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– Me imagino que nada, pero en el desayuno…

– No digas tonterías, hijo -interrumpió ella-. Toda mujer tiene que arreglarse para salir, para ser vista. En el desayuno no estamos sino nosotros dos. Madre e hijo.

– Humm…

– A toda mujer le gusta gustar.

– Es curioso, mamá. Papá dice lo mismo.

– Él no me quería.

– Sí. Sí. Ya lo sé.

– ¿Tú me quieres? -preguntó, agregando-: Voltéate que voy a ponerme la faja.

Escuchaba el sonido que producía el roce de la faja con las piernas de su madre. «Tu madre tiene buenas patas», le había dicho un amigo en el colegio.

– Ya puedes mirar, Manolo.

– Tienes bonitas piernas, mamá.

– Eres un amor, Manolo. Eres un amor. Tu padre no sabía apreciar eso. ¿Por qué no le dices mañana que mis piernas te parecen bonitas?

Se estaba poniendo un fustán negro, y a Manolo le hacía recordar a esos fustanes que usan las artistas, en las películas para mayores de dieciocho años. No le quitaba los ojos de encima. Era verdad: su madre tenía buenas piernas, y era más bonita que otras mujeres de cuarenta años.

– Y las piernas mejoran mucho con los tacos altos -dijo, mientras se ponía unos zapatos de tacones muy altos.

– Humm…

– Tu padre no sabía apreciar eso. Tu padre no sabía apreciar nada.

– Mamá…

– Ya sé. Ya sé. Mañana me abandonas, y no quieres que esté triste.

– Vuelvo el lunes. Como siempre…

– Alcánzame el traje negro que está colgado detrás de la puerta de mi cuarto.

Manolo obedeció. Era un hermoso traje de terciopelo negro. No era la primera vez que su madre se lo ponía, y, sin embargo, nunca se había dado cuenta de que era tan escotado. Al entrar al baño, lo colgó en una percha, y se sentó nuevamente.

– ¿Cómo se llama el pintor, mamá?

– Domingo. Domingo como el día que pasas con tu padre -dijo ella, mientras estiraba el brazo para coger el traje-. ¿En qué piensas, Manolo?

– En nada.

– Este chachá me está a la trinca. Tendrás que ayudarme con el cierre relámpago.

– Es muy elegante.

– Nadie diría que tengo un hijo de tu edad.

– Humm…

– Ven. Este cierre es endemoniado. Súbelo primero, y luego engánchalo en la pretina.

Manolo hizo correr el cierre por la espalda de su madre. Listo», dijo, y retrocedió un poco mientras ella se acomodaba el traje, tirándolo con ambas manos hacia abajo. Una hermosa silueta se dibujó ante sus ojos, y esos brazos blancos y duros eran los de una mujer joven. Ella parecía saberlo: era un traje sin mangas. Manolo se sentó nuevamente. La veía ahora peinarse.

– Estamos atrasados, Manolo -dijo ella, al cabo de un momento.

– Hace horas que estoy listo -replicó, cubriéndose la cara con las manos.

– Será cosa de unos minutos. Sólo me faltan los ojos y los labios.

– ¿Qué? -preguntó Manolo. Se había distraído un poco.

– Digo que será cosa de minutos. Sólo me faltan los ojos y los labios.

Nuevamente la miraba, mientras se pintaba los labios.

Era un lápiz color rojo rojo, y lo usaba con gran habilidad. Sobre la repisa, estaba la tapa. Manolo leyó la marca: «Senso», y desvió la mirada hacia la bata que su madre usaba, para tomar el desayuno. Estaba colgada en una percha.

– ¿Quieres que la guarde en tu cuarto, mamá?

– Que guardes ¿qué cosa?

– La bata.

– Bueno. Llévate también las zapatillas.

Manolo las cogió, y se dirigió al dormitorio de su madre. Colocó la bata cuidadosamente sobre la cama, y luego las zapatillas, una al lado de la otra, junto a la mesa de noche. Miraba alrededor suyo, como si fuera la primera vez que entrara allí. Era una habitación pequeña, pero bastante cómoda, y en la que no parecía faltar nada. En la pared, había un retrato suyo, tomado el día en que terminó el colegio. Al lado del retrato, un pequeño cuadro. Manolo se acercó a mirar la firma del pintor: imposible leer el apellido, pero pudo distinguir claramente la D de Domingo. El dormitorio olía a jazmín, y junto a un pequeño florero, sobre la mesa de noche, había una fotografía que no creía haber visto antes. La cogió: su madre al centro, con el mismo traje que acababa de ponerse, y rodeadas de un grupo de hombres y mujeres. «Deben ser los del cóctel», pensó. Hubiera querido quedarse un rato más, pero ella lo estaba llamando desde el baño.

– ¡Manolo! ¿Dónde estás?

– Voy -respondió, dejando la fotografía en su sitio.

– Préndeme un cigarrillo -y se dirigió hacia el baño. Su madre volteó al sentirlo entrar. Estaba lista. Estaba muy bella. Hubiera querido abrazarla y besarla. Su madre era la mujer más bella del mundo. ¡La mujer más bella del mundo!

– ¡Cuidado!, Manolo -exclamó-. Casi me arruinas el maquillaje -y añadió-: Perdón, hijito. Deja el cigarrillo sobre la repisa.

Se sentó nuevamente a mirarla. Hacía una serie de muecas graciosísimas frente al espejo. Luego, se acomodaba el traje tirándolo hacia abajo, y se llevaba ambas manos a la cintura, apretándosela como si tratara de reducirla. Finalmente, cogió el cigarrillo que Manolo había dejado sobre la repisa, dio una pitada, y se volvió hacia él.

– ¿Qué le dices a tu madre? -preguntó, exhalando humo.

– Muy bien -respondió Manolo.

– Ahora no me dirás que me prefieres con la bata del desayuno. ¿A cuál de las dos prefieres?

– Te prefiero, simplemente, mamá.

– Dime que estoy linda.

– Sí…

– Tu padre no sabe apreciar eso. ¡Vamos! ¡Al cóctel! ¡Apúrate!

Su madre conducía el automóvil, mientras Manolo, a su derecha, miraba el camino a través de la ventana. Permanecía mudo, y estaba un poco nervioso. Ella le había dicho una reunión de intelectuales, y eso le daba un poco de miedo.

– Estamos atrasados -dijo su madre, deteniendo el auto frente a un edificio de tres pisos-. Aquí es.

– Muy bonito -dijo Manolo mirando al edificio, y tratando de adivinar cuál de las ventanas correspondía al departamento del pintor.

– No es necesario que hables mucho -dijo ella-. Ante todo escucha. Escucha bien. Esta gente puede enseñarte muchas cosas. No tengas miedo que todos son mis amigos, y son muy simpáticos.

– ¿En qué piso es?

– En el tercero.

Subían. Manolo subía detrás de su madre. Tenían casi una hora de atraso, y le parecía que estaba un poco nerviosa. «Hace falta un ascensor», dijo ella, al llegar al segundo piso. La seguía. «¿Va a haber mucha gente, mamá?» No le respondió. Al llegar al tercer piso, dio tres golpes en la puerta, y se arregló el traje por última vez. No se escuchaban voces. Se abrió la puerta y Manolo vio al pintor. Era un hombre de unos cuarenta años. «Parece torero», pensó. «Demasiado alto para ser un buen torero.» El pintor saludó a su madre, pero lo estaba mirando al mismo tiempo. Sonrió. Parecía estar un poco confundido.

– Adelante- dijo.

– Éste es Manolo, Domingo.

– ¿Cómo estás, Manolo?

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

– No recibieron mi encargo?

– Llamé por teléfono.

– ¿Qué encargo?

– Llamé por teléfono, pero tú no estabas.

– No me han dicho nada.

– Siéntense. Siéntense.

Manolo lo observaba mientras hablaba con su madre, y lo notaba un poco confundido. Miró a su alrededor: «Ni gente, ni bocadillos. Tenemos una hora de atraso». Era evidente que en ese departamento no había ningún cóctel. Sólo una pequeña mesa en un rincón. Dos asientos. Dos sillas, una frente a la otra. Una botella de vino. Algo había fallado.

– Siéntate, Manolo -dijo el pintor, al ver que continuaba de pie-. Llamé para avisarles que la reunión se había postergado. Uno de mis amigos está enfermo y no puede venir,

– No me han avisado nada -dijo ella, mirando hacia la mesa.

– No tiene importancia -dijo el pintor, mientras se sentaba-. Cometemos los tres juntos.

– Domingo…

– Donde hay para dos hay para tres -dijo sonriente, pero algo lo hizo cambiar de expresión y ponerse muy serio. Manolo se había sentado en un sillón, frente al sofá en que estaban su madre y el pintor. En la pared, encima de ellos, había un inmenso cuadro, y Manolo reconoció la firma: «La D del dormitorio», pensó. Miró alrededor suyo, pero no había más cuadros como ése. No podía hablar.

– Es una lástima -dijo el pintor ofreciéndole un cigarrillo a la madre de Manolo.

– Gracias, Domingo. Yo quería que conociera a tus amigos.

– Tiene que venir otro día.

– Por lo menos hoy podrá ver tus cuadros.

– ¡Excelente idea! -exclamó-. Podemos comer, y luego puede ver mis cuadros. Están en ese cuarto.

– ¡Claro! ¡Claro!

– ¿Quieres ver mis cuadros, Manolo? -Sí. Me gustaría…

– ¡Perfecto! Comemos, y luego ves mis cuadros. -¡Claro! -dijo ella sonriente-. Fuma, Manolo. Toma un cigarrillo.

– Ya lo creo -dijo el pintor, inclinándose para encenderle el cigarrillo-. Comeremos dentro de un rato. No hay problema. Donde hay para dos…

– ¡Claro! ¡Claro! -lo interrumpió ella.

El hombre, el cinema y el tranvía

El jirón Carabaya atraviesa el centro de Lima, desde Desamparados hasta el Paseo de la República. Tráfico intenso en las horas de afluencia, tranvías, las aceras pobladas de gente, edificios de tres, cuatro y cinco pisos, oficinas, tiendas, bares, etc. No voy a describirlo minuciosamente, porque los lectores suelen saltarse las descripciones muy extensas e inútiles.

Un hombre salió de un edificio en el jirón Pachitea, y caminó hasta llegar a la esquina. Dobló hacia la derecha, con sección al Paseo de la República. Eran las seis de la tarde, y podía ser un empleado que salía de su trabajo. En el cine República, la función de matiné acababa de terminar, y la gente que abandonaba la sala, se dirigía lentamente hacia cualquier parte. Un hombre de unos treinta años, y un muchacho de unos diecisiete o dieciocho, parados en la puerta del cine, comentaban la película que acababan de ver. El hombre que podía ser un empleado se había detenido al llegar a la puerta del cine, y miraba los afiches, como si de ellos dependiera su decisión de ver o no esa película. Se escuchaba ya el ruido de un tranvía que avanzaba con dirección al Paseo de la República. Estaría a unas dos cuadras de distancia. Los afiches colocados al lado izquierdo del hall de entrada no parecieron impresionar mucho al hombre que podía ser un empleado. Cruzó hacia los del lado izquierdo. El tranvía se acercaba, y los afiches vibraban ligeramente. No lograron convencerlo, o tal vez pensaba venir otro día, con un amigo, con su esposa, o con sus hijos. El ruido del tranvía era cada vez mayor, y los dos amigos que comentaban la película tuvieron que alzar el tono de voz. El hombre que podía ser un empleado continuó su camino, mientras el tranvía, como un temblor, pasaba delante del cine sacudiendo puertas. Una hermosa mujer que venía en sentido contrario atrajo su atención. La miró al pasar. Volteó para mirarle el culo, pero alguien se le interpuso. Se empinó. Alargó el pescuezo. Dio un paso atrás, y perdió el equilibrio al pisar sobre el sardinel.