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En tales ocasiones había que reducirse humildemente a escucharla y esperar que pasara la racha de cólera o de simple mal h u m o r. Ese día la interrumpió la llegada del doctor a aplicarle su diaria inyección intravenosa. Una vez puesta el médico se dejó caer en una poltrona. Pálido, fatigado como siempre. Su madre lo observó con desprecio. Durante unos minutos nadie habló. El silencio sólo era interrumpido por la voz de Juanita, que en un rincón trazaba unas letras en un cuaderno, murmurando mientras escribía: “cama, casa, cana… cama, casa, cana…” Era un recurso que ya le había visto emplear en varias ocasiones para aislarse de los malos momentos provocados por la anciana. Esta parecía gozar en prolongar aquel silencio que ponía nervioso a su hijo. Por fin exclamó:

– El único pesar que tengo es que dejaré a Juanita en un medio que se me ha vuelto incomprensible. Espero que tú pertenezcas todavía a las generaciones del alcohol -lo miró acusadoramente-. Durante años hemos buscado por allí una salida. Parece ser que el hombre antes de saber asar la carne, conocía ya el modo de destilar raíces y cortezas para producir alcohol; como solución ha sido idiota, pero al fin de cuentas cómoda. Yo desde este rincón me entero de que el mundo está en plena llamarada, pero no logro entender ninguna de sus manifestaciones. Me ciega el humo, creo. He leído que los muchachos se chiflan ahora por la mariguana, sobre todo en mi país -siempre que se enfadaba, buscaba el modo de señalar su diferencia, su britanidad-. Si bien se mira no tendría uno por qué alarmarse. El mundo se ha convertido en una estupidez, en una tal zoncera, que tratar de escaparse de él, por cualquier vía, no es sino signo de salud. Me imagino lo que dirán tus padres, tus tíos, los amigos de tu casa, si se enteran de que fumas mariguana.

– No fumo mariguana, tía.

– ¿No? ¿Es decir que concibes a sangre fría lo que pintas? Estás entonces mucho más enfermo de lo que me imaginaba. Pero, por favor, no me interrumpas, ten un poco de imaginación, trata de comprender que es posible hablar en sentido figurado. En el caso de que fumaras mariguana o tomaras cualquiera de esas drogas que ahora se usan, te considerarían un réprobo, se horrorizarían; los conozco muy bien. Sé que cuando leen en la prensa los reportajes sobre los jóvenes y las drogas encuentran otra razón más para sentirse mejores. Ellos no se dejan el pelo largo, se bañan regularmente, no consumen estupefacientes, son dignos cristianos, ciudadanos ilustres. ¿Y a quién beneficia eso? ¿Qué virtud resulta del hecho de que María Elena y Concepción Rodríguez no mastiquen hongos alucinógenos, de que mis tres sobrinos Rodríguez Argüello se corten debidamente el pelo y vayan pulcramente vestidos de oscuro a su notaría? Mira a tu tío, no encontrarás en la vida más mustio y propio sepulcro blanqueado, ni siquiera escarbando entre todos los Rodríguez de la región y, dime, ¿qué cosa noble, buena o hermosa produce? ¿En qué es superior sino en cobardía, en tristeza, a cualquiera de esos preciosos mechudos de la nueva ola?

– Madre, serénese; ya es hora de que descanse, se encuentra demasiado excitada.

– He sido testigo de tanta mezquindad -prosiguió la anciana sin hacerle ningún caso-, desde que me casé con tu tío. Al principio me divertía, me parecía estar situada en el medio de una comedia de costumbres cuyos protagonistas eran cultas damas y caballeros nativos tan chistosos; después me volví insensible, me adapté, a momentos llegué a sentirme una de ellos, hasta que algún exceso, siempre grotesco, claro, me hacía tocar tierra, volver a la realidad. No se me olvida que en una época íbamos a pasar las vacaciones a la ganadería de tu tío Felipe, por el rumbo de Nautla. En las tardes les daba lecturas a los chicos. En una ocasión, me acuerdo muy bien, leía algo de Dickens, Copperfield, no, tal vez, Oliver Twist. Puede que las lecturas aburrieran a los niños, pero lo cierto es que se volvieron el deleite de mis cuñadas. Lloraban, suspiraban, gemían, conmovidas por las desgracias y tribulaciones del pequeño Oliver y las terribles calamidades que sobre él y sus compañeros de asilo recaían. Pero si en aquellos momentos el hijo de algún peón se dejaba ganar por la curiosidad y se acercaba a la sala a oír la lectura lo sacaban sin el menor escrúpulo, sin piedad alguna, no fuera a ensuciar la alfombra con los pies descalzos, o a perturbarnos con su olor a establo, y un instante después volvían a sumergirse en la congoja y a dejar que su corazón rebosara de buenos sentimientos ante las desgracias del huerfanito del cuento. Esa ha sido siempre su moral. Nada se las hará cambiar. A veces me arrepiento de no haber abandonado en la primera semana a mi marido y vuelto a Saint Kitts al lado de mi padre.

A veces esas alusiones a la familia lograban que el médico, tan respetuoso de lo institucional, se envalentonara a responder. Pero no bien decía las primeras titubeantes palabras, cuando la anciana pedía un somnífero, lo tomaba y, tranquilamente, daba por concluida la sesión.

La fuente mayor de los conflictos provenía fundamentalmente del rigor de la enfermedad y la ineficacia del tratamiento. Aquél era el único punto en el que el médico se atrevía a mostrarse en franca rebeldía contra su madre.

– No sólo da pena el aspecto que presenta cuando se pone usted a cantar como loca con esta criatura y a hacer payasada y media sin más fin que divertirla, sino que el vino, ¡entiéndalo, por favor, entiéndalo bien!, contribuye a excitarle más los nervios. Te n g a siempre presente que su mal tiene una raíz nerviosa, que debemos ante todo procurar que esté usted tranquila; pero el modo desusado y anormal en que está viviendo no hace sino empeorar las cosas. Hay días en que hasta al cubo de la escalera llega el tufo a alcohol.

– No sabes siquiera lo que dices. Es muy raro que llegue a beber más de dos copas de vino. Desde hace muchísimos años he estado acostumbrada a las bebidas fuertes para regular mi presión; no veo cómo puedan ahora influir en mi estado psicológico. Me duele recordarte que de estas cosas no entiendes mucho, de otra manera hace ya tiempo que me habría aliviado. Si a veces bebo un poco más de la cuenta es precisamente para olvidar no sólo mi aspecto bestial o los dos años que llevo con la cabeza rapada, tratando de mitigar estos ardores que me enloquecen, para no hablar de la gordura, el desarreglo glandular, como te encanta llamarle, sino en parte muy principal para olvidarme de tu fracaso, de tu mediocridad profesional. Ahora me explico por qué te has quedado casi sin enfermos.

– Usted bien sabe que no ha sido por mi culpa…

– Sí, sí, sí.

– Usted sabe que el Seguro Social…

– Sí, sí, sí. ¿Por qué nuestras amistades ansiaban que Gloria abriera su despacho para ponerse en sus manos? Te habían perdido la fe. Te he oído con paciencia una y otra vez. Según tú, el tratamiento ha dado algún resultado. ¿Quiero que me digas cuál? ¿En qué he mejorado? ¿De qué han servido las inyecciones, de qué todas las torturas a las que me has sometido? ¿Me encuentras mejor? ¿Has visto algún progreso? Tú, Ángel, tú, Juanita, ¡avívate, por Dios, y párale a esa cantaleta!, ¿han observado en mí alguna mejoría? La única vez que parecía que me estaba por desaparecer la tiña fue cuando tomaba aquella infusión que me preparó Flor. Pero te encelaste y tuve que prescindir de ella.