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Rubio daba la impresión de ser un muchacho decente injertado en la bola; a leguas se le notaba la diferencia con la chusma que lo rodeaba. Desde el primer momento la trató con atenciones, No la obligó a cederle; pistola en mano, su casa, como lo hicieron con nosotros los matarifes que nos tocó alojar, sino que fue a solicitar albergue para él y sus hombres durante el tiempo que permanecieran en San Rafael; no vaya a creer que cedió de inmediato, por el contrario, la muy ladina replicó al general que estando su marido en la capital le parecía contrario al decoro alojar a un grupo de militares; el hombre no cejó, siguió insistiendo con aplomo hasta que Amelia no tuvo más remedio que dejados pasar. Ya en ese primer encuentro, si uno lo piensa bien, se podía descubrir algo anómalo, un tono de comedia bien ensayada en la solicitud y en las negativas, en las súplicas y en la aceptación final, un aire de galanteo, tanto que a mí me latió que Amelia y Rubio se conocían desde antes, desde sus tiempos de soltera en la capital. Pasaron varios días durante los cuales nadie se preocupó más que de salvar el pellejo y las pertenencias, lo que día a día se fue haciendo más problemático, pues en cada casa había por lo menos cinco matarifes que todo lo acechaban, todo lo veían, ¡malditos mil veces los muy hijos de perra!, y a todo el mundo trataban de comprometer. Durante esos primeros días, Amelia permaneció encerrada todo el tiempo. Como no podíamos recibir en nuestros hogares por estar constantemente vigilados, tomamos la costumbre de reunimos por la tarde en la alameda y tratar ahí nuestros asuntos, consolamos por nuestros cotidianos pesares, cambiar impresiones y ayudamos en todo lo posible. Amelia no asistía y cuando íbamos a buscarla pretextaba un terrible dolor de cabeza, reuma cerebral nos decía a las cándidas, pues ya sea en los pies, en los brazos o en el cerebro, siempre se ha refugiado en el reuma para evitar explicaciones. Creíamos que realmente estaba enferma y que sus dolores debían ser producidos por la zozobra que a una mujer sola le produciría tener alojada en su casa a una banda de forajidos. ¡Qué lejos estábamos de imaginar que el desagrado se lo causaban nuestras visitas y que en aquel cabecilla tenía para su consumo un hombre de placer! Tampoco hay que juzgarla del todo peor, muchachito: el general no era un cualquiera; no era, ¡ay, no!, como aquellos indios cerreros que vivían en esta casa. Rubio era un señor. Con decirle, que anciana como soy y pudiendo, por lo mismo, ver las cosas en perspectiva y no espantarme de nada, creo que yo y mis hermanas, y las Mendoza, y las muchachas García Rebolledo y todas, aunque no nos lo confesáramos ni a nosotras mismas, andábamos de cabeza por él; si una noche hubiera llegado a mi casa para decirme: "Ándele, güera, vaya empacando sus trapos que ahí afuera nos espera el caballo para jalar al monte, ándele, ándele", o cualquier ordinariez por el estilo, me habría ido con él, con todo y el respeto que guardé siempre a mis padres, y el que le he tenido a Cosme, y el que he guardado toda la vida a mi honra y buen nombre, me habría ido con él, habría sido su soldadera, su puerca, su escopeta, y aunque a los pocos días me hubiera abandonado me habría sentido colmada, porque era un ángel, un sol, Una profundidad, un demonio; nunca vi, ni antes ni después, otro hombre que se le pareciera; era un ángel con cara de Caín. Lo odiábamos por lo que representaba, pero no podíamos dejar de advertir que sus ojos eran los de un iluminado. A las pocas semanas no se preocupaban en tener el menor recato; hacían frecuentes paseos, por lo general al campo; no nos cansábamos de admirar su frescura y desvergüenza cuando los encontrábamos caminando parias alrededores. Las cosas llegaron a tal extremo de impudicia que doña Victoria Fraga, asistida por el consenso público, fue a hablarle y a exigirle que modificaran su conducta. Amelia no se inmutó; salió con la nueva de que el general Rubio y ella eran amigos de infancia, que hasta los unía un lejano parentesco -se parecían, eso es cierto, se parecían muchísimo- y que por lo tanto no tenía que moderar ninguna conducta; sus actos eran los de una vieja amiga, prima además, y que como el general se encontraba desamparado, así dijo, ¿lo puede usted creer?, ¡desamparado!, en un pueblo tan oscuro y de gente tan aburrida, se sentía en la obligación de hacerle lo más grata que fuera posible su estancia. Doña Victoria le respondió que se alegraba muchísimo, que perdonara su error, y ya que el general era su primo Julián no tendría problemas para volver a casa. Amelia la dejó casi con la palabra en la boca, comenzó a quejarse de su bendito reuma y de los dolores que le ocasionaba, y lo necesario que le era el reposo. No obstante que la época nos había acostumbrado a que cualquier cosa nueva tenía por fuerza que ser terrible, nadie se esperaba un desenlace tan estrambótico y siniestro. Cuando Madero llegó a la presidencia, Rubio fue nombrado jefe militar de la zona; luego, la verdad es que no me explico qué ocurrió, estos rebeldes y los maderistas entraron en pugna, no lo sé bien, no me interesa, lo cierto es que se hizo público que Rubio había sido desconocido en su cargo y que las fuerzas gubernamentales tomarían la población Otra vez la zozobra, otra vez el miedo al imaginar que nuestras calles, nuestras casas, serían el escenario en que habían de desarrollarse los combates, hasta que nos enteramos que Rubio no opondría resistencia a las tropas del gobierno, que evacuaría San Rafael por la paz. Se decía que Amelia saldría con él, que dejaría para siempre casa, marido e hijos. Y así fue. La madrugada en que salió la tropa, la Otero abandonó San Rafael. Pero a los tres días, para nuestro asombro, regresaron ambos; a llevarse algo, pensamos, seguramente dinero, o las joyas de Amelia, o a volver a ver a los niños. Fue un anochecer. Dejaron los caballos en la alameda, caminaron a lo largo de la calle mayor, iban como perturbados, como ebrios, uno aliado del otro sin siquiera tomarse la mano. Todos pudimos verlos; las calles bullían de gente que comentaba la situación en que nos encontrábamos; se iban unos, pero estaban otros por llegar cuya crueldad nadie conocía. Amelia y Rubio caminaron sin vemos, sin reconocemos, agobiados, hasta llegar al parque donde él se desplomó en una banca, como si ya no pudiera más, pero ¿por qué?, ¿qué había pasado? Ni en el cine he visto una escena como aquélla: Rubio sentado en la banca con la cara entre las manos, ella, de pie, demacrada, martirizada, perdida. Unos minutos después lo tomó de la mano como a un niño, como a un hermano pequeño, y siguieron caminando hasta llegar a su casa. En esos momentos no estaba sine Concha; ella es la única que podría dar un testimonió veraz de la tragedia, aunque como le he dicho, joven, jamás se le ha podido sacar una palabra; es terca como una mula y no sabe sino responder que no oyó ni vio ni supo nada; que lo que allí pasó a ella no le importa, ni a nadie. Cuando se oyeron los disparos nadie les dio importancia, en aquel entonces los balazos eran el pan nuestro de cada día. A la mañana siguiente, Concha salió a comprar el ataúd. Todo el mundo estaba consternado y sin saber a ciencia cierta cómo proceder, pues hasta que no negaran los destacamentos maderistas pasamos por momentos rarísimos, sin autoridades, sin tribunales, sin gendarmería siquiera, así que lo único que nos cupo fue dejamos invadir por el horror y esperar las aclaraciones que jamás se nos dieron. Esa misma tarde, sin autopsia, sin que nadie tratara de impedido, el general Rubio fue sepultado. A las toscas manos de Concha correspondió el honor de echar el último puñado de tierra al hombre que convirtió a nuestra Amelia en una adúltera y una criminal. No salió, de su casa sino hasta muchos días después, cuando las nuevas autoridades ordenaron su aprehensión. Para nuestra desdicha no pudimos sacar nada en claro. El proceso fue secretísimo y parece que nada quedó apuntado. El licenciado Bustamante, que venía con los maderistas, le dijo un día a mi cuñado Laureano que aquél era el caso más interesante que había juzgado en su vida.