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– Yo tampoco -dijo Manolo-. Tengo que esperar a mi amigo (mentía porque quería huir).

– ¿Cuándo empiezan tus exámenes, América? -preguntó Marta tratando de retenerla.

– Dentro de veinte días -respondió-. No sé cómo voy a hacer. No sé nada de nada.

– En quinto de media no se jalan a nadie -dijo Manolo.

– ¿Tú crees? Ojalá.

– No te preocupes, América -dijo Manolo-. Ya verás cómo no se jalan a nadie.

– Y después, ¿qué piensas hacer?

– Nada. Descansar.

– ¿Te quedas en Chaclacayo?

– Sí. ¿Qué voy a hacer? Es muy aburrido en verano, pero ¿qué voy a hacer?

– Todo el mundo se va a la playa -dijo Manolo.

– Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.

– ¿Y la piscina de Huampaní? -preguntó Manolo.

– Es el último recurso, aunque a veces vienen amigos con carro y me llevan a la playa.

– Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo -dijo Manolo, ante la mirada de asombro de Marta, que sabía que estaba mintiendo-. Tiene una piscina muy grande -continuó-. Hace años que no vamos y está desocupada. Si quieres, te puedo invitar un día a bañarnos.

– Nunca te he visto en Chaclacayo -dijo América.

– Ya me verás

América se despidió sonriente, y continuó su camino hacia la bodega de sus padres. Manolo la miraba alejarse, y pensaba que esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio sin reventar. Estaba contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto, porque había perdido los papeles en el momento en que Marta se la presentó y cuando el perdía los papeles, eso era amor. La amaba, y América sería como el amor de antes. Todo volvería.

– Perdóname -dijo Marta-. Piensa que ya saliste de eso. Yo también ya salí de eso.

– No estaba preparado -dijo Manolo-. ¿Por qué lo has hecho?

– Quería verte sufrir un poco -respondió Marta-. Ya que tenía que hacerlo, por lo menos sacar algún provecho de ello. Y te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que pusiste. Era para morirse de risa.

– Te felicito -dijo Manolo, pero se arrepintió-: Gracias, Marta. Ahora ya todo es cosa mía.

– Avísame que tal te va -dijo Marta, y se despidió.

Manolo la veía alejarse. «Si me va bien, no volverás a saber de mí», pensó, y se dirigió a las Galerías Boza para tomar un café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la mesa: «El día 20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo conoció a América, y América conoció a Manolo. Te amo». No mencionó a Marta para nada.

Los fines que perseguía Manolo al tratar de conquistar a América eran dos: el primero, muy justo y muy bello: «Amar como antes»; el segundo, menos vago, menos bello, pero también muy humano: fregar a Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo encontró por la calle, y le preguntó si América ya lo había mandado a rodar por no tener automóvil. Los medios que utilizaba para lograr tales fines eran también dos: su imaginación de estudiante de letras y la falta de imaginación (léase inteligencia) de América. Cada vez que América decía una tontería, Manolo se inflaba de piedad, confundía este sentimiento con el amor que tenía que sentir por ella, y odiaba a Marta.

Había dejado de verla durante los veinte días que estuvo en exámenes, durante la Navidad, y el Año Nuevo. La extrañaba. Habían quedado en verse a comienzos de enero, en Chaclacayo.

Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que estuviera entre Ñaña y Chosica. Recordaba su niñez, y los años que había vivido en Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pasear con su padre por el Parque Central. Caminaban entre la gente, y su padre lo trataba como a un amigo. Le costaba trabajo reconocerlo sin su corbata, sin su terno, sin su ropa de oficina, sin su puntualidad, y sin sus órdenes. No era más que un niño, pero se daba muy bien cuenta de que su padre era otro hombre. Un lunes, le hubiera dicho: «Anda a comer. Estudia. Haz tus temas». Pero era domingo, y le preguntaba: «¿Quieres regresar ya? Nos paseamos un rato más». Y él tenía que adivinar lo que su padre quería, y adivinar lo que su padre quería era muy fácil, porque siempre estaba de buen humor los domingos; porque era otro hombre, como un amigo que lo lleva de la mano; y porque estaba vestido de sport. Llevaría a América a Chosica, le contaría todas esas cosas, y ella sería un amor como antes, como quince años. Ya vería Marta como América era la que el creía y él tampoco había cambiado a pesar de haber aprendido tantas cosas. Sólo le molestaba saber que tendría, que usar algunas tácticas imaginativas para lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y el sol de Chosica lo ayudarían. Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los toreros. Este mismo sol que mantenía vivos sus recuerdos, y que brilla todo el año menos el día en que uno lleva a un extranjero para mostrarle que a media hora de Lima el sol brilla todo el ano).

Entre el día tres de enero, en que Manolo visitó por primera vez a América, en su casa de Chaclacayo, y el día primero de febrero en que, sorprendido, escuchó que ella le decía: «Mi bolero favorito (Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero, sabrás que te quiero», entre esas dos fechas, muchas cosas habían sucedido.

Bajó de un colectivo cerca a la casa de América, y se introdujo sin ser visto en el baño de un pequeño restaurante. Rápidamente se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un pañuelo de seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó un pie, y extrajo de un pequeño maletín un zapato, al cual le había cortado la punta para que asomaran por ella los dedos. Traía también un viejo bastón que había pertenecido a su abuelo. Salió del baño, bebió una cerveza en el mostrador, y cojeó entrenándose hasta la casa de América. Hacía mucho calor, y sentía que la corbata que le había robado a su padre le molestaba. El cuello excesivamente almidonado de su flamante camisa, le irritaba la piel. Sus labios estaban muy secos mientras tocaba el timbre, y le temblaba ligeramente la boca del estómago. «Como antes», pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que América aparecía por una puerta lateral, y que él pensaba que algo en su atuendo podía delatarlo.

– ¡Manolo! ¿Qué te ha pasado?

– Me saqué la mugre.

– ¿Cómo así?

– En una carrera de autos con unos amigos.

– ¡Te has podido matar!

«¿Y tú, cómo sabes?», pensó Manolo, un poco sorprendido al ver que las cosas marchaban tan bien. Hubiera querido detener todo eso, pero ya era muy tarde.

– Pudo haber sido peor -continuó-. Era un carro sport, y no sé cómo no me destapé el cráneo.

– ¿Y el carro?

– Ese sí que murió -respondió Manolo, pensando: «Nunca nació».

– Y ahora, ¿qué vas a hacer?

– Nada -dijo con tono indiferente-. Tengo que esperar que mis padres vuelvan de Europa. Ellos verán si lo arreglan o me compran otro. «No me creas, América», pensó, y dijo: No quiero arruinarles el viaje contándoles que he tenido un accidente. De cualquier modo -«allá va el disparo», pensó-, no podré manejar por un tiempo.

– Pero, ¿tu carro, Manolo?

– Pues nada -dijo, pensando que todo iba muy bien-. El problema está en conseguir taxis que quieran venir hasta Chaclacayo.

– Usa los colectivos, Manolo. («Te quiero, América.») No seas tonto.

– Ya veremos. Ya veremos -dijo Manolo, pensando que todo había salido a pedir de boca-. ¿Y tus exámenes?

– Un ensarte -dijo América, con desgano-. Me jalaron en tres, pero no pienso ocuparme más de eso.

– Claro. Claro. ¿Para qué te sirve eso? «¿Para ser igual a Marta?», pensó.

– ¿Vamos a bañarnos a Huampaní?

– ¡Bestial! -exclamó Manolo. Sentía que se llenaba de algo que podía ser amor.

– ¿Y tus lesiones?

– ¡Ah!, verdad. ¡Qué bruto soy…! Es que cuando no me duelen me olvido de ellas. De todas maneras, te acompaño.

– No. No importa, Manolo -dijo América, en quien parecía despertarse algo como el instinto maternal-. ¿Vamos al cine? Dan una buena película. Creo que es una idiotez, pero vale la pena verla. Cuando mejores, iremos a nadar.

– Claro -dijo Manolo. La amaba.

Durante diez días, Manolo cojeó al lado de América por todo Chaclacayo. Diariamente venía a visitarla, y diariamente se disfrazaba para ir a su casa. Sin embargo, tuvo que introducir algunas variaciones en su programa. Variaciones de orden práctico: tuvo, por ejemplo, que buscar otro vestuario, pues los propietarios del restaurante en que se cambiaba, se dieron cuenta de que entraba sano y corriendo, y salía maltrecho y cojeando. Se cambiaba, ahora, detrás de una casa deshabitada. Y variaciones de orden sentimentaclass="underline" debido a la credulidad de América. Le partía el alma engañarla de esa manera. Era increíble que no se hubiera dado cuenta: cojeaba cuando se acordaba, se quejaba de dolores cuando se acordaba, y un día hasta se puso a correr para alcanzar a un heladero. No podía tolerar esa situación. A veces, mientras se ponía las vendas, sentía que era un monstruo. No podía aceptar que ella sufriera al verlo tan maltrecho, y que todo eso fuera fingido. ¿Y cuando se acordaba de sus dolores? ¿Y cuando la hacía caminar lentamente a su lado, cogiéndolo del brazo sano? Era un monstruo. «Adoro su ingenuidad», se dijo un día, pero luego «¿y si lo hace por el automóvil?». «Y si cree que me van a comprar otro?» Pero no podía ser verdad. Había que ver cómo prefería quedarse con él, antes que ir a bañarse a la piscina de Huampaní. «Es mi amor», se dijo, y desde entonces decidió que tenía que sufrir de verdad, aunque fuera un poco, y se introducía piedrecillas en los zapatos para ser más digno de la credulidad de América, y de paso para no olvidarse de cojear.

Durante los días en que vino cubierto de vendas, Manolo y América vieron todas las películas que se estrenaron en Chaclacayo. Dos veces se aventuraron hasta Chosica, a pedido de Manolo. Fueron en colectivo (él se quejó de que no hubiera taxis en esa zona). Y se pasearon por el Parque Central, y recordaba su niñez. Recordaba cuando su padre se paseaba con él los domingos vestidos de sport, y qué miedo de que le cayera un pelotazo de fútbol en la cabeza. Porque no quería ver a su padre trompearse, porque su padre era muy flaco y muy bien educado, y porque el temía que algunos de esos mastodontes con zapatos que parecían de madera y estaban llenos de clavos y cocos, le fuera a pegar a su padre. Y entonces le pedía para ir a pasear a otro sitio, y su padre le ofrecía un helado, y le decía que no le contara a su mamá, y le hablaba sin mirarlo. Hubiera querido contarle todas esas cosas a América, y un día, la primera vez que fueron, trató de hacerlo, pero ella no le prestó mucha atención. Y cuando América no le prestaba mucha atención, sentía ganas de quitarse las piedrecillas que llevaba en los zapatos, y que tanto le molestaban al caminar. Recordaba entonces que un tío suyo, muy bueno y muy católico, se ponía piedrecillas en los zapatos por amor a Dios, y pensaba que estaba prostituyendo el catolicismo de su tío, y que si hay infierno, él se iba a ir al infierno, y que bestial sería condenarse por amor a América, pero América, a su lado, no se enteraría jamás de esas cosas que Marta escucharía con tanta atención.