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En ese mismo,,instante, recuerdo, se me aclaró aquel problema que, aterrado, había creído ser un grave pecado cometido justo antes de mi primera comunión. Aquel pecado que tanto espantó al curita norteamericano y sobre el cual dio una explicación que, según mi madre, tomando su té a las cinco y leyendo a Oscar Wilde, sólo podía compararse con su acento tejano.

Claro, aquel libro lo habla tenido que escuchar (los otros, generalmente, los arrojaba a la basura). Y ahora que lo recuerdo y lo entiendo todo, lo había tenido que escuchar mientras yo estaba recreando, en forma personalizado, o sea necesaria, el asesinato del padre de mi excelente amigo de infancia norteamericana. Me encontraba, seguro, muy al comienzo de una historia que iba a imaginar en el lejano Oeste y muy triste, particularmente dura y triste puesto que se trataba de ese amigo y ese colegio. Y cuando la lectura de mi tía, cogiéndome desprevenido y desarmado, por lo poco elaborada que estaba aún mi narración, impuso la tristeza del libro sobre la mía, yo viví aquello como una cruel traición a un amigo. Y ese fue el pecado que le llevé al curita tejano.

Desde entonces, desde que dejé de leer libros que otros me daban, empecé a gozar y Dios sabe cuánto me ayuda hoy la literatura de los demás en la elaboración de mis propias ficciones. Cuando escribo, en efecto, es cuando más leo… Pero, eso sí, algo quedó de aquel trauma infantil y es ese pánico por los libros que, autores absolutamente desconocidos, me han hecho llegar por correo o me han entregado sin que en mí hubiese brotado ese sentimiento de apertura, curiosidad, y simpatía total que me guía cuando leo el libro de un escritor que acabo de conocer y con el cual he simpatizado.

Cuando me mandan un manuscrito o un libro a quemarropa siento, en cambio, la terrible tentación de reaccionar como el Duque de Albufera, cuando Proust le envió un libro y luego lo llamó para ver si lo había recibido. El propio Proust narra con desenfado su conversación con su amigo Luigi:

– Mi querido Luigi, ¿has recibido mi último libro?

– ¿Libro, Marcel? ¿Tú has escrito un libro?

– Claro, Luigi; y además te lo he enviado.

– ¡Ah!, mi querido Marcel, si me lo has enviado, de más está decirte que sí lo he leído. Lo malo es que no estoy muy seguro de haberlo recibido.

Magdalena peruana

A JoséDurand

Don Eduardo siempre tuvo sus rarezas, contaba mi abuelo; las tuvo como todos los Rosell de Albornoz. En cambio los Rosell y López Aldana, que son nuestros parientes por Goyeneche, porque Rosalía, la mayor de las hermanas López Aldana y Rosell, que eran primas hermanas dobles de los Rosell y López Aldana, se casó con mi tío Juan Pedro de Goyeneche y no de Goyoneche, como le ha dado por pronunciar ahora a la gente, de la misma manera en que ahora se dice voy a Lima, estando en Lima, porque Lima es todo pero la gente cree que es sólo el centro y dice voy a Lima en vez de decir voy al centro de Lima… Eso es algo que no se ve ni en Buenos Aires, a pesar de los inmigrantes italianos y de lo inútil que resulta todo esfuerzo por hacerles decir plátano, en vez de banana, a los argentinos… No sé, tal vez si fuera en Panamá, o en una ciudad como Barquisimeto, no chocaría tanto que la gente pidiera bananas y no plátanos, pero en una ciudad como Buenos Aires… En vano me pasé los siete años que estuve allá a la cabeza del Banco de Londres y del Río de la Plata, diciéndoles a los mozos de los restaurantes que por favor me trajeran un plátano, una de esas frutas que ustedes llaman bananas… Fue inútil…

Los Rosell y López Aldana son gente tan sencilla que ni siquiera parecen Rosell y López Aldana, y eso que Lima entera cree todavía que su fortuna sigue estando entre las primeras del país. Es una fortuna importante, por supuesto, pero desde chico recuerdo haberle escuchado decir a mi padre que era una fortuna ya muy dividida… Los raros han sido siempre los Rosell de Albornoz, aunque esto nada tiene que ver con su importante fortuna. Ahora bien, traten de quitarles lo de intachables: imposible. Será la gente más rara del mundo pero lo de intachables no se lo quita nadie. Y como buen Rosell de Albornoz, don Eduardo era tan intachable como raro y no cejó. No, no cejó. Y nunca mejor empleada la expresión: A don Eduardo Rosell de Albornoz se le había metido entre ceja y ceja lo de irse para siempre a Francia y realmente no cejó. Nunca mejor empleada la expresión, en efecto…

…Creo que soy su mejor amigo y no sé por qué siempre he pensado que ni doña Paquita, su esposa, ni sus hijas Carmela y Elenita, que eran aún menores de edad, supieron por qué a don Eduardo se le había antojado abandonar una ciudad en la que, a pesar de sus rarezas, era querido y respetado por todos… Porque don Eduardo podía ser a veces tan, pero tan raro que me lo imagino muy capaz de haberles anunciado la partida a Francia a último momento. Me parece verlo diciéndoles que prepararan todas sus cosas. Todas, pero todas sus cosas. Y no se vayan a olvidar de un solo alfiler porque mañana nos vamos a Francia y la casa queda cerrada para siempre… Sí, aunque me duela decirlo, don Eduardo fue siempre el más raro de todos los Rosell de Albornoz. A quién sino a él se le podía ocurrir dejar para siempre Lima y no despedirse de nadie. A mí mismo me lo avisó unas horas antes. Me avisó cuando ya era muy tarde para intentar detenerlo. Y sus últimas palabras, al subir al barco, fueron tan raras como dignas de éclass="underline"

– Rafael, ¿qué edad le calculas tú a Felipe Alzamora?

– La verdad, Eduardo, es que Felipe Alzamora es un hombre muy honorable, pero…

– Por favor, Rafael, ¿qué edad le calculas tú a Felipe Alzamora?

– Pues a eso iba, Eduardo; lo que quería decirte es precisamente que Felipe Alzamora, con ser un hombre muy honorable, es una de esas personas que no tienen edad. ¿No te has fijado? Como que no tiene edad… Hay gente así, Eduardo… Como sin edad… Gente que realmente no tiene edad por más que uno se la busque. Pero, ¿por qué…?

– ¡País de mierda!

– ¡Eduardo, por favor, cómo puedes hablar así del Perú! ¡De; suelo que te ha visto nacer!

– ¡Me voy! ¡Paquita, Carmela, Elenita, suban inmediatamente a. barco! ¡A Francia! ¡A París! ¡Para siempre! ¡Maldita sea mi suerte

Muy a menudo, durante los veinte años que vivieron en París doña Paquita Taboada y Lemos de Rosell de Albornoz y sus hijas Carmela y Elenita, le escucharon decir a don Eduardo:

– Pensar que la culpa de todo la tiene nuestro mejor amigo

– Eduardo -le decía su esposa-, no hables así de don Rafael de Goyoneche.

– ¡De Goyeneche! ¡Cómo te atreves a deformar el buen nombre de nuestro mejor amigo!

Y, muy a menudo también, durante los quince años que Carmela y Elenita de Rosell y Albornoz vivieron en Madrid, porque las rentas peruanas de su padre no daban ya para una vida en París, le escucharon decir a don Eduardo, viudo ya y viejo y por momentos realmente desconsolado:

– Pensar que la culpa de todo la tiene nuestro mejor amigo.

– Pero, papá -le decían, casi turnándose, Carmela y Elenita solteronas bellas y finísimas, y profesoras de francés, la primera y de piano, la segunda-: Pero, papá, si don Rafael de Goyoneche…

– ¡De Goyeneche! ¡Cómo se atreven a deformar el buen nombre de nuestro mejor amigo!

Y un día, por fin, don Eduardo siguió hablando. Don Rafael de Goyeneche, y no de Goyoneche, les contó, fue siempre un hombre muy raro. Reconozco que a él le debemos el haber podido vivir todos estos años en París y en Madrid. Reconozco que nadie en Lima habría sido capaz de administrar nuestras menguantes rentas con tanto desprendimiento. Y reconozco que no me h; aceptado ni siquiera un regalo. Pero eso no quita que don Rafael de Goyeneche haya sido siempre un hombre rarísimo. Me presentó a los hermanos Barreda, por ejemplo, y al jorobado Caso.

– Pero, papá -dijo Carmela-, los señores Barreda han sido casi tan buenos amigos tuyos como don Rafael.

– Y tú mismo reconoces que nadie te ha escrito tantas y tan hermosas cartas como el jorobado Caso -añadió Elenita.

– Eso no tiene nada que ver en el asunto. Yo a los Barreda no los conocía y no sé para qué tuvo que presentármelos don Rafael. Le dije que no lo hiciera. Estábamos en la laguna de Huacachina, sentados en una banca y conversando tranquilamente, cuando vi venir a los Barreda y le pedí que no me los presentara. Recuerdo bien que hasta grité: ¡No me los vayas a presentar! ¡No me los vayas a presentar, por favor, Rafael! Pero a él le daba de lo fuerte por ponerse de pie y saludar a la gente y, lo que es peor, siempre terminaba presentándosela a uno. Ya les digo, don Rafael de Goyeneche, y no de Goyoneche, fue una de las personas más raras de toda la familia Goyeneche.

– Pero, papá -intervino Carmela-: ¿Acaso no ha sido una gran satisfacción en tu vida haber tenido amigos como los señores Barreda?

– ¡Y eso qué tiene que ver! ¡Tampoco quise que me presentara al jorobado Caso y me lo presentó!

– Pero, papá -intervino Elenita-: El señor Caso…

– ¡Qué tiene que ver eso con que don Rafael de Goyeneche me lo presentara! ¡Don Rafael de Goyeneche me presentó a los Barreda y al jorobado Caso porque era el hombre más raro del mundo y basta! ¡Que no se hable más del asunto, por favor!

Pasaron treinta y cinco años antes de que don Eduardo regresara muy venido a menos al Perú. Había convertido su gran casona de Barranco en una especie de quinta, reservándose el jardín del fondo y habilitando con el exquisito gusto de sus hijas el sector que antaño había pertenecido a la servidumbre. El resto le alquila todo, Carmela da clases de francés y Elenita de piano. La verdad, Carmela y Elenita son también bastante raritas, pero ye las quiero muchísimo porque soy un Goyeneche, no un Goyoneche, por Dios santo, y porque ellas son purito Rosell de Albornoz y siempre se ponen rojas como un tomate cuando llego y soy de sexo masculino y como que les da un ataque de nervios cada vez que les entrego el sobre con el dinero porque soy nieto de don Rafael y me dan clases de piano y francés y me cobran aunque sea nieto de don Rafael porque de otra manera don Rafael no permitiría que me dieran clases de nada por nada de este mundo y resulta terrible decirlo pero lo cierto es que hasta hoy no sé de cuál de las dos estoy más profundamente enamorado, por no serle infiel a la otra, y porque las dos son de sexo femenino y juntas me llevan como sesenta años de solteronas y fin de raza, aunque a veces todos pegamos un saltito como unísono porque todos ahí dejamos de ser todo y porque ninguna de las dos sabe cuál de las dos está más profundamente enamorada de mí, por no serle infiel a la otra, y porque no está nada mal tampoco que entre los tres seamos el colmo, pero lo que se dice el colmo, de la delicadeza.