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De pronto doña Carlota dejó de hablar. Algo visto a través de la ventana la sacó de aquella abstracción de médium en que se había mantenido a lo largo del relato. Me asomé yo también.

Una figura grotesca cruzaba la calle.

– Es ella -murmuró-. llevaba un vestido de principios de siglo, de grueso género verde; la cola larga y fluida parecía atorarla a cada momento a los guijarros de la calle, haciendo más penosa aún la marcha; un mantón desteñido y marchito se enredaba, con torpe gracia, a su cuello; se apoyaba al caminar en un bastón tosco de madera con puño amarillo; el cabello, desastrosamente teñido con reminiscencias de yodo, estaba recogido en la parte superior en una informe madeja. Parecía absurdo suponer que aquella estrambótica criatura, ridícula y grotesca, hubiera podido protagonizar un drama pasional tan intenso; pero cuando se acercó y pude contemplar sus ojos quedé sobrecogido. En ellos estaba fija una mirada salvaje y tierna que se paseaba por todos los registros e la pasión, y que de modo impresionante podía traslucirlos todos a la vez, de la ferocidad más animal a la más piadosa de las ternuras, del arrojo más decidido al más conmovedor de los temes.

Nunca más volví a San Rafael. Amelia Otero debe haber muerto; también Concha Ramírez, Su fiel sirvienta, y doña Carlota, la obsesiva relatora. Es posible que a la muerte de Amelia se hubiesen podido al fin conocer los pormenores de su tragedia, que hayan surgido cartas, papeles, diarios, pero también es posible que a nadie le hubiera ya interesado leer aquellos documentos. Muertos sus contemporáneos, moría su historia. Tal vez en la planta baja de su casa, los Alarcón -gente de afuera hayan abierto ya una discoteca.

México, 1957

La pantera

El sentimiento de aterrada ternura que su aparición me produjo fue la magia que más decisivamente penetró en mi niñez. Nada conocí que confundiera de tan cabal manera lo grandioso con lo bestial. En las noches siguientes imploré, casi con lágrimas, su presencia. Mi abuela repetía hasta la saciedad que de tanto jugar a los bandidos acababa por soñarlos y en efecto, sucedió que después de incesantes juegos en que la persecución y el simulacro de la villanía eran los únicos ingredientes, el coraje y la sangre visitaron mis noches. En aquel tiempo, por otra parte, ir al cine se reducía a ver una sola película con ligeras variantes de función a función: el invariable tema lo proporcionaba la ofensiva aliada en contra de las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite habíamos visto caer los obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego, la penumbra de los refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos raros y grandes, casas sin fachadas, y el mechón de Verónica Lake, impasible frente a la metralla nipona en tanto que un grupo de heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi alcoba, y que una multitud de cuerpos mutilados, cráneos de enfermeras, colegios y hospitales en llamas me lanzaran a la vigilia y a buscar protección en el cuarto de mi hermano.

Con plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie, ni siquiera a mí mismo, divertían. El acostumbrado antagonismo entre policías y ladrones o entre aliados y alemanes fue sustituido por el de otros fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras atacaban a los nativos, juegos de cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y rabia al ser perseguidas por los cazadores, juegos donde las panteras combatían encarnizada-mente con los caníbales. Pero ni eso, ni la contemplación reiterada de películas de la selva hicieron posible que la visión se repitiera.

Su imagen persistió en mí durante una temporada que ahora imagino bastante larga, aunque con dolor tuve que ir comprobando que la imagen se hacía cada día más endeble, que mansamente se le diluían los rasgos. El tiempo, que no es otra cosa que un flujo zigzagueante de olvidos y recuerdos, anula, en definitiva, la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria. Senda urgencia de volver a verla para escuchar el mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir. La noche en que apareció, después de trazar un gracioso rodeo alrededor de un sillón, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspirara, las cerró nuevamente con un dejo de agraviada tristeza. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido. Durante días y días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba con dureza el haber podido imaginar que aquel gracioso animalillo tuviese intenciones de devorarme. Si su mirada era amable, tierna, suplicante, y su hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre, para la caricia y el juego.

Nuevas e ineludibles horas vinieron a sustituir a aquéllas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había sido mi constante pasión. No solamente llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar ya con precisión la causa que los originara. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme en el cultivo de la letra y en el difícil manejo de los colores y las líneas.

Triviales, soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados, engañosos y sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la noche de ayer, en que sorpresivamente, como en aquel sueño infantil y bárbaro, volví a escuchar el ruido de un objeto que caía en la habitación contigua. Lo irracional que cabalga siempre dentro de nosotros, adquiere en determinados momentos un galope tan enloquecido y aterrador, que cobardemente apelamos (llamándole razón) a ese solemne conjunto de normas con que intentamos reglamentar la existencia, a esos vacuos convencionalismos y autoengaños con que se pretende detener el vuelo de nuestras intuiciones y vivencias más profundas. Así, aun dentro del sueño, traté de apelar a una explicación racional, arguyendo que el ruido lo habría producido la entrada de un gato que a menudo entraba a dar cuenta de los desperdicios de la cocina. Soñé que reconfortado por esa aclaración volvía a dormir para despertar poco después, al percibir con toda claridad, cerca de mí, sus pasos. Frente al lecho, contemplándome entre divertida y melancólica estaba ella. Recordé en el sueño la visión anterior, los años transcurridos habían logrado modificar únicamente el marco. Ya no existían los muebles pesados de nogal, ni el soberbio candil de bronce que por un privilegio especial mi abuela había hecho colocar sobre mi cama, ni el gigantesco ropero adosado a la pared; sólo mi expectación y la pantera permanecían inmutables, cual si entre ambas noches hubiesen transcurrido solamente unos breves segundos. La alegría, confundida con un leve temor, me penetró. Recordé minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento y azorado esperé su mensaje.