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Esa vuelta atrás se constituirá en la esencia de la siguiente novela, Reo de nocturnidad (1997). Ésta suponía, además, una exploración más eficaz en los poderes de la ficción y de su gobierno sobre los recuerdos, de tal manera que la memoria queda determinada por la fantasía y la verdad, dirigida por la necesidad de la mentira. Con esta novela, Bryce Echenique regresa de manera más consciente a la burla de la verdad por medio de la reconstrucción de los materiales de la memoria. Max Gutiérrez se esfuerza en recordar pero actúa «un imaginativo y doloroso monstruo» que ficcionaliza la realidad por su capacidad fantaseadora, pues, explica el protagonista, «un día salió a la superficie y se apoderó totalmente de mi persona». Los recuerdos ficcionalizados son grabados por su alumna Claire en unas casetes que serán el depósito de la nueva verdad que se reflejará en su metaficcionalidad. Así, tanto la composición de las grabaciones como la redacción de la novela se convierten en una nueva versión de la realidad, cuyas causas deja claro el protagonista: «me descubrí colocando una realidad admirable encima de la triste realidad de mi existencia». Esa es la razón, como también el hecho de que se le ofrezcan al lector múltiples facetas de la realidad, pues ésta queda moldeada por una memoria fantasiosa que no acepta la verdad y que necesita ampararse en la mentira. Ésta gobernará el relato que se convertirá en novela: «o sea que te contaré la verdad y nada más que la verdad, con todas mis mentiras incluidas». La consecuencia de todo ello es el borramiento definitivo de los límites entre la realidad y la ficción, entre la verdad y la mentira, entre el recuerdo y la fantasía.

Esa necesidad comparte algunos de los protagonistas de Guía triste de París [4] (1999), el volumen con el que acontece el regreso al cuento y los escenarios de la capital francesa en una doble operación de la memoria: la del autor, que retorna a París para revivir unos años pasados y así rescatar personajes, sensaciones y objetos desperdigados por la Ciudad Luz que no cupieron en sus novelas, y, a menudo, la de los personajes y los narradores, que recuerdan y narran, como los que cuentan de Parodi, del Gato Antúnez, de Alfredo y Mario o de Rodrigo Gómez Sánchez, por ejemplo. La memoria recoge las esperadas aunque finalmente efímeras transformaciones y otros engaños como el espejismo del amor, la crueldad de la meca capitalina, la alucinación que produce el arte, la música o el cine, o la quijotesca actitud ante la vida, indiferenciada de la ficción que produce la imaginación. No falta la denuncia de la ciudad ingrata en «París canalla» ni los abandonos a veces felices en la ensoñación. Tampoco la constatación de la frustrante incapacidad para la fabulación del escritor, con el difícil equilibrio entre la realidad y la ficción, cuando los personajes necesitan de la mentira artística wildeana para afrontar las miserias de la realidad, como en el tierno «Retrato de escritor con gato negro», o cuando de la ficción y la ilusión parte un proyecto colosal de contornos cervantinos en el hilarante relato «El carísimo asesinato de Juan Domingo Perón».

La novela La amigdalitis de Tarzán (1999) supuso un cambio radical pues incidía en otra forma de recuperación de la memoria: el recuerdo epistolar, ahora de manera exclusiva, y éste, fundamentalmente femenino. El medio permite recrear la sorprendente realidad de los sentimientos y cómo éstos van siendo transformados por las circunstancias externas. Las cartas que Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes escribe a Juan Manuel Carpio van recuperando pedazos de la aventura de la memoria de la mujer. Él enmarca cada una de ellas, pero el lector ha de recomponer la historia de los sentimientos conforme a las circunstancias que surgen, porque de lo que dispone es de una sucesión fragmentada que constata la crisis que la vida impone a la mujer: «Me siento fuerte. Me siento mucho mejor. Como Tarzán al tirarse al agua». La debilidad de la mujer -«ya tú sabes todo lo que una amigdalitis puede ocasionarle a Tarzán en plena selva»- en la jungla humana queda atenuada en las cartas, que se convierten en el espacio seleccionado por el recuerdo para entresacar los fragmentos que de sí misma quiere mostrar a su compañero.

Como se advierte, las narraciones ofrecen un constante vagabundeo literario de la realidad hacia la ficción, de lo cual ha de considerarse la presencia en ocasiones de ciertos elementos autobiográficos en esas narraciones. La capacidad memorística de su narrativa devora incluso a la realidad del autor para incorporar ésta -ya oportunamente transformada- a la ficción. Pero ocurre que, además, las crónicas y antimemorias de Bryce Echenique -cuyo recuerdo deja esos fragmentos de vida- quedan, por consiguiente, perfectamente conectadas con sus relatos al rememorar su composición, evocar las motivaciones que rodearon al proceso creativo y revivir éste. Una lectura atenta de Crónicas personales (1988) y de Permiso para vivir (Antimemorias) [5] (1993) exhibe numerosos pasajes que resultan reveladores para el lector de las narraciones ficcionales de Bryce Echenique, como «Terrible y maravillosa nostalgia», «Una novela y sus consecuencias», «Pude haber sido un escritor precoz» o «La corta vida feliz de Alfredo Bryce», por ejemplo. Además, los mismos personajes se servían de sus vidas ilusorias para crear ficciones en la misma forma en que supuestamente lo lleva a cabo el autor real. Incluso un personaje llamado Alfredo Bryce Echenique deambula por algunos de los cuentos y novelas. Realidad y ficción borran sus límites y se intercambian componentes para repoblar esa nueva dimensión literaria que han fundado algunos clásicos. Y, por si fuera poco esto, resulta que el escritor Alfredo Bryce Echenique dota a sus creaciones de pretensiones autobiográficas y a sus crónicas y antimemorias, de elementos que contribuyen a su ficcionalización, en seguimiento del nuevo periodismo norteamericano con que sorprendió Tom Wolfe y su estilo académico-drugstoriano. El mismo humor, la oralidad, la intertextualidad y otros componentes que son propios de sus novelas y cuentos reaparecen en los textos no ficcionales, con lo que así aportan una carga de ilusión o de plausible inventiva. La capacidad seleccionadora de la memoria y su reconstrucción suponen, en definitiva, una forma de transformar y recrear la realidad misma.

Efectivamente, con Permiso para vivir Alfredo Bryce Echenique confirma la creación de un género como la antimemoria, que -a la manera de las de Malraux- resulta ser la verdad sublimada por el arte y abandonada a los caprichos y trampas de la memoria. La autobiografía queda condicionada por el recordar el pasado y, por tanto, por las capacidades y deficiencias de la memoria, a lo que se añade la condición de la mente del escritor, que reelabora los tiempos pretéritos conforme a su propia comprensión del mundo. A todo ello se agrega el juego constante y tan grato para el autor consistente en el oscilamiento entre la vida y la ficción. Como éstas, autobiografía y autoficción se aproximan. La memoria, en consecuencia, posee dos fuentes: la real y la ficcional. De ambas se nutren en diferente grado sus crónicas y antimemorias, por un lado, y sus cuentos y novelas, por otro.

Semejantes afirmaciones valen para los ensayos y crónicas que se reúnen bajo el título de A trancas y barrancas (1996), según se advierte en los capítulos en que ofrecen los contextos físicos y estéticos de su creación literaria, como en «El despacho irrepetible», y en «El narrador oral», respectivamente, o en los que emprende sus personales análisis de los escritores admirados, como Camus, Salinger, Sterne, Hemingway, Hugo, Voltaire, Stendhal, Montaigne, Balzac, James, etc., que tanto explican la vida y obra de Bryce Echenique.

Como se advierte, cada crónica, ensayo o texto memorístico contienen conscientemente claves y datos de la obra ficcional, de su narrador, de sus personajes, de su ambiente y de sus orígenes. En la obra de Bryce Echenique, los géneros quedan muy estrechamente vinculados, porque incluso unos remiten a otros y todos sirven a un fin semejante: contar la vida desde el ángulo que pretende «el mentiroso que dice siempre la verdad». En definitiva, se logra, por un lado, mostrar cómo la escritura guarda memoria de la vida -y de la fantasía que la sublima- y de la lectura -y de la ensoñación que la incorpora a la realidad- y, por otro, anotar las facetas de una vida y su recuerdo y cómo éstos, por tanto, se comunican. Ambos mundos resultan ser la memoria de la ficción, que se adereza con algunas mentiras de la fantasía e ilusiones de la ensoñación.

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[4] «Guía triste de París»: “Machos caducos y lamentables”, “Deep in a dream of you”, “Chateau Claire”, “Las porteras nuestras de cada día”, “Debbie Lágrimas, Madame Salomon y la ingratitud del alemán”, “Retrato de escritor con gato negro”, “París canalla”, “El carísimo asesinato de Juan Domingo Perón”, “Verita y la Ciudad Luz ”, “La muerte más bella del 68”, “La gorda y un flaco”, “Lola Beltrán in concert”.

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[5] «Permiso para sentir. Antimemorias II»: -“Por orden de azar”: “Cincuenta años de compañía”, “Luis”, “Mi amigo Conrado”, “Bob Davenport ha desaparecido”, “Un amigo muerto, un domingo, un otoño”, “Retrato de familia con 98”, “Pasalacqua y la libertad”, “Érase una vez en París”, “68 modelo para armar.”.