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Por ese mismo camino transita el protagonista de La vida exagerada de Martín Romaña (1981), primer volumen del díptico Cuadernos de navegación en un sillón Voltaire, que se cerrará con El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1984). La apertura metaficcional de cada volumen marca el rumbo vital del personaje y el mundo que va a transitar, esencialmente literario, ficcionalizado, producto de una fantasía desbordante, que actúa como instrumento para la transformación de la memoria -es decir, de la escritura-. Con ello, cabe la posibilidad de vengar aspectos o momentos del pasado, o corregirlos, y sacarlos del olvido, también, con el fin de evaluar los resultados. La obra va convirtiéndose en una novela de maduración y aprendizaje en diversos aspectos, aunque realmente lo que supone es un olvido de las formas heredadas de la cultura a través de las cuales Martín Romaña contemplaba la vida, el amor, la amistad, la política, la literatura. Así, la escritura no sólo es constatación sino también momento de reflexión; pero, además, resulta ser el espacio en que se resuelvan los problemas de perspectiva provocados por la misma literatura. De esa manera, el protagonista aprovecha para vengarse del pasado y crearse el suyo propio, como confirman los cuadernos azul y rojo, que acaban por constituirse en las dos novelas que formarán el díptico. La izquierda hispanoamericana, el mayo del 68, la universidad francesa, la clase media parisina, la nobleza europea, el mito Hemingway, todo queda cuestionado y con ello el concepto de verdad que se debate en el fondo de la obra de Alfredo Bryce Echenique. De esa duda acerca de la verdad parten las peculiares relaciones de su narrativa y de sus protagonistas con el arte y con la literatura, con la vida y con el amor. La creación de Octavia y la relación con ella, desde el cuaderno azul hasta el cuaderno rojo -de narrataria a protagonista, de invención irreal a presencia idealizada-, muestra esa peculiar versión de lo real, de lo verdadero, en definitiva, como en otro nivel plantea la novela de Hemingway, la fotografía de la llegada de Martín Romaña a Francia, la misma escritura y sentido de los cuadernos, y, en última instancia, el supuesto carácter autobiográfico de todo el conjunto. Los problemas con la realidad y la verdad se complican al presentar la obra a un personaje llamado Alfredo Bryce Echenique y a sus obras, e incluso a otros personajes coincidentes con reales. Pero un grado más lo supone la creación del cuento «Una carta a Martín Romaña», especie de epílogo del díptico que incluirá en Magdalena peruana y otros cuentos [3] (1986), donde, siguiendo a Henry James, se ponen en duda ciertos elementos de las novelas y donde se producen esos preocupantes ajustes entre realidad y ficción, lo que sacude los cimientos de la verdad que, en principio, se dice, trataba de hallarse, puesto que se transgredió en el díptico, añade el narrador. Tanto la escritura como la vida resultan caminos a través de los cuales resulta imposible la aprehensión y comprensión de lo que sea la verdad, y con mayor motivo si la vida, como la escritura, se ven contaminadas por la literatura y otras manifestaciones del arte y de los medios de comunicación de masas. El humor constituye el asidero del Martín Romaña protagonista-narrador pues sirve para difuminar las catástrofes de la vida, los cataclismos amorosos, políticos y vocacionales, y a la vez constata el fracaso del camino que va desde la búsqueda hasta el desencanto, de manera que trata de aminorar los efectos del dramático desencuentro o de la imposibilidad de conocer los auténticos contornos de la verdad.

Algunos de los relatos de Magdalena peruana y otros cuentos reflejan esa desilusión y el desajuste entre la realidad y los poderes de la ficción que se produce por diversos medios. La prensa frustra deseos en «Anorexia y tijerita», donde de nuevo la realidad parece pertenecer a los siempre poderosos, a pesar del juego del mundo al revés. El rumor destruye años de amistad en «Magdalena peruana», donde además cobra especial importancia la parodia -aquí un hedor sirve para activar la memoria involuntaria-, que Bryce Echenique comenzó a utilizar, desde las novelas de Pedro Balbuena y Martín Romaña, como medio a través del que se contempla el otro lado de la realidad ajena a la ficción que se parodia. En «Cómo y por qué odié los libros para niños», la confusión entre el protagonista-narrador y el autor y los mundos que ambas entidades representan resultan más sobresalientes, lo cual pone nuevamente en entredicho el carácter de la narrativa de Bryce Echenique. De ahí surgen frustraciones a lo Fitzgerald -y así, diversos rostros de la soledad- como las de «En ausencia de los dioses» o algún otro relato, pero el más interesante en este y otros aspectos resulta «El breve retorno de Florence, este otoño», que completa, pues lo continúa, el cuento «Florence y Nós três» de La felicidad ja ja. En éste, un profesor de un colegio francés contaba su relación con su alumna Florence y ponía el acento en su carácter enfermizo, su sensibilidad, su clase, tan diferente del oligarca venido a pobre que resulta el profesor en París. En el segundo relato, como antídoto contra el olvido y como fórmula para reactivar la memoria voluntaria, el mismo profesor cuenta cómo escribió un cuento sobre aquéllas experiencias con Florence, lo cual, una vez en libro, pretende que sirva de señuelo para que la joven le busque en el presente y así recordar el pasado. La mezcla en el cuento de los mundos de la realidad de los personajes y la ficción que se genera se convierte en un desencuentro entre la ilusión y la esperanza y en la constatación de que la literatura sólo resulta un efímero sucedáneo de la realidad y que la memoria conduce siempre a un desdichado hallazgo. El lector, como ocurrirá en relatos posteriores del tipo de «Tiempo y contratiempo» o «La muerte más bella del 68», habrá de cuidar sus pasos para no equivocar el camino que le llevará a la verificación de los desencuentros de la vida, generalmente llevados por la vía del arte y más habitualmente de la literatura.

La novela La última mudanza de Felipe Carrillo (1988) prosigue por el camino de la metaficcionalidad puesto que se entiende la escritura como el lugar más adecuado para que el artista, a través de la memoria, encuentre su camino, aunque resulte frustrado ese intento y la redacción del texto lo constate. Sin embargo, la escritura, al menos, permite vencer sobre una realidad ingrata y así el arquitecto Felipe Carrillo, además, puede vengarse de los personajes que le convirtieron en la persona que no quería ser. Lo más interesante de la relación entre el presente de la escritura y el pasado que se recuerda es la constatación del fracaso del retorno, la imposibilidad obvia de corrección a pesar del arte (la escritura, la música, la arquitectura), dada la dificultad del recuerdo para su asentamiento y para la cimentación del pasado que permita un presente auténtico. A pesar de la dificultad de la memoria para asentar los recuerdos, existe una voluntad de recordar para encontrar su sitio en la realidad presente, de la que se escapa temporalmente por las mudanzas -como por la escritura-, aunque el cambio nunca termina por resultar tan grato como se pretendía. El recuerdo se sobrepone al paso del tiempo y la escritura, como la música -otra forma de recuerdo-, recobra el pasado por la negativa del personaje a olvidar y a vivir en la mentira. Pero su recuperación del pasado es desordenada al avivar la memoria y evocar mujeres y lugares; casi como Pedro Balbuena, Felipe Carrillo es desorganizado en esa tarea de reconstrucción del pasado, a pesar de su aparente habilidad ordenadora que exigiría su profesión de arquitecto.

En Dos señoras conversan (1990) ahonda en las posibilidades del recordar. Para ello adopta, para cada una de las tres novelas breves, tres perspectivas sobre las que venía indagando en sus relatos previos. En «Dos señoras conversan» es el Bristol Cream lo que funciona como mecanismo que activa la memoria, facilita la conversación y permite la visión del pasado desde la nostalgia -«Qué bonita era Lima entonces, ¿no?»- y se vive el drama del tiempo ya ido. En «Un sapo en el desierto» son las cervezas las que coadyuvan al relato del pasado y abren la nostalgia con la que se cuenta la experiencia iniciática adolescente. En «Los grandes hombres son así. Y también asá» el recuerdo regresa al presente por causa de la desaparición de un personaje, pues se llega a un tiempo en que se produjo la desmitificación de un héroe revolucionario. No sólo el recuerdo mismo o las confesiones que tocan al pasado sino también un diario permiten la advertencia de una nueva realidad al operarse la transformación en el reconocimiento de las relaciones entre los personajes y en la auténtica identidad del héroe. La nostalgia se convierte en una manera de encuentro con el pasado y, lo que resulta más interesante, en el medio a través del cual, al recuperar los momentos perdidos, se abre el diálogo con el pasado. Entonces la conversación descubre las debilidades de ese recuerdo, voluntario o no, y se desmitifica la visión de la nostalgia, considerada como la respuesta de un pasado que, desde el presente, era considerado como truncado y, por tanto, como inconcluso.

La nostalgia, sin embargo, aún no había logrado su completa expresión hasta que se advierten los efectos producidos por el tiempo ido de la adolescencia, que hurtó un amor, unas amistades, un país y una forma de entender la vida a través del cine y la música de moda. No me esperen en abril (1995) resulta la novela en la que regresa al mundo de las primeras narraciones, pues, en primer lugar, conecta con algunos personajes y la clase social de Un mundo para Julius y, por otro lado, se desarrolla en un ambiente adolescente como el que había tratado ya en Huerto cerrado. Bryce Echenique se había desprendido de los ambientes de la oligarquía con sus novelas metaficcionales, pero con la nueva obra recupera al personaje protagonista, su mundo e incluso al narrador de su historia. La nostalgia en el retrato de los personajes adolescentes va dando paso a la melancolía con que se dibuja al Manongo Sterne de la madurez. Lo que se pretende es el hallazgo de ese camino que perdió Julius con el «llanto llenecito de preguntas» pero que resulta en un desencuentro aún más profundo y sin retorno en el caso de Manongo Sterne. La música, los bailes, los ídolos, el alcohol y otros subterfugios muestran el carácter recordador de la narración, pero todo ello resulta, precisamente, la explicación del fracaso del protagonista. En efecto, Manongo Sterne pretende recordar para recuperar el pasado, su amor por Tere y su amistad con el grupo del colegio. Todos sus proyectos se destinan a no perder ese pasado que el desarrollo del tiempo y sus circunstancias alejan de Manongo. La historia peruana avanza, los tiempos del colegio inglés resultan vetustos, las amistades quedan únicamente como un recuerdo añejo y el amor de Tere se convierte en una memoria sólo repetible en la ficción. El alcohol -en cada bar la Violeta – activa el recuerdo y éste permite la ensoñación a través de la cual el protagonista pretende hallar el camino, pero el resultado de ese retorno atrás, de esa lucha con el tiempo, resulta infausto. El error responde a que los protagonistas sólo buscan los medios para desandar el camino, para buscar en el pasado y en la ficción -las canciones expresan esa vocación anamnésica («Unforgettable») y ficcionalizadora («Pretend you’re happy when you’re blue…»)-, lo que conduce de la melancolía artística al desánimo triste.

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[3] «Magdalena peruana y otros cuentos»: “El Papa Guido sin número “, “Anorexia y tijerita”, “En ausencia de los dioses”, “Una carta a Martín Romaña”, “El gordo más incómodo del mundo”, “A veces te quiero mucho siempre”, “Apples”, “El breve retorno de Florence este otoño”, “Desorden en la casita”, “Una tajada de vida”, “Cómo y por qué odié los libros para niños”, “Magdalena peruana”, “Feliz viaje, hermano Antonio”, “Tiempo y contratiempo”, “Pasalacqua y la libertad”, “Sinatra y violetas para tus pieles”.