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– Está bien, niño.

– Está recién pintada, y las llantas son nuevas -se atrevió a decir Manolo.

– Está bien, niño -dijo Miguel, permaneciendo en cuclillas, y sin alzar la cabeza.

Manolo lo observaba: sus cabellos negros y brillantes estaban perfectamente bien peinados. Sabía que le sería imposible regatear, y que aceptaría cualquier suma de dinero, aunque no fuese lo suficiente para el saco de corduroy. Sólo le interesaba terminar con el asunto lo más rápido posible. Estaba en un aprieto, pero Miguel no parecía darse cuenta de ello: continuaba examinando detenidamente la bicicleta.

– Sabes, niño -dijo-, a mí me va a servir para trabajar.

– Todos dicen que está como nueva, Miguel.

– Está bien, niño -asintió. Continuaba en cuclillas, y hablaba sin alzar la mirada-. ¿El precio?

– Doscientos cincuenta soles -dijo Manolo, con voz temblorosa. «Se la regalaría», pensó pero sabía que luego sería imposible comprar el saco de corduroy.

Miguel se incorporó. Nada en su rostro indicaba si estaba o no de acuerdo con el precio. Permanecía mudo. Miraba, ahora, hacia el techo, y Manolo sentía que eso ya no podía durar un minuto más.

– Está bien -dijo Miguel. Introdujo la mano en el bolsillo posterior del pantalón, sacó una viejísima billetera negra. Al hacerlo, dejó caer su peine sobre el suelo, y Manolo se agachó instintivamente para recogerlo.

– Gracias -dijo Miguel, mientras recibía con una mano el peine, y entregaba el dinero con la otra.-. Gracias niño.

– Ya me estaba cansando de tanto caminar.

No encontraban las palabras necesarias para concluir. Era Miguel, ahora, quien tenía la bicicleta cogida por el timón, mientras Manolo buscaba alguna fórmula para liquidar el asunto. Fue en ese momento que ambos miraron hacia el mismo rincón, y que sus ojos coincidieron sobre una vieja pelota de fútbol, desinflada y polvorienta. Manolo se lanzó sobre la puerta del garaje, abriéndola para que Miguel saliera por allí. Sus ojos se encontraron un instante, pero luego, cuando se despidieron, uno miraba a la bicicleta, y el otro hacia la calle. «Y ahora, a Lima», pensó Manolo, y esa misma tarde compró el saco de corduroy marrón.

Sábado en el espejo de su dormitorio. Sábado en su mente, y sábado en su programa para esa tarde. El espejo le mostraba qué bien le quedaban su saco de corduroy marrón, su pantalón de franela gris, su camisa color verde oscuro, y su pañuelo guinda en el cuello (él creía que era de seda). Alguien diría que era demasiado para sus catorce años, pero no era suficiente para su felicidad.

– ¡Manolo! -llamó su madre-. Tus amigos te esperan en la puerta.

– ¡Ya voy! -gritó, mientras se despedía de Manolo en el espejo. Corrió hasta la escalera, y bajó velozmente hasta la puerta de calle.

Sus amigos lo esperaban impacientes. De pronto, la puerta se abrió, y apareció para ellos Manolo, con su confianza en el saco de corduroy marrón, y su sonrisa de colegial en sábado.

– Apúrate -dijo uno de los amigos.

– Kermesse en el Raimondi -añadió otro.

– Irán también chicocas del Belén. Apúrate.

Sábado.

El camino es así

(Con las piernas, pero también con la imaginación)

Todo era un día cualquiera de clases, cuando el hermano Tomás decidió hacer el anuncio: «El sábado haremos una excursión en bicicleta, a Chaclacayo». Más de treinta voces lo interrumpieron, gritando: «Rah». «¡Silencio! Aún no he terminado de hablar: dormiremos en nuestra residencia de Chaclacayo, y el domingo regresaremos a Lima. Habrá un ómnibus del colegio, para los que prefieran regresar en él. ¡Silencio! Los que quieran participar, pueden inscribirse hasta el día jueves.» Era lunes. Lunes por la tarde, y no se hace un anuncio tan importante en plena clase de geografía. «¡Silencio!, continúo dictando, la meseta del Collao es… ¡Silencio!»

Era martes, y alumnos de trece años venían al colegio con el permiso para ir al paseo, o sin el permiso para ir al paseo. Algunos llegaban muy nerviosos: «Mi padre dice que si mejoro en inglés, iré. Si no, no». «Eso es chantaje.» El hermano Tomás se paseaba con la lista en el bolsillo, y la sacaba cada vez que un alumno se le acercaba para decirle: «Hermano, tengo permiso. Tengo permiso, hermano».

Miércoles. «Mañana se cierran las inscripciones.» El amigo con permiso empieza a inquietarse por el amigo sin permiso. Era uno de esos momentos en que se escapan los pequeños secretos: «Mi madre dice que ella va a hablar con mi papá, pero ella también le tiene miedo. Si mi papá está de buen humor… Todo depende del humor de mi papá». (Es preciso ampliar, e imaginarse toda una educación que dependa «del humor de papá»). Miércoles por la tarde. El enemigo con permiso empieza a mirar burlonamente al enemigo sin permiso: «Yo iré. Él no». Y la mirada burlona y triunfal. Miércoles por la noche: la última oportunidad. Alumnos de trece años han descubierto el teléfono: sirve para comunicar la angustia, la alegría, la tristeza, el miedo, la amistad. El colegio en la línea telefónica. El colegio fuera del colegio. Después del colegio. El colegio en todas partes.

– ¿Aló?

– Juan?

– He mejorado en inglés.

– Irás, Juan. Iremos juntos. Tu papá dirá que sí. Le diré a mi papá que hable con el tuyo. Iremos juntos.

– Sí. Juntos.

– Yo siempre le hablo a mis padres de ti. Ellos saben que eres mi mejor amigo -un breve silencio después de estas palabras. Ruborizados, cada uno frente a su teléfono, Juan y Pepe empezaban a darse cuenta de muchas cosas. ¿Hasta qué punto esa posible separación los había unido? ¿Por qué esas palabras: «Mi mejor amigo»? La angustia y el teléfono.

– Mi padre llegará a las ocho.

– Te vuelvo a llamar. Chao.

Miércoles, aún, por la noche. Alegría y permiso. Tristeza porque no tiene permiso. Angustia. Angustia terrible porque quiere ir, y su padre aún no lo ha decidido.

– ¿Aló?

– ¿Octavio? No, Octavio. No me dejan ir.

«Yo también me quedo. Tengo permiso, pero no iré…», pensó Octavio.

– Si prefieres mi bicicleta, puedes usarla.

– Usaré la mía -fue todo lo que se atrevió a decir.

– Chao.

Jueves. Van a cerrar las inscripciones. Tres nombres más en la lista. Las inscripciones se han cerrado. Nueve no van. Van veinticinco. El hermano Tomás, ayudado por un alumno de quinto de media, tendrá a su cargo la excursión. «¡Rah!» El hermano Tomás es buena gente. Instrucciones: un buen desayuno, al levantarse. Reunión en el colegio a las ocho de la mañana. Llevar el menor peso posible. Llevar una cantimplora con jugo de frutas para el camino. Llegaremos a Chaclacayo a la hora del almuerzo. «¡Rah!»

Jueves: aún. Ya no se habla de permisos. Todo aquello pertenece al pasado, y son los preparativos los que cuentan ahora. «Afilar las máquinas.» Alumnos de trece años consultan y cambian ideas. Piensan y deciden. Se unen formando grupos, y formando grupos se desunen. «Tengo dos cantimploras: te presto una.» Pero, también: «Mi bicicleta es mejor que la tuya. Con ésa no llegas ni a la esquina». Víctor ha traído un mapa del camino. ¡Viva la geografía!

Pero es jueves aún. Todo está decidido. Las horas duran como días. Jueves separado del sábado por un inmenso viernes. Un inmenso viernes cargado de horas y minutos. Cargado de horas y minutos que van a pasar lentos como una procesión. En sus casas, veinticinco excursionistas, con las manos sucias, dejan caer gotas de aceite sobre las cadenas de sus bicicletas. Las llantas están bien infladas. El inflador, en su lugar.

Viernes en el timbre del reloj despertador: unas sábanas muy arrugadas, saliva en la almohada, y una parte de la frazada en el suelo, indican que anoche no se ha dormido tranquilamente. Se busca nuevamente la almohada y su calor, pero se termina de pie, frente a un lavatorio. Agua fresca y jabón: «Hoy es viernes». Una mirada en el espejo: «La excursión». El tiempo se detiene, pesadamente.

Viernes en el colegio. Este viernes se llama vísperas. Imposible dictar clase en esa clase. El hermano Tomás lo sabe, pero actúa como si no lo supiera. «La disciplina», piensa, pero comprende y no castiga. Hacia el mediodía, ya nadie atiende. Nadie presta atención. Los profesores hablan, y sus palabras se las lleva el viento. El reloj, en la pared de la clase, es una tortura. El reloj, en la muñeca de algunos alumnos, es una verdadera tortura. Un profesor impone silencio, pero inmediatamente empiezan a circular papelitos que hablan en silencio: «Voy a sacarle los guardabarros a mi bicicleta para que pese menos». Otro papelito: «Ya se los saqué. Queda bestial».

Todo está listo, pero recién es viernes por la tarde. Imposible dictar clase en esa clase. El hermano Tomás lo sabe, pero actúa como si no lo supiera. Las horas se dividen en minutos; los minutos, en segundos. Los segundos se niegan a pasar. ¡Maldito viernes! Esta noche se dormirá con la cantimplora al lado, como los soldados con sus armas, listos para la campaña. Pero aún estamos en clase. ¡Viernes de mierda! Barullo e inquietud en esa clase. El hermano Tomás se ha contagiado. El hermano Tomás es buena gente y ha sonreído. ¡Al diablo con los cursos! «Aquí hay un mapa.» El hermano Tomás sonríe. Habla, ahora del itinerario: «Saldremos hacia la carretera por este camino…».

Suena el despertador, y muchos corren desde el baño para apagarlo. ¡Sábado! El desayuno en la mesa, jugo de frutas en la cantimplora, y la bicicleta esperando. Hoy todo se hace a la carrera. «Adiós.»

Veinticinco muchachos de trece años. Veinticinco bicicletas. De hermano, el hermano Tomás sólo tiene el pantalón negro: camisa sport verde, casaca color marrón, y pelos en el pecho. El hermano Tomás es joven y fuerte. «Es un hombre.» Veintiséis bicicletas con la suya. Veintisiete con la de Martínez, alumno del quinto año de media que también parte. «Ocho de la mañana. ¿Estamos todos? Vamos.»

Cinco minutos para llegar hasta la avenida Petit Thouars. Por Petit Thouars, desde Miraflores hasta la prolongación Javier Prado Este. Luego, rumbo a la Panamericana Sur y hacia el camino que lleva a la Molina. Por el camino de la Molina, hasta la carretera central, hasta Chaclacayo. Más de treinta kilómetros, en subida. «Allá vamos.»

Una semana había pasado desde aquel día. Desde aquel sábado terrible para Manolo… Aquel sábado en que todo lo abandonó, en que todo lo traicionó. El profesor de castellano les había pedido que redactaran una composición: «Un paseo a Chaclacayo», pero él no presentó ese tema. Manolo se esforzaba por pensar en otra cosa. Imposible: no se olvida en una semana lo que tal vez no se olvidará jamás.