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Pero esa mañana, al pasar por el comedor a beber, de pie y a la carrera como siempre, su taza de café, encontró al abuelo tomando el desayuno. Cierto era que algunos viernes se levantaba muy temprano para efectuar sus diligencias, pero tuvo la impresión de que esa vez lo hacía para encontrarse con él sin la presencia de testigos y así romper el hielo que entre ambos se había ido formando y de cuyo espesor tuvo esa mañana más clara constancia que nunca. Lo veía como a un extraño. El anciano, con voz y tono naturales, dijo que pasaran -así en plural como si nada hubiese pasado- por él a la librería una media hora más tarde que de costumbre y que si le era posible invitara a aquella chica tan atractiva que le había presentado el día de la conferencia sobre Diderot. A todo respondió con difusos monosílabos y leves inclinaciones de cabeza mientras tomaba a grandes sorbos su café, y se disculpó por marcharse con tanta prisa, pero de otra manera no llegaría a la primera clase.

Se despidió de sus compañeros de curso y poco a poco fue acercándose a la puerta de cristal que comunicaba con la habitación donde su abuelo trabajaba. Lo vio allí, oculto a medias por el grueso y elegante abrigo de lana y el sombrero hongo, color verde humo, colocados sobre una pila de libros. Desde atrás de una estantería podía verlo a sus anchas, sumergido en un mar de papeles, libros, catálogos, haciendo anotaciones en su pequeña agenda, mientras atentamente ojeaba unos folletos; lo vio después mirar el gran reloj de pulsera y comenzar a lanzar inquietas miradas a la puerta por donde debía él aparecer.

Así, encorvado sobre pesadas resmas de papel, al lado de sus abrigadoras ropas de lana, le pareció de golpe un hombre débil, vencido, deshabitado, tan ligado a las convenciones más mezquinas -aunque fuese de otra manera- como la sarta de mediocres a quienes tan a menudo fustigaba, tan pusilánime en el fondo como ellos. Sólo un buen mecanismo intelectual en el seno de un hombre pequeño. Todo lo que le había parecido atractivo, sus amantes actrices, su despreocupada manera de dejar escapar el dinero, las deudas contraídas para proporcionarse algunos caprichos, el tono de adolescente jactancioso con que afirmaba no obedecer sino a los dictados de su voluntad, los compromisos que decía no tener con nadie, y más aún, su saber, sus horas de infatigable estudio, el arte que cultivaba para rendir a los amigos y tener siempre a la mano personas con quienes ejercitar la inteligencia, todo ello, a la postre, no lograba hacerle rebasar los contornos que circunscribían y apremiaban la existencia de sus tíos provincianos. Sus atenciones para con él y sus compañeros eran sólo reflejo de su soledad, una ansia de aferrarse a algo que le permitiera evadir la terrible fatiga, el ahogo impuesto por la vejez; era un conjunto de fórmulas y conocimientos perfectamente engarzados y anudados con capacidad para derramar parte, chispas, de ese saber a quienes lo rodeaban, pero el hombre, tras una aparente flexibilidad, se mantenía en el fondo absolutamente tieso y enmohecido, sitiado por tembladerales de angustia y temores absurdos. ¿Por qué si no había tenido una reacción tan desmedida, un temor tan fuera de los límites, cuando le expuso la necesidad de hablar con el procurador, o con cualquier otro de sus amigos, para obtener una garantía de que nada serio fuera a ocurrirle al primo de su novia, del que no se sabía ni el tiempo que iba a permanecer detenido ni el trato al que podían someterlo, y en vez de hacer una llamada telefónica -¡con ello hubiera bastado!- comenzó a hablar en términos vagos y vacíos del orden jurídico, del acatamiento que exige la ley, y luego ofreció a su nieto el espectáculo degradante de citar las noticias ofrecidas por los diarios y repetir que bajo aquellos movimientos aparentemente espontáneos se movían fuerzas oscuras que pretendían abolir, minar el orden legal. Los frutos de seis días de amargo despecho parecían recrudecerse en ese mediodía, al verlo allí, desvalido, con una vejez en la que había ya un indudable reclamo de la tumba, mirando con angustia el reloj, y supo, con un dolor más profundo de lo que se permitía reconocer, que era casi imposible que volviera a establecerse la confianza de los meses anteriores, ni los alegres momentos en que como dos personas de la misma edad salían rumbo a Cuernavaca algunos fines de semana, a disfrutar del calor y cambiar sabrosos comentarios sobre las mujeres que pasaban por los portales del hotel. No iba ya a poder darse con naturalidad esa relación que se estableció desde el primer encuentro, de maestro a alumno, de padre a hijo, de amigo a amigo; ahora sólo restaba una posición incómoda entre las postrimerías de un viejo sabio y engreído y la adolescencia arisca y reservada de su nieto. El mundo que le había proporcionado: ambiente de cultura, de ideas, de bienestar, había dejado, frente a los dos días de cárcel de Mariano, de tener el brillo y la perfecta coherencia con que hasta una semana atrás se le había revestido.

Sin embargo había que seguir adelante. A nadie le era permitida la elección de sus mayores. Le pareció advertir un brillo de alivio en los ojos del anciano al verlo empujar la puerta de cristal, alivio que instantes después se convirtió en sorpresa al descubrir que no entraba nadie más, que no llegaban los jóvenes cuya presencia podía contribuir al restablecimiento de una relación normal.