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Sonó un despertador. La niña se bajó inmediatamente de la cama, corrió hacia una mesita, silenció el aparato. Llenó un vaso con agua, sacó dos pastillas de un frasco y se las llevó a la anciana. Luego le pasó el despertador a Flor para que marcara otra hora. Concluidas estas operaciones, volvió a tenderse en el lecho.

Su tía habló durante largo rato. Le resulta imposible acordarse de las palabras. En cambio le parece ver aún los gestos, las risas malignas, los ademanes suntuosamente ridículos, el brillo animal de aquellos ojos, y la atención concentrada de la niña que, acostada todo el tiempo al lado de la anciana, le acariciaba pausadamente un brazo; la cara socarrona, teatralmente afligida de Flor, la amedrentada de su tío. Al final, la anciana, postrada, se dejó caer sobre los almohadones, hizo una señal a la niña para que se bajara de la cama y dijo, dando por concluida la visita:

– Ven a verme cualquier día en que tengas un rato libre. La próxima semana si te parece bien. A lo mejor me encuentras de otro h u m o r. Tienes que contarme todo lo que has hecho en estos años que has pasado fuera.

La vio muchas veces. Al principio las visitas eran muy breves, colmadas, en ocasiones, de asperezas y exabruptos. Le atraía enormemente la riqueza de efectos escénicos, plásticos, que desplegaba la anciana, así como la atmósfera creada a su derredor. No salía de la habitación más que para ir al baño contiguo. Se había hecho acarrear a su refugio todo lo que de interesante o atractivo para ella guardaba la casa. Una pared estaba cubierta enteramente por estanterías repletas de libros. Estos se apilaban, además, en el suelo, en una mesa, en el buró. Había cuadros por dondequiera, en las paredes, sobre los muebles, recostados en los libros; tenía a la mano todos los objetos que le interesaban, una cómoda poltrona forrada con una tafetán de flores color buganvilla, un par de destartaladas mecedoras vienesas, dos lámparas de pie, un servicio de plata, tazas, bibelots, cortes de tela, pañoletas, prendas de vestir, cajas de todos los tipos y tamaños, periódicos, revistas, fajos de cartas atados con ligas, papeles desparramados por todas partes, fotografías de lugares, muy pocas de personas. Ella, eternamente tendida en la cama, era el eje del desorden. La halló siempre cubierta con una inmensa bata de baño que le llegaba hasta los tobillos deformes. Algunas veces se cubría con un pañuelo de estridente color ladrillo la cabeza rapada.

A su lado siempre la niña; única compañía permanente. Las visitas fueron después más frecuentes y prolongadas, para convertirse finalmente en cotidianas. Descubrió que no sólo le interesaban las imágenes macabras y los misterios de aquella alcoba. Volvía a establecerse, cálida, abundante, la corriente de simpatía que ya antes de su viaje los había ligado. En aquel tiempo ella había sido la única persona de la familia a quien podía confiar sus problemas vocacionales. De un modo que no se arriesgaba a dejar de ser del todo convencional, pero con auténtico interés ella lo aconsejaba. Cuando volvió a frecuentarla ya no iba a quejarse de la incomprensión de sus padres, ni a pedirle que intercediera ante ellos para lograr tal o cual propósito. Ahora era el triunfador. A veces se preguntaba cuál sería la verdadera, profunda razón que lo llevaba a frecuentar aquel cuarto. Si iba, se decía, era seducido por el estado de purificación y desmistificación que yacía bajo las atrabiliarias e irritantes explosiones de su tía. Pero en su interior no podía ocultar que algo utilitario se escondía en su actitud, que estaba explotando a la anciana. Lo atormentaba el percibir que estaba preparándose para venderla.

– A mi edad, en estas condiciones, ya me lo puedo permitir todo. ¿Te parece bien, verdad? A mí no. Creo que ha sido una estupidez injustificable haber tenido que llegar a los ochenta y tantos años y convertirme en el ballenato que soy ahora, en esta gorgona rapada, para paladear lo que puede ser la libertad, ¡qué profundo saber!, para intuirla apenas y sentir la nostalgia de algo nunca disfrutado. No tienes idea de lo que cuesta y duele descubrir el despilfarro de una vida entera, años y años, más de ochenta, ¡hazme el favor!, que examinados parecen uno solo, enorme, larguísimo, tedioso y tonto, consumido en hacer y recibir visitas insulsas, desperdiciado en bagatelas. De vez en cuando me encerraba a leer, pero era sólo una manera de fuga, como hoy tanto se dice. Yo misma no advertía hasta qué punto me encorsetaba y asfixiaba el ambiente. Es muy triste descubrir todo esto cuando ya no hay cambio posible, cuando lo mejor que puede pasarme es que un buen día me estalle el corazón. Creo que si tuviera veinte años menos podría sobreponerme, pero a esta edad tener conciencia de haber vivido de balde produce una sensación fatal -bajaba entonces la voz y musitaba arrulladora, tristemente-: Lo que más me duele es saber que va a quedarse solo este pobre angelito mío.

Como movida por un resorte, Juanita se levantaba del tapete y corría a abrazarla.

Según comentaba, lo que quizás más la había sorprendido durante el periodo de reclusión era la debilidad, la casi total carencia de sentimientos maternales.

– Fue después del accidente, al quedarnos solos en casa, cuando descubrí que nuestro lenguaje no era sino una repetición cotidiana de algunas fórmulas muertas, que todo nos era ajeno. La tarde en que llegaron a avisarme del accidente, a decirme que estaban muy graves, ya sabes, son noticias que le van dando a uno gota a gota, salí inmediatamente rumbo a Veracruz. Allí no me pudieron ocultar la verdad: todos, menos él, que salió casi sin un rasguño, habían muerto. En ese instante advertí que era quien menos me importaba; a pesar de ser mi hijo quería más a su mujer, no digamos a las muchachas. Me escandalizaron mis sentimientos, mejor dicho, la ausencia de ellos. Luego, ya aquí, en esta soledad que me protege, descubrí que siempre, desde la adolescencia, desde que se quitó los pantalones cortos, hemos sido un par de extraños, gente como de diferente sangre. No puedo recordar ninguna conversación en que hayamos pasado de las frases rutinarias. Si él aceptara los hechos tal como son, nuestro trato sería más tolerable, pero se obstina en seguir desempeñando el papel de hijo devoto. Me horroriza pensar que con el resto de la familia las relaciones hayan sido igualmente vacías y que, obnubilada como estoy, me empeñe en recordarlas de otra manera. A veces creo que vivía un poco la vida de los demás. En eso, como en todo, también me engañaba. No se vive sino la propia vida; yo no lo hacía. ¿Pero tiene algún caso estarle dando siempre vueltas al pasado? Al fin de cuentas -levantaba la voz, la infantilizaba- ahora tengo a quien querer y quien me quiera. Juanita, ¿a quién es a quien yo adoro?

– A mí, a mí merita.

Ambas reían. Eran instantes para ellas de felicidad pura.

No era del todo cierto que frente a su hijo mantuviera una actitud pasiva o distante como quería hacer creer. Le vienen a la memoria encuentros feroces, obcecaciones pueriles de la anciana.

Algunos días la erisipela rebelde que le invadía el cuero cabelludo le producía inflamaciones y un escozor horrible. En esos días no recibía a nadie, sino a su fiel Juanita, que había desarrollado un sexto sentido para navegar impunemente entre tales borrascas. Cuando le sobrevenían las crisis tomaba vino con más frecuencia, injuriaba a su hijo, no permitía que Flor se acercara a su cuarto sino para lo estrictamente necesario. Al salir de las crisis quedaba malhumorada, irascible. El diálogo se volvía voluble, difícil, agresivo. Habría dejado de visitarla de no ser porque ya la casa, la anciana, la niña, el médico, el complicado malabarismo en que se sustentaban allí las relaciones personales ejercían sobre él una verdadera fascinación.

– Algo que te tengo que agradecer -le espetó un día- es que no me hayas mostrado tus cuadros, lo considero una muestra de respeto; estoy segura de que me repugnarían. Ya las reproducciones que vi fueron más que suficiente para formarme una opinión. Leí el artículo en el Siempre de la semana pasada. Al principio pensé que era la mala calidad de las fotografías lo que me disgustaba; pero no, sucede que no le veo sentido a que pintes un mundo poblado únicamente por seres abyectos, eso significa limitarlo, parcelarlo. No vayas, por favor, a comenzar a repetirme la cantaleta de que el artista no tiene por qué ser un fotógrafo total. El artista debe pretender reflejar el universo, aspirar a la totalidad, aunque sólo se detenga a registrar una pequeña planta; si no, lo que produce es arte a medias, u otra cosa que ni siquiera vale la pena discutir. Pero ustedes, los jóvenes, creen saberlo todo. ¡Amos de la verdad, dueños del mundo! Sigan haciendo lo que les venga en gana, llamen a eso arte, literatura, drama, as you like it, pero no pretendan que a quienes nos repugna la simulación les hagamos el juego.