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Estaba parado frente a la residencia que los padres de su colegio tenían en Chaclacayo. Oscurecía. No recordaba muy bien cómo había llegado hasta allí, ni de dónde había sacado las fuerzas. ¿Por qué esta parte del camino le había parecido más fácil que las otras? Siempre se haría las mismas preguntas, pero se trataba, ahora, de ingresar a la residencia, de explicar su conducta, y de no dejar que jamás «nadie sepa…». A través de las ventanas encendidas, podía ver a sus compañeros moverse de un lado a otro de las habitaciones. Estaban aún en el tercer piso. «Comerán dentro de un momento», pensó. De pronto, la puerta que daba al jardín exterior se abrió, y Manolo pudo ver que el hermano Tomás salía. Estaba solo. Lo vio también coger una manguera y desplazarla hacia el otro lado del jardín. Tenía que enfrentarse a él. Avanzó llevando la bicicleta a su lado.

– Hermano Tomás…

– ¿Tú?

– Llegué, hermano.

– ¿Es todo lo que tienes que decir?

– Hermano…

– Ven. Sígueme. Estás en una facha horrible. Es preciso que nadie te vea hasta que no te laves. Por la puerta falsa. Ven.

Manolo siguió al hermano Tomás hasta una escalera. Subieron en silencio y sin ser vistos. El hermano llevaba puesta su casaca color marrón, y Manolo empezó a sentirse confiado. «Llegué», pensaba sonriente.

– Allí hay un baño. Lávate la cara mientras yo traigo algo para curarte.

– Sí, hermano -dijo Manolo, encendiendo la luz. Se acercó al lavatorio, y abrió el caño de agua fría. Parecía otro, con la cara lavada. Se miraba en el espejo: «No soy el mismo de hace unas horas».

– Listo -dijo el hermano-. Ven, acércate.

– No es nada, hermano.

– No es profunda -dijo el hermano Tomás, mirando la herida-. La lavaremos, primero, con agua oxigenada. ¿Arde?

– No -respondió Manolo, cerrando los ojos. Se sentía capaz de soportar cualquier dolor.

– Listo. Ahora, esta pomada. Ya está.

– No es nada, hermano. Yo puedo ponerme el parche.

– Bien. Pero apúrate. Toma el esparadrapo.

– Gracias.

Manolo miró su herida por última vez: no era muy grande, pero le ardía bastante. Pensaba en sus compañeros mientras preparaba el parche. Era preciso que fuera un señor parche. «Así está bien», se dijo, al comprobar que estaba resultando demasiado grande para la herida. «No se burlarán de mí», pensó, y lo agrandó aún más.

Cuando entró al comedor, sus compañeros empezaban ya a comer. Voltearon a mirarlo sorprendidos. Manolo, a su vez, miró al hermano Tomás, sentado al extremo de la mesa. Sus ojos se encontraron, y por un momento sintió temor, pero luego vio que el hermano sonreía. «No me ha delatado.» Avanzó hasta un lugar libre, y se sentó. Sus compañeros continuaban mirándolo insistentemente, y le hacían toda clase de señas, preguntándole qué le había pasado. Manolo respondía con un gesto de negación, y con una sonrisa en los labios.

– Manolo -dijo el hermano Tomás-, cuando termines de comer, subes y te acuestas. Debes estar muy cansado, y es preciso que duermas bien esta noche.

– Sí, hermano -respondió Manolo. Cambiaron nuevamente una sonrisa.

– ¿Qué te pasó? -preguntó su vecino.

– Nada. Hubo un accidente, y tuve que ayudar a una mujer herida.

– ¿Y la rodilla? -insistió, mientras Manolo se miraba el parche blanco, a través del pantalón desgarrado.

– No es nada -dijo. Conocía a sus compañeros, y sabía que ellos se encargarían del resto de la historia. Hablarían de ello hasta dormirse. «Mañana también hablarán, pero menos. El lunes ya lo habrán olvidado.» Conocía a sus compañeros.

Poco antes de terminar la comida, Manolo vio que el hermano Tomás le hacía una seña: «Anda a dormir, antes de que se te tiren encima con sus preguntas». Obedeció encantado.

Dormía profundamente. Estaba solo en una habitación, que nadie salvo él ocuparía esa noche. Había tratado de pensar un poco, antes de dormirse, pero el colchón, bajo su cuerpo, empezaba a desaparecer, hasta que ya casi no lo sentía. Sus hombros ya no pesaban sobre nada, y las paredes, alrededor suyo, iban desapareciendo en la noche negra e invisible del sueño… Miles de bicicletas se deslizaban fácilmente hacia el sol de Chaclacayo. Se veía feliz al frente de tantos amigos, de tantas bicicletas, de tanta felicidad. El sol se perdía detrás de cada árbol, y reaparecía nuevamente detrás de cada árbol. Estaba tan feliz que le era imposible llevar la cuenta de los amigos que lo seguían. Todos iban hacia el sol, y él siempre adelante, camino del sol. De pronto, escuchó una voz: «¡Manolo! ¡Manolo!» Se detuvo. ¿De dónde vendría esa voz? «Continúen. Continúen», gritaba Manolo, y sus amigos pedaleaban sin darse cuenta de nada. «Continúen.» Buscaba la voz. «Llegaré de noche, pero también mañana brillará el sol.» Buscaba la voz entre unas piedras, a los lados del camino. La escuchó nuevamente, detrás suyo, y volteó: su madre llevaba un prendedor en forma de araña, y el hermano Tomás sonreía. Estaban parados junto a su bicicleta…

Una semana había transcurrido, y ya nadie hablaba del paseo. Manolo se esforzaba por pensar en otra cosa. Imposible: no se olvida en una semana, etcétera.

Las notas que duermen en las cuerdas

Mediados de diciembre. El sol se ríe a carcajadas en los avisos de publicidad.

¡El sol! Durante algunos meses, algunos sectores de Lima tendrán la suerte de parecerse a Chaclacayo, Santa Inés, Los Ángeles, y Chosica. Pronto, los ternos de verano recién sacados del ropero dejarán de oler a humedad. El sol brilla sobre la ciudad, sobre las calles, sobre las casas. Brilla en todas partes menos en el interior de las viejas iglesias coloniales. Los grandes almacenes ponen a la venta las últimas novedades de la moda veraniega. Los almacenes de segunda categoría ponen a la venta las novedades de la moda del año pasado.

«Pruébate la ropa de baño, amorcito.» (¡Cuántos matrimonios dependerán de esa prueba!) Amada, la secretaria del doctor Ascencio, abogado de nota, casado, tres hijos, y automóvil más grande que el del vecino, ha dejado hoy, por primera vez, la chompita en casa. Ha entrado a la oficina, y el doctor ha bajado la mirada: es la moda del escote ecran, un escote que parece un frutero. «Qué linda su Medallita, Amada (el doctor lo ha oído decir por la calle). Tengo mucho, mucho que dictarle, y tengo tantos, tantos deseos de echarme una siestecita.» Por las calles, las limeñas lucen unos brazos de gimnasio. Parece que fueran ellas las que cargaran las andas en las procesiones, y que lo hicieran diariamente. Te dan la mano, y piensas en el tejido adiposo. No sabes bien lo que es, pero te suena a piel, a brazo, al brazo que tienes delante tuyo, y a ese hombro moreno que te decide a invitarla al cine. El doctor Risque pasa impecablemente vestido de blanco. Dos comentarios: «Maricón» (un muchacho de dieciocho años), y «exagera. No estamos en Casablanca» (el ingeniero Torres Pérez, cuarenta y tres años, empleado del Ministerio de Fomento). Pasa también Félix Arnolfi, escritor, autor de Tres veranos en Lima, y Amor y calor en la ciudad. Viste de invierno. Pero el sol brilla en Lima. Brilla a mediados de diciembre, y no cierre usted su persiana, señora Anunciata, aunque su lugar no esté en la playa, y su moral sea la del desencanto, la edad y los kilos…

El sol molestaba a los alumnos que estaban sentados cerca de la ventana.

Acababan de darles el rol de exámenes y la cosa no era para reírse. Cada dos días, un examen. Matemáticas y química seguidas. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Jalarse a todo el mundo? Empezaban el lunes próximo, y la tensión era grande.

Hay cuatro cosas que se pueden hacer frente a un examen: estudiar, hacer comprimidos, darse por vencido antes del examen, y hacerse recomendar al jurado.

Los exámenes llegaron. Los primeros tenían sabor a miedo, y los últimos sabor a Navidad. Manolo aprobó invicto (había estudiado, había hecho comprimidos, se había dado por vencido antes de cada examen y un tío lo había recomendado, sin que él se lo pidiera). Repartición de premios: un alumno de quinto año de secundaria lloró al leer el discurso de Adiós al colegio, los primeros de cada clase recibieron sus premios, y luego, terminada la ceremonia, muchos fueron los que destrozaron sus libros y cuadernos: hay que aprender a desprenderse de las cosas. Manolo estaba libre.

En su casa, una de sus hermanas se había encargado del Nacimiento. El árbol de Navidad, cada año más pelado (al armarlo, siempre se rompía un adorno, y nadie lo reponía), y siempre cubierto de algodón, contrastaba con el calor sofocante del día. Manolo no haría nada hasta después del Año Nuevo. Permanecería encerrado en su casa, como si quisiera comprobar que su libertad era verdadera, y que realmente podía disponer del verano a sus anchas. Nada le gustaba tanto como despertarse diariamente a la hora de ir al colegio, comprobar que no tenía que levantarse, y volverse a dormir. Era su pequeño triunfo matinal.

– ¡Manolo! -llamó su hermana-. Ven a ver el Nacimiento. Ya está listo.

– Voy -respondió Manolo, desde su cama.