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De cada uno de sus poros parece exhalar un fluido de desprecio al mundo. El narrador ve caminar por el camino que lleva al palacete donde yace el herido a dos jóvenes de aspecto marcadamente disparejo, una es rubia, alta, un poco desgarbada, muy vestida; la otra, la teósofa, va de blusa y falda de corte casi militar, y en ese momento le aconseja con ferocidad a la sastra una nueva maldad que practicar con el enfermo. Quien las viera pensaría en un avestruz y un jabalí cruzando, sin advertir -tan concentradas van-, la belleza de un florido jardín.

Al emprender, al fin, el novelista su relato, Funchal y sus alrededores, Madeira entera y sus personajes desaparecen por entero. Sólo sobrevive el nuevo hallazgo, la teósofa, hela ahí: sentada en un restaurante situado en el portal del hotel Zevallos, sí, frente al zócalo de Córdoba, Veracruz. Se mueve con mucho mayor naturalidad que en las floridas avenidas de Funchal, lo que no quiere decir que se haya vuelto agradable ni tersa ni relajada, nada de eso. El mundo se le revela al escritor en ese momento. Ha comenzado a traducirse a sí mismo. "Escribir es un caso de impersonation, de suplantación de personalidad: escribir es hacerse pasar por otro." En ese momento él es ya ese otro. En el transplante de locación la joven mantiene sus características físicas y, además, sigue siendo teósofa. Ha vuelto a su ciudad natal después de veinte años de vivir con su madre y su hermana en Los Angeles, California, donde las tres habían leído afiebradamente a Annie Besant, a Krishnamurti y, sobre todo, a Madame Blavatski. A la muerte de su madre, viaja a Córdoba, de donde salió a los seis o siete años, con el fin de reclamar una herencia. Se hospeda en casa de amigos de su familia, parientes lejanos tal vez. Todos la conocen con el mote de "Chiquitita" pues así acostumbraban llamarla de niña, lo que la carga de una espesa cólera que no se atreve a manifestar. Sus recursos son mínimos, por eso no abandona a la familia que la ha acogido; todos los días anota en una agenda sus insignificantes gastos. Se ha prohibido cualquier fantasía. Un abogado, amigo de su madre, le aconseja ponerse en contacto con algún miembro de la parte contraria, con su tío Antonio, por ejemplo, que es uno de los más tratables. El mismo abogado se encarga de concertar la entrevista. Chiquitita sigue sus instrucciones y se reúne un día a comer con su tío en el portal del Zevallos. Él la trata campechanamente, como si entre ambos las relaciones fueran óptimas. "¡Vaya monada de sobrina que me ha caído!", dice al saludarla, y añade: "¡Hay que verla en persona, caramba, eso digo, una verdadera monada!" Pero la joven en ningún momento baja la guardia; durante toda la comida se mantiene adusta y fruncida. Es el puerco espín de siempre. Le repugna ver al hombre beber vaso tras vaso de cerveza durante la comida. Lo reprende con cierta severidad, con comentarios sobre la incompatibilidad entre embriaguez y cuestiones legales. El tío ríe feliz y le dice ricura, changuita y cucarachita. Al final, a los postres el pariente accede a tratar el asunto para el que se han reunido. Insiste en que no ve la necesidad de llegar a tribunales; el caso debe resolverse amistosamente, como todas las cosas de familia; que es necesario, eso sí, que ellas comiencen a entender que de los bienes en litigio nada les corresponde, que antes de marcharse de Córdoba su madre fue debidamente recompensada, que en vida gozó de una mensualidad, y está a punto de añadir que, a pesar de todo, la familia ha considerado pasarles una cantidad cuyo monto se definiría al firmar ellas su renuncia a cualquier pretensión, pero no logra decirlo porque Chiquitita se le ha adelantado y lo apabulla con una retahila de adjetivos desconcertantes y un tono tan sarcástico y petulante que el bruto se encoleriza y responde con una grosería que la espanta. Oye decir a gritos, para que todos los parroquianos pudieran enterarse, que si alguien recuerda a su madre en Córdoba es tan sólo por sus puterías, que él personalmente se encargaría de que ella y su hermana no vieran un centavo, que probaría que ambas podían ser hijas de cualquiera menos de su hermano, marido de su madre sólo de nombre, y que por lo mismo nada de la herencia les correspondía. Luego añade con sorna que lo mejor que puede hacer es buscar un marido, o su equivalente, para que le rasque la barriga y la mantenga. De golpe, el hombre bestial se levanta y sale del restaurante. Chiquitita permanece en su mesa anonadada, no tanto por la violencia con que ha sido tratada, ni por las alusiones a las liviandades de su madre, ni siquiera por descubrir que recuperar la porción de los bienes que le corresponde va a ser más, ¡mucho más!, difícil que lo que imaginaba, ni por el escándalo provocado, sino por la mera imposibilidad de pagar el consumo. Transida por la ira, a punto de saltársele las lágrimas, le pregunta al mesero si le acepta el reloj que pende de su cuello sólo por media hora, el tiempo necesario para ir a su alojamiento y recoger el dinero para cubrir la cuenta.

El novelista piensa en los siguientes movimientos de su heroína, comienza a estilizar mentalmente el lenguaje, supone que terminará ese relato en unos cuantos días para volver a la trama abandonada en Madeira, a sus personajes, a la sastra (ya despojada de su amiga teósofa), a la explosión de dinamita, a los ejercicios del joven herido para recuperar los movimientos, a sus caídas, a las crueles disciplinas a que era sometido, sin poder imaginar que los triunfos y tribulaciones de Chiquitita durante su estancia en Córdoba no terminarían tan pronto, que la historia recién iniciada se iba a transformar en una novela con la que debería convivir durante varios años y donde acaso aparecerían un joven ganadero de Tierra Blanca, Veracruz, quien por hacer uso indebido de la dinamita quedó tuerto y paralítico, y una astuta costurera del lugar decidida a apoderarse de él y de sus bienes. Con el tiempo, el novelista llegará a olvidar que esa historia surgió de una cena en la embajada portuguesa de Praga. Y si alguna vez ese acto social lograra penetrar en su memoria sólo recordaría vagamente a una embajadora, pensaría que francesa por haberse desbocado en un monólogo interminable sobre la alta costura de París y sus más célebres nombres. En fin, consideraría aquel incidente como uno de tantos momentos de la rutina diplomática donde se tenían que oír descripciones exasperantemente minuciosas de lugares y situaciones para olvidarlas un instante después, y jamás lo relacionaría con la aparición de Chiquitita, sus percances en Córdoba y su denodada lucha para vencer, haciendo uso de recursos humanos, de tretas inauditas y de ayudas astrales, a sus parientes enemigos hasta recuperar la parte de la herencia que le pertenecía y también una porción de la que no le correspondía. Un novelista se sorprende ante la repentina aparición de un personaje no invitado, confunde a menudo las fuentes, la migración de los personajes, la transmutación de los karmas, para citar a Chiquitita y también a Thomas Mann que mucho entendía de esas sorpresas.

La última novela de José Donoso, Donde van a morir los elefantes, lleva un epígrafe de William Faulkner que ilumina la relación de un novelista con su obra en proceso: A novel is a writer's secret life, the dark twin of a man [Una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre].

Un novelista es alguien que oye voces a través de las voces. Se mete en la cama y de pronto esas voces lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de papel y escribir tres o cuatro líneas, o tan sólo un par de adjetivos o el nombre de una planta. Esas características, y unas cuantas más, hacen que su vida mantenga una notable semejanza con la de los dementes, lo que para nada lo angustia; agradece, por el contrario, a las Musas, el haberle trasmitido esas voces sin las cuales se sentiría perdido. Con ellas va trazando el mapa de su vida. Sabe que cuando ya no pueda hacerlo le llegará la muerte, no la definitiva sino la muerte en vida, el silencio, la hibernación, la parálisis, lo que es infinitamente peor.