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Xalapa, julio de 1994

Para una exposición [2]

Desde que trazó las primeras líneas y manchó una tela, había sentido la necesidad de expresar una zona interna regida por el horror. Su obra se había encauzado, por ello, de manera natural, hacia el expresionismo. Nutrida, al comienzo, en sus años de aprendizaje, en ciertas formas de Orozco, ya entonces contaminadas de algo que intentaba expresarse como propio. Tema, color, estructuras, se le revelaban casi siempre en los momentos de mayor fatiga física, emocional, nerviosa. Su mundo se había poblado, sobre todo al principio, de seres esencialmente indefensos: niños, ancianos, pequeños animales acosados. Su primer cuadro expuesto en una colectiva, el que en buena parte le valió la obtención de la beca a París: un niño macilento de rasgos faciales perfectos, la mirada triste y perpleja, tiene en la mano un ratón muerto. En el cuello del ratón y en los labios del niño unas diminutas manchas de sangre; en la mirada un universo perdido, un laberinto caótico de caminos tendidos hacia ninguna parte. Jamás le había importado reproducir un modelo original. La creación, para él, consistía en la posibilidad de sustentar un universo autónomo: otra vida domeñada por otras leyes. No tenía el menor miedo a las influencias, las había aceptado como forma natural de enriquecimiento. Había forzado por medio del alcohol algunos estados alucinatorios. Aquella primera época, que al parecer había quedado tan lejana, volvía a hacérsele presente en la serie sobre la anciana y la niña, aunque ahora desprovista ya del tono vagamente plañidero del que no había logrado prescindir en el comienzo. En Francia, Orozco retrocedió ante la presión de otras influencias, Dubuffet, desde luego y casi inmediatamente. Pero el gran golpe se lo asestaron, en una incorporación más lenta y profunda, los impresionistas alemanes, Kirschner y, sobre todo, Beckmann. De esta época data uno de sus pocos cuadros que verdaderamente admira: un grupo de niños rodean una tlacuacha, una fogata, antorchas, piedras, el animal que pare riega entre las llamas a sus bestezuelas; la anécdota borroneada por el humo, todo desfigurado hasta no quedar sino una atmósfera de acoso y violencia, que reduce las figuras a un papel secundario, ancilar. Después, ya en Londres, no tuvo que defenderse demasiado para no caer postrado a los pies de Bacon. Se sentía más hecho. Allí trabajó en establecer otro horror capaz de avasallar y sumergir en la nada a sus criaturas, el de la máquina, el de la producción. El infierno del hombre perdido entre objetos manufacturados, cuya precisión y fría belleza sólo consiguen oprimirlo. Sus personajes son seres que han tratado desesperada, ciega o consciente, pero siempre infructuosamente, de encontrar la música misteriosa de la máquina a fin de rescatar un mínimo de coherencia, de sentido con que dotar sus vidas. Trabaja desesperadamente. Y en la serie de entonces, Homenaje a Peter Lorre, había logrado dar un paso a su juicio certero al crear la figura y no encadenarse a ella, circundándola por una realidad cuyo propósito era negar el mundo fetal, para así si no fundamentar, por lo menos aproximarse al universo plástico con la validez autónoma que pretendía. La cara de Peter Lorre sobrepuesta a pequeños cuerpos crispados, perturbados, que se mueven como sonámbulos en andenes de ferrocarril, supermercados, vagones del metro, alcobas, talleres, oficinas, recintos cuya nitidez procede del cristal, del cromo y el aluminio. Todo anhelo de infinito desaparecido en la expresión de ese ser viscoso, enfrentado a una realidad seca y metálica. No sabe cómo sobrevivió. Dormía y comía poco; apenas salía del estudio. Desesperaba, se lamentaba, renegaba, hundido día y noche en sus telas. En el Homenaje a Peter Lorre, según los críticos, había alcanzado una maestría formal extraordinaria. Antes que nada tuvo que encontrar, inventar o descubrir un eje invisible que hiciera que las superficies, no obstante respetar todas las reglas de la perspectiva, presentaran un aspecto de absoluta quietud, de estatismo mortal. La línea que trazaba los objetos metálicos y la que definía a la figura que entre ellos, ebria, temerosamente deambulaba, era casi clásica. El rostro de Peter Lorre debía dar la impresión de ser una fotografía. Luego, sobre esa superficie nítida, flotaba una especie de tenue y transparente niebla y, aquí y allá, superpuestos, signos, grafismos, cifras, jeroglíficos, borrones, acoso, agobio, prisión; algo cálido también, sí, una baba pegajosa que de alguna manera, intuimos, ha sido producida, destilada por aquellos metales, cristales, plástico, de una asepsia impecable. Todo esfuerzo del hombre por asumir la dignidad ha sido en vano. La figura sudorosa del viejo actor da por momentos la idea de una tarántula tropical con gotas de rocío entre la aterciopelada vellosidad de las patas y el vientre, encerrada, loca y semirresignada, en la caja de plástico en donde espera la muerte. Sabe que cualquier movimiento es inútil, que el esfuerzo tan sólo acelerará su fin, sin embargo, no puede permanecer quieta. Recorre con torpe fatiga los cuatro extremos de su cárcel en espera de una libertad imposible, de una redención inalcanzable.

Fue su primer gran éxito. Después de la exposición dejó pasar un periodo de largos meses, casi un año, sin hacer nada, salvo una que otra ilustración sin importancia. Parecía necesitar desquitarse de la ardua temporada de monacal encierro. Frecuentó amigos, salió mucho por las noches, conoció y se enamoró de Irena, viajó con ella a Hungría, pasó allí dos semanas por cuya repetición daría la vida entera. Sucumbió a las intrigas tejidas por una escultora italiana, y cuando la relación se volvió imposible regresó a México, donde incautamente se dejó enganchar para dirigir un taller de artes plásticas en la Universidad de su ciudad natal, pensando que el cambio le sería propicio: la tan cacareada vuelta a las raíces, el enfrentamiento con alumnos jóvenes que seguramente poseerían otra visión, serían dueños de otras soluciones pictóricas. Aunque lo que más influyó para decidirlo a aceptar el puesto fue la necesidad de crear una distancia a la pesadilla en que lo sumergieron la ruptura con Irka y las otras circunstancias perturbadoras de sus últimas semanas en Londres (que hacía apenas un rato Mina Germi, ahora en México, había tenido la perversidad de revivir), para llegar a esa tarde en que pareció que todo el horror alguna vez intuido o vislumbrado se revelaba de golpe y era superado por la presencia de aquella anciana grotesca, el desorden en el cuarto, la participación de la niña fea y hasta el coro formado por su tío, por Flor, por él mismo, de pie al lado de la cama, contemplando a la anciana que hablaba y se movía incesante, nerviosa, irritadamente. Le vienen a la mente sólo fragmentos de conversación, tan aturdido estaba frente a la bestia dolorosa. Recuerda, sí, que al intentar acercarse a la cama la anciana lo detuvo en seco con el comentario de que ella y la niña podían ser sus modelos perfectas y luego añadir:

– Por favor no se te ocurra abrazarme, mucho menos vayas a empezar por darme el pésame y decirme que es necesario resignarse. Estoy harta de sandeces. ¿Te acuerdas de tu primo Mario? Mario Ibarra, el que se hizo cura. Hace poco me lo trajeron para que me endilgara un sermón y me bajara el orgullo. Se fue, el pobre, como vino; le corté el aliento antes de que pudiera entrar en materia. No estoy para resignarme; es lo único que no voy a hacer. Eso está bien para Federico; míralo, tiene el temperamento ideaclass="underline" es dócil, bueno, paciente, nació ya resignado. ¿Pero dar yo gracias por haber perdido a mis nietas? ¿Agradecerle al Cielo que me haya reducido a este estado? Never! Moriré sólo arrepentida de haber caído en todas las trampas que me han tendido durante muchos años. Porque la vida, tal como me tocó padecerla, no ha sido sino una interminable, idiota cadena de entierros que por fortuna va a terminar pronto con el mío. ¿Debo estar agradecida también por ello?

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[2] Fragmento de novela.