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– Acuérdese de la diarrea que le produjo. Recuerde lo grave que se nos puso.

La anciana lo miró desconcertada durante un instante.

– ¿Diarrea? ¿De qué me hablas?

– Acuérdese cómo se debilitó en esos días.

– No me acuerdo de nada. Creo, sí, que una noche me diste algo que me hizo trizas el estómago.

– ¡No tiene caso discutir con usted!

– Entonces por favor deja de venir; no te aparezcas por aquí durante una temporada; manda a otra persona a que me inyecte y líbrame de una vez por todas de tu presencia. Que vuelva la enfermera. Dices que mi padecimiento es nervioso, ¡raro es que no lo fuera si no me permites un solo instante de tranquilidad! ¡Exijo una tregua, tengo derecho a ella! ¡Cómo te atreves todavía a sermonearme! Juanita, por favor, pásame una de las pastillas blancas. ¿Ves? Me volvió la taquicardia.

– ¿De las que son como hostias o de las chiquitititas?

– De las más chiquitas, corazón, y corre a la cocina a pedirle a tu mamá un vaso de leche tibia.

– ¿Por qué no me pide a mí las medicinas? La niña no logra distinguir bien los colores.

– ¿Cuándo se ha equivocado? Si hoy preguntó es porque hay medicinas nuevas en el tocador. Es la única persona con quien cuento y quieres también separarme de ella. Cualquier satisfacción mía te hace daño. Ten cuidado, Ángel, que un día te va a prohibir visitarme. Por favor, no vayas a hacerle caso; entra aunque sea abriéndote paso a golpes. Quiere aislarme, quiere reducirme a cero. Al oír las voces entró Flor con el vaso de leche y la niña agarrada del vestido. -No la martirice, doctor, no ve que está hoy muy rendida. Tome su pastilla, señora, tranquilícese.

– Gracias, gracias, Flor.

Vio a su tío levantarse, alzar los hombros, salir, vejado, fastidiado de la habitación. Poco después se despidió de su tía y bajó a hacerle un poco de compañía al médico.

– ¿Te das cuenta? Y no puede uno culparla de nada. Sufre mucho. La muerte de Isabel y las muchachas la afectó muy a fondo. Le deshizo para siempre el sistema nervioso. A ratos llego a tener la impresión de que me reprocha el haberme salvado. Es muy difícil esta vida, para ambos -se quedó un instante en silencio, luego agregó, con algo semejante al rencor-. Sólo que ella al menos tiene de su parte a Flor y a la niña.

– ¿Por qué no insistes en hacerla salir, tío? Quizás si fuera a pasar una temporada a Tehuacán, que antes le gustaba tanto, o a cualquier otro lugar.

– ¿Crees que no lo he intentado? En estos días más que nunca es necesario lograr que salga. Por un tiempo, claro. Me he cansado de pedirle que al menos deje su habitación por un rato, que vaya al jardín. Pero es inútil; nunca lo hará. Quizás lo mejor sea, como dices, un cambio más drástico. Llevarla a Tehuacán. ¿Cómo no se me había ocurrido? Que se olvide de este ambiente por unas semanas. Puede ir con una enfermera; que se lleve a la niña si eso la distrae. La casa no puede sino traerle recuerdos muy penosos. No tiene el menor sentido que mantengamos esta propiedad para nosotros dos. Cuartos y más cuartos, todos cerrados. El Ayuntamiento me ha hecho proposiciones muy convenientes para comprar la parte trasera, donde queda el consultorio. Pero ni siquiera permite que le trate el asunto. ¡Ojalá tú puedas convencerla! Me he dado cuenta de que a ti te hace más caso. Dime, ¿tiene sentido conservar esta enormidad de casa? Que se vaya a Tehuacán mientras hacen la demolición. Estoy seguro de que nada le sentará m e j o r. ¿Por qué no le hablas mañana del asunto? ¿No podrías irte a pasar unos días a Tehuacán con ella?

Fue absolutamente imposible aproximarse siquiera al tema.

Sergio Pitol

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