadores hasta que llegaba la hora de reunirse con Marta y discutir encrespadamente si Sur podía o no considerarse una buena revista literaria, si la Mistral había en verdad merecido el Nobel, si El laberinto de la soledad debía considerarse como un libro “definitivo”, si el socialismo disminuía al escritor y al artista. Todo por algunos instantes parecía separarlos. Puntos definitivos los unían: su convicción en ciertos valores, su fe candorosa en la cultura y su necesidad extremada de estar juntos. Al final de la discusión llegaban a una tregua, se dirigían al sitio apartado que conocían en el bosque y a veces tranquila, naturalmente se hacían el amor.