Hoy no la he visto pasar sin mirarme. Amor amor amor. Volverás. Vuelve amor vuelve. Con seguridad de amor. Vuelve amor. Porque no la he visto pasar sin mirarme y voy a pedir un café y no me estoy muriendo. Vuelve amor sentir amor amar sentir. Antes. Como antes. Luchar por amar y no culos. Verla pasar amar. No culos. Sentir amor. Me ve. No me mira. Me ve. Vuelve amor. Café café. Nervios. Nervioso. Ya debe haber pasado. No se había parado a esperarla, y de acuerdo con su reloj ya debería haber pasado. Las cosas mejoraban: había sufrido un poco al no verla. Estaba optimista. Quería amarla como amaba antes; como había amado antes. «Es posible», se decía. «Es posible», y recordaba que una vez se había desmayado al ver una muchacha demasiado todo lo bueno para ser verdad. «Es posible.» Desde su mesa, en un café de las Galerías Boza, Manolo veía a Marta que se acercaba sonriente. «Marta la fea. Inteligente. Debería quererla. No.» Marta conocía a Manolo; conocía también a América, y había aceptado presentársela. Pero antes quería hablarle; aconsejarlo. Hablar al viento.
– Siéntate, Marta.
– Ya debe haber pasado.
– Hace cinco minutos. ¿Un café?
– Bueno, gracias. ¿Y, Manolo?
– ¿Mañana?
– Estás loco, Manolo -dijo Marta, con voz maternal-. No sabes en lo que te metes.
– La quiero, Marta. La quiero mucho.
– No la conoces.
– Pero estoy seguro de lo que digo. No te rías, pero yo tengo una especie de poder, una cierta intuición. No sé cómo explicarte, pero cuando veo una cara que me gusta así, adivino todo lo que hay dentro. Ya sé cómo es América. Me la imagino. La presiento.
– Y te arrojas a una piscina sin agua. Ya lo has hecho.
– Tú y tus fórmulas.
– Ya lo has hecho.
– Era otra cosa.
– Terco como una mula -dijo Marta-. Te la voy a presentar. Después de todo, ¿por qué no? Allá tú.
– ¡Gracias, Marta! ¡Gracias!
– Pero es preciso que te diga que América es todo lo contrario de una chica inteligente.
– Uno no quiere a una persona porque es inteligente -dijo Manolo, desviando la mirada al darse cuenta de que había metido la pata.
– ¿Y con el cuerpazo de América? ¿Tú crees que eso es amor?
– ¡Nada de eso! -exclamó Manolo, fastidiado al comprobar que su mano no temblaba mientras cogía la taza de café-. Nada de eso. Sus ojos. Su cara maravillosa.
– Y esa blusita de su hermana menor…
– ¡Nada de eso! Como antes.
– ¿Como qué antes?
– No podría explicártelo -dijo Manolo-, pero tú comprendes.
– Me imagino que yo debo comprender todo.
Estas últimas palabras, pronunciadas con cierta tristeza y resignación, lo dejaron pensativo. Recordaba las veces que Marta lo había invitado a tomar té a su casa. ¡Cuántas veces le había mandado entradas para el teatro, o para el cine? ¿Y él? ¿Qué había hecho él por Marta? Era la primera vez que la invitaba y la invitaba para que le presentara a otra chica. «Hay dos tipos de mujeres», pensó: «las que uno ama, y las Martas. Las que lo comprenden todo». La miró: bebía su café en silencio. Una sola palabra suya, y la hubiera hecho feliz; la hubiera pasado al grupo de las que uno ama. Pero Manolo había nacido mudo para esas palabras. «Si un día termino con América, pensó. «América. América. Las piernas de América. No. No. Los ojos de América.»
– Toda la vida andas sin plata -dijo Marta. Y anunció-: A América le gustan los muchachos que gastan plata.
– No importa -dijo Manolo-. Vive en Chaclacayo, y allá no hay en que gastar la plata. Sólo hay que gastar en cine o en helados, y tan pelado no estoy.
– ¿Y qué vas a hacer con lo del automóvil? -le preguntó, mirándolo fijamente para observar su reacción-. ¿Te vas a comprar uno? Sin automóvil ni te mirará.
– Gracias por llamarla puta -dijo Manolo, indignado.
– No la he llamado eso. Ni siquiera lo he pensado, pero América es una chica alocada, y ya te dije que no es inteligente.
– Confío en mi suerte, y en mi imaginación.
– ¿En tu imaginación?
– Ya verás -dijo Manolo, sonriente-. Si supieras todo lo que se me está ocurriendo.
– Veremos. Veremos.
– Mañana me la presentas. Será cosa de un minuto. Después, todo corre por mi cuenta.
– Mañana no puedo, Manolo -dijo Marta-. Tengo cita con el oculista. Parece que además de todo me van a poner anteojos.
– ¿Entonces, cuándo? -preguntó Manolo, fingiendo no haber escuchado las últimas palabras de Marta.
– Pasado mañana. Espérame en la puerta del cine San Martín.
– Tú te encuentras con ella, y luego yo paso como quien no quiere la cosa. Me llamas, y ya está.
– No te preocupes -dijo Marta-. Será como tú quieras. Será fácil retenerla para que puedas conversar un rato con ella.
– Sí. Sí. Tengo que ganar tiempo. Pronto empezarán los exámenes finales, y ya no vendrá a clases.
– Te pasarás el verano en Chaclacayo.
– ¡El verano es mío! -exclamó Manolo, sonriente-. Eres un genio, Marta.
– Bueno, Manolo. Este genio se va.
– No te vayas -dijo Manolo, satisfecho al darse cuenta de que la partida de Marta lo apenaba-. Vamos al cine.
– No hay una sola película en Lima que yo no haya visto -dijo Marta, con voz firme.
Manolo se puso de pie para despedirse de ella. Había comprendido el mensaje que traían sus últimas palabras, y sabía que era inútil insistir. Como de costumbre, Marta había «olvidado» su paquete de cigarrillos para que Manolo lo pudiera coger. No sabía que decirle. Le extendió la mano.
– Adiós, Manolo. Hasta pasado mañana.
– Adiós, Marta.
– ¿Vendrás mañana a verla pasar? -preguntó Marta.
– Es el último día que pasa sin conocerla -respondió Manolo-. ¿Tú crees que me voy a negar ese placer?
– Loco.
– Sí, loco -repitió Manolo, en voz baja, mientras Marta se alejaba. No era su partida lo que lo entristecía, sino el darse cuenta de que ya no tendría con quién hablar de América. Llamó al mozo del café y le pagó. Luego, caminó hasta la calle Boza, y se detuvo a contemplar la vereda por donde diariamente pasaba América hacia la bodega de sus padres. «Sus caderas. No. No. Sus ojos. Mañana.»
América salía del colegio a las cinco de la tarde, y él salía de la Universidad a las cinco de la tarde. Pero ella tenía que tomar el ómnibus, y en cambio él estaba cerca de la Plaza de San Martín. Caminaba lentamente y estudiando las reacciones de su cuerpo: «Nada». Se acercaba a la Plaza San Martín, y no sentía ningún temblor en las piernas. El pecho no se le oprimía, y respiraba con gran facilidad. No estaba muñequeado. Encendió un cigarrillo, y nunca antes estuvo su mano tan firme al llevar el fósforo hacia la boca. Llegó a la Plaza San Martín, y se detuvo para contemplar, allá, al frente, el lugar en que la esperaba todos los días. Vio llegar uno de los ómnibus de la avenida Arequipa, y no sintió como si se fuera a desmayar. «Todavía es muy temprano», se dijo, arrojando el cigarrillo, y cruzando la plaza hasta llegar a la esquina de la calle Boza. Se detuvo. Desde allí la vería bajar del ómnibus, y caminar hacia éclass="underline" como siempre. Se examinaba. Le molestaba que América supiera que la miraba. Hacía tanto tiempo que la miraba, que ya tenía que haberse dado cuenta. «¿Y si se hace la sobrada? ¿Si Marta no viene mañana? ¿Si me deja plantado? ¿Si cambia de idea? ¿Si decide no presentármela?» Estas preguntas lo mortificaban. «Te quiero, América.» Sintió que la quería, y sintió también un ligero temblor en las piernas. Sin embargo, no sintió que perdía los papeles al ver que América bajaba del ómnibus, y eso le molestó: perder los papeles era amor para Manolo. América avanzaba. Distinguía su blusa blanca entre el chalequillo abierto de uniforme. Sus zapatos marrones de colegiala. Su melena castaña rojiza de domadora de fieras. Avanzaba. Veía ahora el bulto de sus senos bajo la blusa blanca. Los botones dorados del uniforme. Se acercaba, y Manolo no le quitaba los ojos de encima… Linda. Linda. Linda. Te quiero tanto. Te siento. Cerca. Más cerca. Yo te quiero tanto. Cigarrillo. ¿En qué momento encendido? Sus ojos. Buenas piernas. Pero sus ojos. La blusa. Marta. ¡Mierda! Mañana mañana ven ven. La falda con las caderas. Piernas. La quiero. Como antes. Y América estaba a su lado. Pasaba a su lado, y su blusa se abultaba cada vez más al pasar de perfil, y ya no estaba allí, y él no volteó para no verle el culo, y porque la quería.
– ¡Manolo! -llamó una voz de mujer, desde atrás. Manolo sintió que se derrumbaba. Le costó trabajo voltear.
– ¡Marta! -exclamó, asombrado. Marta estaba con América.
– ¡Qué ha sido de tu vida, Manolo? ¿Qué haces allí parado?
– Espero a un amigo.
– Ven, acércate -dijo Marta, sonriente-. Quiero presentarte a una amiga.
– Mucho gusto -dijo Manolo, acercándose y extendiendo la mano para saludar a América.
Era una mano áspera y caliente, y Manolo no sabía en que parte del cuerpo había sentido un cosquilleo. América, ahí, delante suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y hermosa. El uniforme no le quedaba tan estrecho, pero era como si le quedara muy estrecho. Esa piel morena, ahí, delante suyo, era como la tierra húmeda, y el hubiera querido tocarla. Marta sonreía confiada, pero a Manolo le parecía que era una mujer insignificante y la odiaba. América también sonreía, y Manolo hubiera querido coger esa cabellera larga; esas crines de muchacha malcriada y sucia que no se peinaba para fastidiar a los hombres. Y su blusa se inflaba cuando sonreía, y a Manolo le parecía que sus senos se le acercaban, y era como si los fuera a emparar.
– Vamos a tomar una Coca-Cola -dijo Marta.
– No puedo -dijo América-. Mis padres me esperan en la tienda (ella no la llamaba bodega).