Es, por tanto, más una narrativa del deseo que de la realidad; quedan consignadas las miserias y efusiones que proporciona la vida, pero no se renuncia a la ilusión evasiva del arte, tanto en las narraciones ficcionales (como puede advertirse en el ciclo de Martín Romaña o en su etapa «francesa») como en los escritos memorísticos (desde A vuelo de buen cubero y otras crónicas (1977) hasta Permiso para vivir, Alfredo Bryce Echenique muestra, en ocasiones, situaciones no diferentes a las vividas por los personajes de ficción). La misma memoria (de lo real o de lo ficticio) lleva a los personajes a los desencuentros con la realidad al instalarse ellos en las ficciones que crean (los casos de Pedro Balbuena y Max Gutiérrez) y que creen, de manera no diferente a como el autor se representa en los escritos autobiográficos, donde ronda la fantasía hasta incorporarla. A menudo, además, la narrativa de la memoria (y sus facetas: experiencial, escritural -que resuelve o trata de resolver el acuciante deseo y necesidad de recordar-, literaria, musical, cinematográfica, histórica, de clase, etc.) supone en sí, paradójicamente, una voluntad de la desmemoria cuando se busca el amparo de la mentira artística y se titubea en la verdad. En la obra de Alfredo Bryce Echenique, tanto los personajes que cuentan -en las novelas y los cuentos- como el narrador al que da vida el escritor -en las memorias- quedan asentados en la duda de la existencia de lo real o de la validez de esta existencia. El recurso cervantino llega hasta el límite; si el escudero o el personaje narrador contaban dónde acababa la realidad y comenzaba la ficción, en la obra de Bryce Echenique, tan de su época, el lector se encuentra solo y nadie le indica esas fronteras porque tanto el personaje como el narrador han quedado atrapados en la misteriosa telaraña del arte. La mentira generada por una memoria traviesa devora la verdad y la duda permanece; el autor alcanza una omnipotencia sólo divina y la riqueza artística -como ya la vida- resulta grandiosa e inagotable.
José Luis de la Fuente
Huerto cerrado (1968)
Dos indios
Hacía cuatro años que Manolo había salido de Lima, su ciudad natal. Pasó primero un año en Roma, luego, otro en Madrid, un tercero en París y finalmente había regresado a Roma. ¿Por qué? Le gustaban esas hermosas artistas en las películas italianas, pero desde que llegó no ha ido al cine. Una tía vino a radicarse hace años, pero nunca la ha visitado y ya perdió la dirección. Le gustaban esas revistas italianas con muchas fotografías en colores; o porque cuando abandonó Roma la primera vez, hacía calor como para quedarse sentado en un Café, y le daba tanta flojera tomar el tren. No sabía explicarlo. No hubiera podido explicarlo, pero en todo caso, no tenía importancia.
Cuando salió del Perú, Manolo tenía dieciocho años y sabía tocar un poco la guitarra. Ahora al cabo de casi cuatro años en Europa, continuaba tocando un poco la guitarra. De vez en cuando escribía unas líneas a casa, pero ninguno de sus amigos había vuelto a saber de él; ni siquiera aquel que cantó y lloró el día de su despedida.
El rostro de Manolo era triste y sombrío como un malecón en invierno. Manolo no bailaba en las fiestas: era demasiado alto. No hacía deportes: era demasiado flaco, y sus largas piernas estaban mejor bajo gruesos pantalones de franela. Alguien le dijo que tenía manos de artista, y desde entonces las llevaba ocultas en los bolsillos. Le quedaba mal reírse: la alegre curva que formaban sus labios no encajaba en aquel rostro sombrío. Las mujeres, hasta lo veinte años, lo encontraban bastante ridículo; las de más de veinte, decían que era un hombre interesante. A sus amigos les gustaba palmearle el hombro. Entre el criollismo limeño, hubiera pasado por un cojudote.
Yo acababa de llegar a Roma cuando lo conocí, y fue por la misma razón por la que todos los peruanos se conocen en el extranjero: porque son peruanos. No recuerdo el nombre de la persona que me lo presentó, pero aún tengo la impresión de que trataba de deshacerse de mí llevándome a aquel Café, llevándome donde Manolo.
– Un peruano -le dijo. Y agregó-; Los dejo; tengo mucho que hacer -desapareció.
Manolo permaneció inmóvil, y tuve que inclinarme por encima de la mesa para alcanzar su mano.
– Encantado.
– Mucho gusto -dijo, sin invitarme a tomar asiento, pero alzó el brazo al mozo, y le pidió otro café. Me senté, y permanecimos en silencio hasta que nos atendieron.
– ¿Y el Perú? -preguntó, mientras el mozo dejaba mi taza de café sobre la mesa.
– Nada -respondí-. Acabo de salir de allá y no sé nada. A ver si ahora que estoy lejos empiezo a enterarme de algo.
– Como todo el mundo -dijo Manolo, bostezando.
Nos quedamos callados durante una media hora, y bebimos el café cuando ya estaba frío. Extrajo un paquete de cigarrillos de un bolsillo de su saco, colocó uno entre sus labios, e hizo volar otro por encima de la mesa: lo emparé. «Muchas gracias; mi primer cigarrillo italiano.» Cada uno encendió un fósforo, y yo acercaba mi mano hasta su cigarrillo, pero él ya lo estaba encendiendo. No me miró; ni siquiera dijo «gracias»; dio una pitada, se dejó caer sobre el espaldar de la silla, mantuvo el cigarrillo entre los labios, cerró los ojos, y ocultó las manos en los bolsillos de su pantalón. Pero yo quería hablar.
– ¿Viene siempre a este café?
– Siempre -respondió, pero ese siempre podía significar todos los días, de vez en cuando, o sabe Dios qué.
– Se está bien aquí -me atreví a decir. Manolo abrió los ojos y miró alrededor suyo.
– Es un buen café -dijo-. Buen servicio y buena ubicación. Si te sientas en esta mesa mejor todavía: pasan mujeres muy bonitas por esta calle, y de aquí las ves desde todos los ángulos.
– O sea, de frente, de perfil, y de culo -aclaré. Manolo sonrió y eso me dio ánimos para preguntarle-: ¿Y te has enamorado alguna vez?
– Tres veces -respondió Manolo, sorprendido-. Las tres en el Perú, aunque la primera no cuenta: tenía diez años y me enamoré de una monja que era mi profesora. Casi me mato por ella -se quedó pensativo.
– ¿Y te gustan las italianas?
– Mucho -respondió-, pero cuando estoy sentado aquí sólo me gusta verlas pasar.
– ¿Nada te movería de tu asiento?
– En este momento mi guitarra -dijo Manolo, poniéndose de pie y dejando caer dos monedas sobre la mesa.
– Deja -exclamé, mientras me paraba e introducía la mano en el bolsillo: buscaba mi dinero.
Manolo señaló el precio del café en una lista colgada en la pared, volvió la mirada hacia la mesa, y con dedo larguísimo golpeó una vez cada moneda. Sentí lo ridículo e inútil de mi ademán, una situación muy incómoda, realmente no podía soportar su mirada, y estábamos de pie, frente a frente, y continuaba mirándome como si quisiera averiguar qué clase de tipo era yo.
– ¿Tocas la guitarra? -escuché mi voz.
– Un poco -dijo, como si no quisiera hablar más de eso.
Abandonamos el café, y caminamos unos doscientos metros hasta llegar a una esquina.
– Soy un pésimo guía para turistas -dijo-. Si vas por esta calle, me parece que encontrarás algo que vale la pena ver, y creo que hasta un museo. Soy un pésimo guía -repitió.
– Soy un mal turista, Manolo. Además, no me molesta andar medio perdido.
– Podemos vernos mañana, en el café -dijo.
– ¿A las cinco de la tarde?
– Bien -dijo, estrechándome la mano al despedirse. Iba a decirle «encantado», pero avanzaba ya en la dirección contraria.
Al día siguiente, me apresuré en llegar puntual a nuestra cita. Entré al café minutos antes de las cinco de la tarde, y encontré a Manolo, las manos en los bolsillos, sentado en la misma mesa del día anterior. Tenía una copa de vino delante suyo, y el cenicero lleno de colillas indicaba que hacía bastante rato que había llegado. Me senté.
– ¿Qué tal si tomamos vino, en vez de café? -preguntó.
– Formidable.
– Mozo -llamó-. Mozo, un litro de vino rojo.
– Sí, señor.
– Rojo -repitió con energía-. ¿Te gustan las artistas italianas? -sonreía.
– Me encantan. ¿Qué te parece si vamos un día a Cinecittá?
– Eso de ir hasta allá -dijo Manolo, y su entusiasmo se vino abajo fuerte y pesadamente como un tablón.
– Tienes razón -dije-. Ya pasará alguna por aquí.
– Se está bien en este café -dijo, mirando alrededor suyo-. Tiene que pasar alguna.
– Y la guitarra, ¿qué tal?
– Como siempre: bien al comienzo, luego me da hambre, y después de la comida me da sueño. Cojo nuevamente la guitarra… La guitarra es mi somnífero.
Trajeron el vino, y llené ambas copas, pues Manolo, pensativo, no parecía haber notado la presencia del mozo. «Salud», dije, y bebí un sorbo mientras él alargaba lentamente el brazo para coger su copa. Era un hermoso día de sol, y ese vino, ahí, sobre la mesa, daba ganas de fumar y de hablar de cosas sin importancia.
– No está mal -dijo Manolo. Miraba su copa y la acariciaba con los dedos.
– Me gusta -afirmé-. ¡Salud!
– Salud -dijo; bebió un trago, tac, la copa sobre la mesa, cerró los ojos, y la mano nuevamente al bolsillo.
Estuvimos largo rato bebiendo en silencio. Era cierto lo que me había dicho: por esa calle pasaban mujeres muy hermosas, pero él no parecía prestarles mayor atención. Sólo de rato en rato, abría los ojos como si quisiera comprobar que yo seguía ahí: bebía un trago, me miraba, luego a la botella, volvía a mirarme…
– Me gusta mucho el vino, Manolo. Terminemos esta botella; la próxima la invito yo.
– Bien -dijo, sonriente, y llenó nuevamente ambas copas.
Aún no habíamos terminado la primera botella, pero el mozo pasó a nuestro lado, y aprovechamos la oportunidad para pedir otra.