Выбрать главу

Comenzaba una y mil veces el Magnificat, para sin darse cabal cuenta confundirlo con la Salve o el Ave María. De aquel marasmo vino a sacarla el ruido de voces y de pasos. Se abrió la puerta y tres caras sonrientes asomaron para preguntar qué pasaba con ella; hacía ya una hora, dijeron los niños, habían llegado de la hacienda y a su abuela le había extrañado no verla en todo ese tiempo. No pudo oír más. Sintió el frío de la muerte y apenas tuvo tiempo para arrepentirse de sus oraciones, para tratar de borrar las con un borbotón de incongruentes maldiciones y sacrílegas befas dirigidas a Aquel que la había hecho víctima de tan cruel confusión. Y expire. En el trance final pudo ver aún a los tres niños reír inconteniblemente ante sus muecas.

México, 1957

Victorio Ferri cuenta un cuento

Para Carlos Monsiváis

Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco (versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan sólo me divierte). Sé que soy diferente a los demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos, y a nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores se dicen de ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto de la gente y que tampoco entre nosotros existe la menor semejanza. He oído comentar que mi padre es el demonio y aunque hasta ahora jamás haya llegado a descubrirle un signo externo que lo identifique como tal, mi convicción de que es quien es se ha vuelto indestructible. No obstante que en ocasiones me enorgullece, en general ni me place ni me amedrenta el hecho de formar parte de la progenie del maligno.

Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia dice que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos debía ser distinta (pensaba, es claro, en las tradicionales llamas), pero cambié de opinión y di crédito a sus palabras, cuando luego de un arduo y doloroso meditar se me vino a la cabeza que ninguna de las casas que conozco se parece a la nuestra. No habita el mal en ellas y en ésta sí.

La perversidad de mi padre de tanto prodigarse me fatiga; le he visto el placer en los ojos al ordenar el encierro de algún peón en los cuartos oscuros del fondo de la casa. Cuando los hace golpear y contempla la sangre que mana de sus espaldas laceradas muestra los dientes con expresión de júbilo. Es el único en la hacienda que sabe reír así, aunque también yo estoy aprendiendo a hacerlo. Mi risa se está volviendo de tal manera atroz que las mujeres al oírla se persignan. Ambos enseñamos los dientes y emitimos una especie de gozoso relincho cuando la satisfacción nos cubre. Ninguno de los peones, ni aun cuando están más trabajados por el alcohol, se atreve a reír como nosotros. La alegría, si la recuerdan, otorga a sus rostros una mueca temerosa que no se atreve a ser sonrisa.

El miedo se ha entronizado en nuestras propiedades. Mi padre ha seguido la obra de su padre, y cuando a su vez él desaparezca yo seré el señor de la comarca: me convertiré en el demonio: seré el Azote, el Fuego y el Castigo. Obligaré a mi primo José a que acepte en dinero la parte que le corresponde, y, pues prefiere la vida de la ciudad, se podrá ir a ese México del que tanto habla, que Dios sabe si existe o tan sólo lo imagina para causarnos envidia; y yo me quedaré con las tierras, las casas y los hombres, con el río donde mi padre ahogó a su hermano Jacobo, y, para mi desgracia, con el cielo que nos cubre cada día con un color distinto, con nubes que lo son sólo un instante para transformarse en otras, que a su vez serán otras. Procuro levantar la mirada lo menos posible, pues me atemoriza que las cosas cambien, que no sean siempre idénticas, que se me escapen vertiginosamente de los ojos. En cambio, Carolina, para molestarme, no obstante que al ser yo su mayor debería guardarme algún respeto, pasa ratos muy largos en la contemplación del cielo, y en la noche, mientras cenamos, cuenta, adornada por una estúpida mirada que no se atreve a ser de éxtasis, que en el atardecer las nubes tenían un color oro sobre un fondo lila, o que en el crepúsculo el color del agua sucumbía al del fuego, y otras boberías por el estilo. De haber alguien verdaderamente poseído por la demencia en nuestra casa, sería ella. Mi padre, complaciente, finge una excesiva atención y la alienta a proseguir, ¡como si las necedades que escucha pudieran guardar para él algún sentido! Conmigo jamás habla durante las comidas, pero sería tonto que me resintiera por ello, ya que por otra parte sólo a mí me concede disfrutar de su intimidad cada mañana, al amanecer, cuando apenas regreso a la casa y él, ya con una taza de café en la mano que sorbe apresuradamente, se dispone a lanzarse a los campos a embriagarse de sol y brutalmente aturdirse con las faenas más rudas. Porque el demonio (no me lo acabo de explicar, pero así es) se ve acuciado por la necesidad de olvidarse de su crimen. Estoy seguro de que si yo ahogara a Carolina en el río no sentiría el menor remordimiento. Tal vez un día, cuando pueda librarme de estas sucias sábanas que nadie, desde que caí enfermo, ha venido a cambiar, lo haga. Entonces podré sentirme dentro de la piel de mi padre, conocer por mí mismo lo que en él intuyo, aunque, desgraciada, incomprensible. Diente, entre nosotros una diferencia se interpondrá siempre: él amaba a su hermano más que a la palma que sembró frente a la galería, y que a su yegua alazana y a la potranca que parió su yegua; en tanto que Carolina es para mí sólo un peso estorboso y una presencia nauseabunda.

En estos días, la enfermedad me ha llevado a rasgar más de un velo hasta hoy intocado. A pesar de haber dormido desde siempre en este cuarto, puedo decir que apenas ahora me entrega sus secretos. Nunca había, por ejemplo, reparado en que son diez las vigas que corren al través del techo, ni que en la pared frente a la cual yazgo hay dos grandes manchas producidas por la humedad, ni en que, y este descuido me resulta intolerable, bajo la pesada cómoda de caoba anidaran en tal profusión los ratones. El deseo de atraparlos y sentir en los labios el pulso y el latir de su agonía me atenaza. Pero tal placer por ahora me está vedado.