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No se crea que la multiplicidad de descubrimientos que día tras día voy logrando me reconcilia con la enfermedad, ¡nada de eso! La añoranza, a cada momento más intensa, de mis correrías nocturnas es constante. A veces me pregunto si alguien estará sustituyéndome, si alguien cuyo nombre desconozco usurpa mis funciones. Tal súbita inquietud se desvanece en el momento mismo de nacer; me regocija el pensar que no hay en la hacienda quien pueda llenar los requisitos que tan laboriosa y delicada ocupación exige. Sólo yo que soy conocido de los perros, de los caballos, de los animales domésticos, puedo acercarme a las chozas a escuchar lo que el peonaje murmura sin obtener el ladrido, el cacareo o el relincho con que tales animales denunciarían a cualquier otro.

Mi primer servicio lo hice sin darme cuenta. Averigüé que detrás de la casa de Lupe había fincado un topo. Tendido, absorto en la contemplación del agujero pasé varias horas en espera de que el animalejo apareciera. Me tocó ver, a mi pesar, cómo el sol era derrotado una vez más, y con su aniquilamiento me fue ganando un denso sopor contra el que toda lucha era imposible. Cuando desperté, la noche había cerrado. Dentro de la choza se oía el suave ronroneo de voces presurosas y confiadas. Pegué el oído a una ranura y fue entonces cuando por primera vez me enteré de las consejas que sobre mi casa corrían. Cuando reproduje la conversación mi servicio fue premiado. Parece ser que mi padre se sintió hala gado al revelársele que yo, contra todo lo que esperaba, le podía llegar a ser útil. Me sentí feliz porque desde ese momento adquirí sobre Carolina una superioridad innegable.

Han pasado ya tres años desde que mi padre ordenó el castigo de la Lupe, por malediciente. El correr del tiempo me va convirtiendo en un hombre, y, gracias a mi trabajo, he sumado conocimientos que no por serme naturales me dejan de parecer prodigiosos: he logrado ver a través de la noche más profunda; mi oído se ha vuelto tan fino como lo puede ser el de una nutria; camino tan sigilosa, tan, si se puede decir, alarmadamente, que una ardilla envidiaría mis pasos; puedo tenderme en los tejados de los jacales y permanecer allí durante larguísimos ratos hasta que escucho las frases que más tarde repetirá mi boca. He logrado oler a los que van a hablar. Puedo decir, con soberbia, que mis noches rara vez resultan baldías, pues por sus miradas, por la forma en que su boca se estremece, por un cierto temblor que percibo en sus músculos, por un aroma que emana de sus cuerpos, identifico a los que una última vergüenza, o un rescoldo de dignidad, de rencor, de desesperanza, arrastrarán por la noche a las confidencias, a las confesiones, a la murmuración.

He conseguido que nadie me descubra en estos tres años; que se atribuya a satánicos poderes la facultad que mi padre tiene de conocer sus palabras y castigarlas en la debida forma. En su ingenuidad llegan a creer que ésa es una de las atribuciones del demonio. Yo me río. Mi certeza de que él es el diablo proviene de razones más profundas.

A veces, sólo por entretenerme, voy a espiar a la choza de Jesusa. Me ha sido dado contemplar cómo su duro cuerpecito se entreteje con la vejez de mi padre. La lubricidad de sus contorsiones me trastorna. Me digo, muy para mis adentros, que la ternura de Jesusa debía dirigirse a mí, que soy de su misma edad, y no al maligno, que hace mucho cumplió los setenta.

En varias ocasiones ha estado aquí el doctor. Me examina con pretenciosa inquietud. Se vuelve hacia mi padre y con voz grave y misericordiosa declara que no tengo remedio, que no vale la pena intentar ningún tratamiento y que sólo hay que esperar con paciencia la llegada de la muerte. Observo cómo en esos momentos el verde se torna más claro en los ojos de mi padre. Una mirada de júbilo (de burla) campea en ellos y ya para esos momentos no puedo contener una estruendosa risotada que hace palidecer de in comprensión y de temor al médico. Cuando al fin se va éste, el siniestro suelta también la carcajada, me palmea la espalda y ambos reímos hasta la locura.

Está visto que de entre los muchos infortunios que pueden aquejar al hombre, los peores provienen de la soledad. Siento cómo ésta trata de abatirme, de romperme, de introducirme pensamientos. Hasta hace un mes era totalmente feliz. Las mañanas las entregaba al sueño; por las tardes correteaba en el campo, iba al río, o me tendía boca abajo en el pasto, esperando que las horas sucedieran a las horas. Durante la noche oía. Me era siempre doloroso pensar; y evitaba hacerlo. Ahora, con frecuencia se me ocurren cosas y eso me aterra. Aunque sé que no voy a morir, que el médico se equivoca, que en el Refugio necesita haber siempre un hombre, pues cuando muere el padre el hijo ha de asumir el mando: así ha sido desde siempre y las cosas no pueden ya ocurrir de otra manera (por eso mi padre y yo, cuando se afirma lo contrario, estallamos de risa). Pero cuando solo, triste, al final de un largo día comienzo a pensar, las dudas me acongojan. He comprobado que nada sucede fatalmente de una sola manera. En la repetición de los hechos más triviales se producen variantes, excepciones, matices. ¿Por qué, pues, no habría de quedarse la hacienda sin el hijo que substituya al patrón? Una inquietud peor se me ha incrustado en los últimos días, al pensar que es posible que mi padre crea que voy a morir y su risa no sea, como he supuesto, de burla hacia la ciencia, sino producida por el gozo que la idea de mi desaparición le produce, la alegría de poder librarse al fin de mi voz y mi presencia. Es posible que los que me odian le hayan llevado al convencimiento de mi locura…

En la capilla que los Ferri poseen en la iglesia parroquial de San Rafael hay una pequeña lápida donde puede leerse:

Victorio Ferri

murió niño

su padre y hermana

lo recuerdan con amor

México, 1957

Amelia Otero

Deberías verla ahora, ¡ay, Cata, sencillamente le deshace a uno el corazón! Sabrás que la pobre se mantiene dando clases de música; yeso, ahora que ni pianos quedan en este miserable pueblo, significa medio morirse de hambre. ¿Recuerdas el suyo? Lo habían traído de Viena, o de París, qué sé yo. ¿Te acuerdas de su pequeño paraíso? Arañas de Murano, alfombras persas, mantelería de Brujas, chucherías del mundo entero para realzar los muebles que los Otero conservaban desde la fundación de San Rafael. Pues todo eso, Catalina, todo, no existe ya sino en la memoria. La inocente ha tenido que ir desprendiéndose de una pieza tras otra hasta quedarse al fin, como el arriero del cuento, con las manos vacías. Entras en esa casa que tú y yo y todos sabemos lo que fue y no resistes las ganas de echarte a llorar. Sólo cuando la vean esos ojos que se comerá la tierra te convencerás de que no exagero. Y mira que ni para ayudada, porque eso sería concederle el mismo derecho a todos los que un día fueron algo y hoy viven de milagro, sin un centavo en la bolsa, sin un mendrugo que llevarse a la boca. De cuando en cuando, eso sí, me la traigo a comer; no con la frecuencia que me gustaría, porque bien conocemos la inmisericordia que muestran los hombres ante estas situaciones; Cosme es de los que difícilmente olvidan, y aunque por lo general guarda silencio, cuando el tema sale a la luz puedo advertir que le hiere mi amistad con mujeres que, como ella, hicieron de su vida un homenaje decidido al diablo. No le quepa duda, joven, la vida es cruel. ¡Horriblemente cruel! Me imagino que ya por Catalina sabrá cómo se vivía hace cuarenta años en este San Rafael que ahora no podrá sino parecerle un pueblucho. Eso es lo que es, una aldea de medio pelo, una ranchería, arruinada., Nos cabe el orgullo de decir que nuestros tiempos fueron verdaderamente tiempos. ¿Recuerdas las noches de teatro? Mire, joven, desde aquí, por la ventana, puede ver la esquina donde se levantaba el teatro Díaz. Ahí mismo donde los Alarcón, gente de fuera, construyen una tienda de artículos eléctricos. Cada familia tenía un palco. La concurrencia era un espectáculo. Los caballeros de oscuro y nosotras de gala: plumas en los sombreros, en los abrigos, en las capas de colas soberbias, ¡y qué joyas! Me acuerdo de una salida de teatro de terciopelo negro con dos hilo_.de perlas falsas bordados desde el cuello hasta el dobladillo. ¡Corazón, lo que te envidié esa capa! Mas se dejó llegar la Revolución, y, ¿no digo bien que la vida es cruel?, aquel esplendor qué tanto nos confortaba fue cruelmente abajado y San Rafael quedó sumido en la más apabullante de las miserias. ¡Villa Muerta debió haberse llamado desde entonces! La mayor parte de la gente acomodada salió, como ustedes, hacia la capital en busca de garantías y si se les volvió a ver por estos rumbos fue sólo como turistas; quienes nos quedamos lo perdimos todo, o casi todo, a manos de los bandoleros; hordas hirsutas y salvajes que al grito de ¡Viva mi general Fulano!, o al de ¡Mueran los hombres de Perengano! irrumpieron de pronto por las calles. Escapada del monte, vomitada por la llanura, ¡sepa Dios de dónde habrá salido esa turba infame…!, lo cierto es que un día la tuvimos aquí, adentrándose violentamente en las casas, para acarrear con todo lo que les cabía en las ajorcas; acusaron al mundo entero de ser federal, saquearon el banco y las tiendas. Se volvieron los amos. Con la primera incursión de los rebeldes se inició la agonía de San Rafael, y fue entonces cuando la pobre Amelia se dejó tentar por el demonio. Te diré que yo tardé algún tiempo en darme cuenta cabal de lo que ocurría; aunque ya estaba casada, ciertos temas, por pudor, por delicadeza, no se ventilaban delante de una con la desvergüenza de hoy, sino que se quedaban en la pura penumbra. Aquí y allá fui observando y escuchando cosas, de tal manera que cuando le abrieron proceso y fue a dar a la cárcel con sus huesos y sus humos de emperatriz destronada, ya no me sorprendí, casi me lo esperaba. ¡Parece que la veo!, ¡como si fuera ayer! Pasó frente a esta ventana; yo tenía a Martita de meses y me causó tal impresión que por varios días no pude darle el pecho. Caminaba erguida, vestido creo que de morado, muy hermosa. A pesar de que aquellos léperos la llevaban sujeta de las muñecas caminaba con la cabeza en alto, sin desviar la mirada, sin saludar a nadie, como si en el mundo existieran sólo las puertas de la cárcel y su única preocupación fuera alcanzarlas. Sólo mi comadre Merced Rioja se atrevió a desafiar, no a los esbirros que la conducían, que eso, dado sus arrestos, no le hubiera extrañado a nadie, sino a la opinión pública, pues si bien es cierto que con el tiempo todas fuimos volviendo a tratarla (no crean, se necesitaría tener el corazón muy de piedra para no compadecerse), en aquella época, los hechos tan recientes, y siendo, para bien o para mal, tan rígida nuestra conducta, resultaba espantoso que alguien se atreviera a acercársele y a dirigirle la palabra; cuando mi comadre Merced se dio cuenta de que la llevaban detenida se enfrentó al grupo y sin inmutarse por la mala catadura de aquellos desalmados le dijo que no se preocupara por sus hijos, que ella los llevaría a su casa y velaría por ellos el tiempo que fuera necesario. Su gestión resultó en vano, ya que un sobrino de Concha Ramírez se había ingeniado para llevados esa mañana al escondite de Julián, y éste desapareció para siempre con ellos; unos dicen que salieron rumbo a los Estados Unidos, otros que a Europa; hasta hay quienes sostienen que están viviendo en Mazatlán, lo cierto es que no volvió a enterarse del paradero del marido ni de los hijos; pero ve tú a indagar qué sabe y qué no sabe; con ella nunca se ha podido poner nada en claro, o, al menos, no tan en claro como teníamos derecho a esperar. De nosotras no se podrá quejar, si lo hace sería por pura ingratitud; la hemos tratado como a una hermana, nos hemos apiadado de sus pesares, la ayudamos hasta donde nuestros recursos nos lo permiten; hemos optado por perdonar y olvidar al ver lo caro que le resultó el pago; y así y todo, ¿creerás que nos trata con tales reservas que nadie hasta la fecha ha logrado enterarse de nada? ¿Dime si esa falta de confianza no ha de ofenderme? Pues bien, decía que del marido y de los hijos no volvimos a tener noticias, sólo que hace cosa de diez años, cuando Rosa Guízar trabajaba aún en el correo, tuvo en sus manos un sobre dirigido a Amelia, enviado del extranjero, y allí bien claro, la letra de Julián. Debió de haberlo abierto, debió de haber leído la carta; en ese caso no hubiera sido delito. No venía de los Estados Unidos, de eso Rosa estaba bien segura, pues conocía de sobra las estampillas. En aquel maldito sobre no constaba ni nombre ni remitente, ni dirección, ni nada. Rosa nos dijo cuál era la palabra impresa en la estampilla y Osario, el boticario, la anotó para buscarla en su Atlas Geográfico; pero has de creer que el estúpido perdió el apunte y como las desgracias nunca vienen solas a la pobre Rosita le atacó la embolia una de esas noches y ya no hubo posibilidad de sacarle una palabra ni de hacerle escribir una sola letra. Lo único que supimos fue que aquella carta, fuese de Julián o de quien fuera, perturbó terriblemente a Amelia; volvió a cerrar su casa a piedra e Iodo y durante días no se le vio salir a la calle. Era Concha Ramírez la que iba al mercado y a avisar a las alumnas que la señora no podía atender en esos días las clases de piano, porque el reuma, ¡SU socorrido reuma!, la había atacado con inusitada violencia y el menor movimiento le causaba dolores atroces; luego, cuando al fin se decidió a aparecer, estaba deshecha; en menos de una semana había envejecido siglos, y cuenta Julita Argüelles que mientras le daba la clase se le escaparon algunas lágrimas, ¡vaya uno a saber si fue cierto!, pues nadie, al menos nadie digno de crédito, ha visto llorar a Amelia Otero.