– ¿Y eso por qué, Verita? – Le pregunté un día.
– Para entrenarme, hermanito – me decía. – Porque el día que Verita ame, nadie va a amar como Verita. Y a su hembrita la va llevar cargada por el mundo entero.
– ¿Y por qué no te entrenas cargando a todas las chicas que paseas en tu moto?
– Pa’ que no se hagan locas ilusiones, pues, hermanito. Cargando a las novias de mis amigos nadie se hace ilusiones y en cambio Verita se mantiene en forma para el gran día del amor.
Verita, que jamás conoció ni oyó hablar de caduco y lamentable Remigio González, el peruano aquel que tiempo antes de su llegada se pasó un año entero en París dedicado única y exclusivamente a meterle letra a cuanta chica se cruzaba en su camino, y que abandonó la Ciudad luz con la cara de héroe muerto en batalla perdida, tras haber llegado con un optimismo guerrero que ni los generales Eisenhower, Patton y Mac Arthur juntos. Verita, que con su permanente sonrisa, sus ojitos chinos de felicidad y vivaces y locuaces miraba a mil sitios al mismo tiempo y de cada uno de ellos le llovía una muchacha para su moto, Verita, sí, era una suerte de inmensa y definitiva reivindicación del honor perdido por un peruano tan cretino como creído y tan caduco en su estilo como lamentable en su grosera ambición. Verita nos había dado, en cambio, y nos seguía dando cada día, lo mejor de su campechanismo, de su naturalidad, de su nobleza y de su contagiosísima alegría. O sea que Verita se merecía lo mejor, y lo encontró en París.
Y había que verlo y oírlo cuando nos hablaba de su Ingrid, con su habitual plaga de diminutivos: "Una alemanita, hermanito, una diocesita, una virgencita de altar", Y se montaba en su moto y salía disparado a sus cursos intensivos de alemán en el Instituto Goethe de París. Y nos mostraba feliz las buenas notas que iba acumulando mientras su Ingridcita visitaba a sus padres en Alemania para anunciarles su inminente boda con el enólogo peruano diplomado summa cum laude en la lengua de Goethe y todo. Y la esperaba soñando en diminutivo y con la más grande y feliz ternura que he visto en mi vida. Y por mi departamento caía a cada rato para mantenerse en forma, cargando un rato a mi carcajeante esposa. Y de mi departamento corría al de otro amigo y luego al de otro y así de visita en visita para que uno tras otro los amigos le prestáramos cinco minutitos a tu señora, hermanito, para que cuando mi Ingridcita regrese yo esté en forma para llevarla cargada por el mundo entero y sus viñedos…
Nevaba el día en que tomamos conciencia de que hacía varios meses que nadie veía a Verita. Y fuimos varios los amigos que nos acercamos al departamento en que vivía, en busca de noticias. Un portero locuaz nos hizo saber que el señor Luis Antonio Vera había sufrido algún tipo de dolencia y que también algún problema personal o sentimental; lo había hecho vender su motocicleta, cancelar su contrato de alquiler y desaparecer de la noche a la mañana, sin despedirse de nadie.
Tuve que esperar un año para enterarme, de la forma más casual, que Ingridcita, su alemanita, su diocesita y virgencita de altar, no sólo lo había estafado, dejándolo sin un centavo, sino que al mismo tiempo le había trasmitido una enfermedad venérea. Melo contó un estudiante de medicina que conocí una tarde y que, al enterarse de que yo era peruano, recordó el caso de un pobre compatriota mío que, encontrándose en la miseria, se había prestado como conejillo de indias en una clase práctica de la Facultad de Medicina, a cambio de un tratamiento gratuito. Se llamaba Luis Antonio Vera y un catedrático de la Facultad lo había expuesto en su clase como ejemplo de lo que puede ser una feroz gonorrea, ante un grupo de muy atentos alumnos.
El carísimo asesinato de Juan Domingo Perón
Alfredo era peruano y pintor, y Mario nunca supo muy bien lo que era, aparte de salvadoreño, entrañable y gran amante de la buena mesa, entre otros aspectos más de la buena vida. Había escrito un par de libros, es cierto, y había sido también diplomático en servicio en la República Argentina -fue en Buenos Aires dónde se le pegó aquel acentazo che que no lo abandonaría jamás – pero yo creo que si hay una palabra que califique plenamente la profesión de Mario, ésta es la italiana palabra dilettante, o sea el que se deleita.
Mario y Alfredo andaban sin un centavo, en la época en que los conocí, pero había que ver lo bien instalados que estaban los dos en París, con o sin hambre. Mario alquilaba un pequeño pero elegantísimo departamento en la rue Charles V, primorosa y hasta históricamente amoblado por una propietaria anciana y amnésica, que siempre que venía a cobrar la renta descubría con espanto y con fe total en la palabra de monsieur Mario, que ya éste le había pagado el día anterior. Lo de comer y beber le preocupaba aún menos, a Mario, porque la gente se peleaba por invitarlo y porque él prefería unos días de abstinencia a ser recibido o llevado a un restaurante por personas de esas que son capaces de comer cualquier cosa, con tal de comer.
A diferencia de su inseparable amigo Mario, que era bastante gordinflón, extrovertido y de corta estatura, Alfredo tenía, de nacimiento, como suele decirse, algo sumamente quijotesco. Era muy flaco, alto y hombre de pocas palabras y mucho menos, comer. Le encantaban el vino tinto y un buen whisky, eso sí, pero en cambio el noventa por ciento de los productos de aire, mar o tierra de los que nos alimentamos los seres humanos le caían mal, o no le gustaban, o simple y llanamente le daban asco. Y, aunque también a él lo invitaban mucho, por lo entrañable que era, casi siempre se limitaba a rechazar un plato tras otros – los pescados y los mariscos los odiaba, por ejemplo- o sea que su hambre, aunque atroz por momentos, provenía sobre todo del hecho de que un hombre necesite comer para sobrevivir y de que el pobre, muy a pesar suyo, no era ninguna excepción a esta regla.
Pero también la vivienda en que habitaba Alfredo, a pocas cuadras de distancia del precioso departamentito de soltero de su amigo Mario, era algo que yo hubiera querido tener para un día de fiesta, como se dice, Alfredo vivía en un moderno, amplísimo y muy bien iluminado atelier de artista, en la Cité Internationale des Arts. Y con vista al Sena, nada menos. Y ni siquiera pagaba alquiler, pues el atelier era una beca que la ciudad de París -a través de su alcaldía, me imagino- les otorgaba a escultores, pintores y músicos. O sea a todos aquellos artistas que requieren de espacios grandes o de perfecta insonoricen para su trabajo diario, según averigüé en mi afán de que se me otorgara un atelier-vivienda como el de Alfredo, también a mí. Pero nones: los escritores no metemos ruido cuando escribimos y nuestras cuartillas caben hasta debajo de un puente del Sena. Esto fue lo que me explicaron, por toda respuesta.
Uno en alto y muy flaco, y el otro en bajo y gordiflón, uno quijotesco y el otro su escudero, Alfredo y Mario eran los que se suele llamar dos feos tremendamente atractivos, dos hombres muy feos pero con un horroroso poeta peruano, de apellido Valle, habían gambeteado la miseria de en un cuarto de pensión, en Madrid, solía contarse esta anécdota: la portera de la pensión, a quien la fealdad barbuda, peluda y muy mal trajeada del trío latinoamericano le causaba franco pavor, no pudo contenerse un día y, al verlos pasar delante de la portería le comentó a su esposo lo peligrosamente feos que eran esos tíos. "Calla, mujer", le respondió éste, poniéndose un dedo para silencio en la boca. "Y mucho cuidado porque son incas".
Pobre Alfredo. De él incluso se decía que, de noche, la gente que lo veía venir con ese pelote largo y su barba salvaje, se cruzaba a la vereda de enfrente, de puro miedo. Pero nadie sabía que este hombre bueno como el pan era muy corto de vista y que, debido al hambre hidalga que pasaba, varias veces se fracturó una costilla sólo por haberse tropezado con un poste eléctrico o con un arbolito de esos que adornan los bulevares. También se le rompió una costilla al pobre, un día, mientras se duchaba en su espacioso baño de la Cité Internationales des Arts. Se le cayó el jabón al suelo y de tanto agacharse a buscarlo, por lo cegatón que era, crac le sonó algo en el pecho, y era nuevamente una costilla fracturada.
Yo trabajaba por ahí cerca, dando clases de lo que me echaran en un colejucho bastante ilegal y de mala muerte, y a cada rato le tocaba el timbre a Alfredo, para conversar un rato, al volver de mis clases a casa. Pocas cosas me han gustado tanto en la vida, como conversar con ese amigo entrañable, culto, finísimo y nacido para ser rey. Para mí ha sido un rey siempre, en todo caso y encarna a la perfección la idea que me hago de la verdadera nobleza: la nobleza del alma.
Pero ya he dicho que Alfredo era, también de nacimiento, un hombre quijotesco. Y a los timbrazos de amistad que le pegaba yo en su atelier-vivienda, a la salida de mi colejucho, respondía siempre preguntando quién llama, y abriendo, no bien le decía, a través de la puerta, que era yo, que era su tocayo el que llamaba. Una sonrisa de bondad, semioculta entre la barba y el bigotazo salvajes, era su manera de acogerme, aunque en seguida mi tocayo agregaba: "Caray, ya había dormido el desayuno y estaba a punto de dormir el almuerzo… Pero bueno, bueno, pasa. Pasa y te sirvo un café. O mejor dicho, un Nescafé, que dura más, sale más barato y casi no da trabajo.
Jamás aceptó el gran Alfredo mi propuesta de bajar un momento y de comprar un poco de pan y de queso, para comerlo juntos e indemnizarlo así por el daño que le había causado al impedirle dormir también el almuerzo. Ah, y otra cosa: tardé años en entender por qué mi tocayo lavaba y coleccionaba, en primoroso orden -él que era el colmo del desorden y la dejadez- los pequeños frascos de Nescafé que iba consumiendo en su atelier de la Cité Internationale des Arts.