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Se veía en el camino: las bicicletas avanzaban por la avenida Petit Thouars, cuando notó que le costaba trabajo mantenerse entre los primeros. Empezaba a dejarse pasar, aunque le parecía que pedaleaba siempre con la misma intensidad. Llegaron a la prolongación Javier Prado Este, y el hermano Tomás ordenó detenerse: «Traten de no separarse», dijo. Manolo miraba hacia las casas y hacia los árboles. No quería pensar. Partieron nuevamente con dirección a la Panamericana Sur. Pedaleaba. Contaba las fachadas de las casas: «Ésta debe tener unos cuarenta metros de frente. Ésta es más ancha todavía». Pedaleaba. «Estoy a unos cincuenta metros de los primeros.» Pero los de atrás eran cada vez menos. «Las casas.» Le fastidió una voz que decía: «Apúrate, Manolo», mientras lo pasaba. Sentía la cara hirviendo, y las manos heladas sobre el timón. Lo pasaron nuevamente. Miró hacia atrás: nadie. Los primeros estarían unos cien metros adelante. Más de cien metros. Miró hacia el suelo: el cemento de la pista le parecía demasiado áspero y duro. Presionaba los pedales con fuerza, pero éstos parecían negarse a bajar. Miró hacia adelante: los primeros empezaban a desaparecer: «Algunos se han detenido en un semáforo». Pedaleaba con fuerza y sin fuerza; con fuerza y sin ritmo. «Mi oportunidad.» Se acercaba al grupo que continuaba detenido en el semáforo. «El hermano Tomás.» Pedaleaba. «Luz verde. ¡Mierda!» Partieron, pero el hermano Tomás continuaba detenido. Lo estaba esperando.

– ¿Qué pasa, Manolo?

– Nada, hermano -pero su cara decía lo contrario.

– Creo que sería mejor que regresaras.

– No, hermano. Estoy bien -pero el tono de su voz indicaba lo contrario.

– Regresa. No llegarás nunca.

– Hermano…

– No puedo detenerme por uno. Tengo que vigilar a los que van delante. Regresa. Vamos, quiero verte regresar.

Manolo dio media vuelta a su bicicleta, y empezó a pedalear en la dirección contraria. Pedaleaba lentamente. «Ya debe haberse alejado. No me verá.» Había tomado una decisión: llegar a Chaclacayo. «Aunque sea de noche.» Cambió nuevamente de rumbo. Pedaleaba. «Ya me las arreglaré con el hermano Tomás; también con los de la clase.» Se sentía bastante mejor, y le parecía que solo estaría más tranquilo. Además, podría detenerse cuando quisiera. Pedaleaba, y las casas empezaban a quedarse atrás. Cada vez había menos casas. «Jardines. Terrenos. Una granja.» El camino empezaba a convertirse en carretera para Manolo. Carretera con camiones en la carretera. «Interprovinciales.» Pedaleaba, y un carro lo pasó veloz. «Carreteras.» Pedaleaba. Alzó la mirada: «Estoy solo».

Estaba en el camino de la Molina. «Es por aquí.» Lo había recorrido en automóvil. No se perdería. Perderse no era el problema. «Mis piernas», pero trataba de no pensar. A ambos lados de la pista, los campos de algodón le parecían demasiado grandes. Miraba también algunos avisos pintados en ¡os muros que encerraban los cultivos: «Champagne Poblete». Los leía en voz alta. «¿Cuántos avisos faltarán para llegar a Chaclacayo?» Pedaleaba. «El Perú es uno de los primeros productores de algodón en el mundo. Egipto. Geografía.» Nuevamente empezó a contar los avisos: «Vinos Santa Marta», pero su pie derecho resbaló por un costado del pedal, y sintió un ardor en el tobillo. Se detuvo, y descendió de la bicicleta: tenía una pequeña herida en el tobillo, bajo la media. No era nada. Descansó un momento, montó en la bicicleta, y le costó trabajo empezar nuevamente a pedalear.

Había llegado a la carretera Central. Eran las once de la mañana, y tuvo que descansar. Descendió de la bicicleta, dejándola caer sobre la tierra, y se sentó sobre una piedra, a un lado del camino. Desde allí veía los automóviles y camiones pasar en una y otra dirección: subían hacia la sierra, o bajaban hacia la costa, hacia Lima. Le hubiera gustado conversar con alguien, pero, a su lado, la bicicleta descansaba inerte. Pensaba en su perro, y en cómo le hablaba, a veces, cuando estaban solos en el jardín de su casa. Cogió una piedra que estaba al alcance de su mano, y vio salir de debajo de ella una araña. Era una araña negra y peluda, y se había detenido a unos cincuenta centímetros a su derecha. La miraba: «Pica», pensó. Vio, hacia su izquierda, otra piedra, y decidió cogerla. Estiró el brazo, pero se detuvo. Volteó y miró a la araña nuevamente: continuaba inmóvil, y Manolo ya no pensaba matarla. Era preciso seguir adelante, pues se hacía cada vez más tarde, y aún faltaba la subida hasta Chaclacayo. «La peor parte.» Se puso de pie, y cogió la bicicleta. Montó, pero antes de empezar a pedalear, volteó una vez más para mirar a la araña: negra y peluda; la araña desaparecía bajo la piedra en que acababa de estar sentado. «No la he matado», se dijo, y empezó a pedalear.

Pedaleaba buscando un letrero que dijera «Vitarte». No recordaba a partir de qué momento había empezado a hablar solo, pero oír su voz en el camino le parecía gracioso y extraño. «Ésta es mi voz», se decía, pronunciando lentamente cada sílaba: «És-ta-es-mi-voz». Se callaba. «¿Es así como los demás la oyen?», se preguntaba. Un automóvil pasó a su lado, y Manolo pudo ver que alguien le hacía adiós, desde la ventana posterior. «Nadie que yo conozca. Me hubieran podido llevar», pensó, pero ése no era un paseo en automóvil, sino un paseo en bicicleta. «Cobarde», gritó, y se echó a pedalear con más y menos fuerza que nunca.

«Te prometo que sólo es hasta Vitarte. Te lo juro. En Vitarte se acaba todo.» Trataba de convencerse; trataba de mentirse, y sacaba fuerzas de su mentira convirtiéndola en verdad. «Vamos, cuerpo.» Pedaleaba y Vitarte no aparecía nunca. «Después de Vitarte viene Ñaña. ¡Cállate idiota!» Avanzaba lentamente y en subida; avanzaba contando cada bache que veía sobre la pista, y ya no alzaba los ojos para buscar el letrero que dijera «Vitarte». Tampoco miraba a los automóviles que escuchaba pasar a su lado. «Manolo», decía, de vez en cuando. «Manolo», pero no escuchaba respuesta alguna. «¡Manolo!», gritó, «¡Manolo! ¡Vitarte!». Era Vitarte. «Ñaña», pensó, y estuvo a punto de caerse al desmontar.

Descansaba sentado sobre una piedra, a un lado del camino. De vez en cuando miraba la bicicleta tirada sobre la tierra. «¿Qué hora será?», se preguntó, pero no miró su reloj. No le importaba la hora. Llegar era lo único que le importaba, sentado allí, agotado, sobre una piedra. El tiempo había desaparecido. Miraba su bicicleta, inerte sobre la tierra, y sentía toda su inmensa fatiga. Volteó a mirar, y vio, hacia su izquierda, tres o cuatro piedras. Una de ellas estaba al alcance de su mano. Miró nuevamente hacia ambos lados, hacia la tierra que lo rodeaba, y una extraña sensación se apoderó de él. Le parecía que ya antes había estado en ese lugar. Exactamente en ese lugar. Se sentía terriblemente fatigado, y le parecía que todo alrededor suyo era más grande que él. Escuchó cómo pronunciaba el nombre de su mejor amigo, aunque sin pensar que ya debería estar cerca de Chaclacayo. No relacionaba muy bien las cosas, pero continuaba sintiendo que había estado antes en ese lugar. Cogió un puñado de tierra, lo miró, y lo dejó caer poco a poco. «Exactamente en este lugar.» A su derecha, al alcance de su mano, había una piedra. Manolo la levantó para ver qué había debajo, y luego, al cabo de unos minutos, la dejó caer nuevamente. Tenía que partir. Era preciso volver a creer que ésta era la última etapa; que Ñaña era la última etapa. Se puso de pie, y se dio cuenta de hasta qué punto estaban débiles sus piernas. Cogió la bicicleta, la enderezó, y montó en ella. Ponía el pie derecho sobre el pedal, cuando algo lo hizo voltear y mirar atrás: «Qué tonto», pensó, recordando que la araña estaba bajo la piedra que le había servido de asiento. Empezó a pedalear, a pedalear…

Pedaleaba buscando un letrero que dijera «Ñaña». Miró hacia atrás, leyó «Vitarte» en un letrero, y sintió ganas de reírse: de reírse de Manolo. Ya no le dolían las piernas. Ahora, era peor: ya no estaban con él. Estaban allá, abajo, y hacían lo que les daba la gana. Eran ellas las que parecían querer reírse por boca de Manolo. «Cojudas», les gritó, al ver que una de ellas, la izquierda, se escapaba resbalando por delante del pedal. «¡Van a ver!» Manolo se puso de pie sobre los pedales, y los hizo descender, uno y otro, con todo el cuerpo, pero la bicicleta empezó a balancearse peligrosamente, y sus manos no lograban controlar el timón. «También ellas se me escapan», pensó Manolo, a punto de perder el equilibrio; a punto de caerse. Se sentó, y empezó a pedalear como si nada hubiera pasado; como si siempre fuera dueño de sus piernas y de sus manos. «No descansaré hasta llegar a Ñaña.» Pero Ñaña estaba aún muy lejos, y él parecía saberlo. «¿Qué hacer?» Se sentía prisionero de unas piernas que no querían llevarlo a ningún lado. No debía ceder. ¿Qué hacer? Las veía subir y bajar: unas veces lo hacían presionando los pedales, pero otras resbalaban por los lados como si se negaran a trabajar. Aquello que pasaba por su mente no llegaba hasta allá abajo, hasta sus piernas. «¡Manolo!», gritó, y empezó nuevamente a ser el jefe. Pedaleaba…

Caminaba. Había decidido caminar un rato, llevando la bicicleta a su lado. Se sentía muy extraño caminando, pero después de la segunda caída, no le había quedado otra solución. Desde la caseta de un camión que pasaba lentamente a su lado, un hombre lo miraba sorprendido. Manolo miró hacia las ruedas del camión, y luego hacia las de su bicicleta. Leyó la placa del camión que se alejaba lentamente, y pensó que tardaría aún en desaparecer, pero que llegaría a Ñaña mucho antes que él. Ya no distinguía los números de la placa. Le costaba trabajo pasar saliva.

«¡Manolo!», gritó. Saltó sobre la bicicleta. Se paró sobre los pedales. Se apoyó sobre el timón. Cerró los ojos, y se olvidó de todo. El viento soplaba con dirección a Lima; soplaba llevando consigo esos alaridos furiosos que en la carretera nadie escucharía: «¡Aaaa! ¡Aaaaaah! ¡Aaaaaaah!».

Estaba caído ante una reja abierta sobre un campo de algodón. A ambos lados de la reja, el muro seguía la línea de la carretera. Detrás suyo, la pista, y la bicicleta al borde de la pista, sobre la tierra. No podía recordar lo que había sucedido. Buscaba, tan sólo, la oscuridad que podía brindarle su cabeza oculta entre sus brazos, contra la tierra. Pero no podía quedarse allí. No podía quedarse así. Trató de arrastrarse, y sintió que la rodilla izquierda le ardía: estaba herido. Sintió también que la pierna derecha le pesaba: al caer, el pantalón se le había enganchado en la cadena de la bicicleta. Avanzaba buscando esconderse detrás del muro, y sentía que arrastraba su herida sobre la tierra, y que la bicicleta le pesaba en la pierna derecha. Buscaba el muro para esconderse, y entró en el campo de algodón. Sabía que ya no resistiría más. Imposible detenerlo. «El muro.» Sus manos tocaron el muro. Había llegado hasta ahí, hasta ahí. Ahí nadie lo podría ver. Nadie lo vería. Estaba completamente solo. Vomitó sobre el muro, sobre la tierra y sobre la bicicleta. Vomitó hasta que se puso a llorar, y sus lágrimas descendían por sus mejillas, goteando sobre sus piernas. Lloraba detrás del muro, frente a los campos de algodón. No había nadie. Absolutamente nadie. Estaba allí solo, con su rabia, con su tristeza y con su verdad recién aprendida. Buscó nuevamente la oscuridad entre sus brazos, el muro, y la tierra. No podría decir cuánto tiempo había permanecido allí, pero jamás olvidaría que cuando se levantó, había al frente suyo, al otro lado de la pista, un letrero verde con letras blancas: «Ñaña».