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Pero bueno, vamos por orden, porque antes vino lo del asesinato carísimo de Juan Domingo Perón, el ex mandamás argentino. Aquello sí que valió la pena, pues ocurrió precisamente en uno de esos momentos en que Alfredo llevaba una colección de costillas rotas por desnutrición, y a Mario la amnésica propietaria de su departamento le había subido el alquiler: "No es que le piense pagar, che", afirmaba Mario, con su acentazo bonaerense, "pero esa millonaria del cuerno en cualquier momento recupera la memoria y es muy capaz de quererme cobrar tres años juntos". En fin, parece que sólo de pensar en esta posibilidad le entraba una sed de whisky, a aquel gran amigo salvadoreño, y noche tras noche se sentaba con su inseparable Alfredo en la terraza del café Flore, en pleno corazón de Saint Germain des Prés.

Y ahí esperaban que pasara algún caballero conocido y reconocido, de esos a los que se les puede aceptar una invitación, sin sentirse uno ofendido. Y cuando éste no pasaba, el mozo, que los conocía desde hace siglos y sabía hasta qué punto esos dos viejos clientes eran dignos de toda su confianza, les fiaba un whisky tras otro, noche tras noche, hasta que pasara el caballero digno de pagarles aquel cuentón, digno a su vez de un gran par de caballeros. En fin, toda un filosofía de la vida, de la que me doy cuenta utilizando más o menos las mismas palabras que empleó siempre el gran Mario.

Pero una noche el que se acercó no era un caballero conocido, sino tres desconocidos de nacionalidad argentina. Los bolsillos los traían, eso sí, y, aunque puede resultar doloroso que a uno lo tomen por asesino sólo de puro feo que es, y de puro barbudo y peludo, a Mario y Alfredo les hizo una profunda gracia que aquellos tres paramilitares hubieran deducido, al cabo de un largo y concienzudo examen al público del café Flore, que ellos denotaban la suficiente peligrosidad lombrosiana como para ser, evidentemente y hasta de nacimiento, se puede decir, el contacto criminal que tenían que hacer en París, esa noche, en ese café, y a esa hora. Además, a Mario y Alfredo les encantó que esos tipos no encontraran inconveniente alguno en pagar, tampoco, sus atrasadísimas deudas de whisky.

El contacto en París estaba hecho, por consiguiente, y ahora ya sólo faltaba ponerle los puntos sobre las íes al asesinato de Juan Domingo Perón. Los paramilitares tenían mucha prisa, parece ser, y los contactados mucha hambre y mucha sed, por lo cual el asunto hubo que estudiarlo varias noches seguidas, en diversos restaurantes de buen yantar, y luego en la terraza del Flore, por supuesto. Ahí, entre whisky y más whisky, Alfredo, que era un gran lector de novelas policiales, empezó a mezclar argumentos y elementos de unas con otras, para ir entreteniendo y convenciendo a los paramilitares con datos de una tremenda verosimilitud, mientras Mario pasaba del whisky al champán e iba degustando, ya de madrugada, las mejores ostras de la temporada, dejando que Alfredo procediera. Y cada vez que le hacían una pregunta, se limitaba a señalar a su amigo y agregar: "Pregúntale al técnico, che", hasta quedar prácticamente convertido en el refinado autor intelectual de aquel asesinato, que debía llevarse a cabo en Madrid, en 1969, en vista de que ahí había fijado su residencia Juan Domingo Perón.

Noche tras noche, el técnico fue agregando algún detalle más, como por ejemplo lo de la bazuca, que no iba a plantear muchos problemas, pues él la iba a introducir en España convertida en tubo de escape de su automóvil. "Nada hay tan fácil en este mundo como camuflar una bazuca", opinaba el técnico, mientras el autor intelectual degustaba sus ostras refinadamente y el champán. Y sólo cuando los paramilitares mostraban su total acuerdo con el plan, tal como iba aquella noche, Alfredo les soltaba un tremendo y carísimo obstáculo: la compra de una residencia frente a la de Perón, por ejemplo, que vivía en la urbanización más elegante de Madrid… Porque qué otra manera había de vigilar cada uno de sus movimientos, hasta el día del bazucazo.

Y así, hasta que los paramilitares, avergonzadísimos, y tras haberles dado al autor intelectual y al técnico toda la razón del mundo en lo referente al plan del asesinato y los pormenores de su ejecución, cuenta tras cuenta de restaurante y de café Flore, confesaron que no disponían del presupuesto necesario, se disculparon humildemente, y se retiraron para siempre, aunque no sin antes haberles pagado a ese par de carísimos terroristas internacionales la última cuenta en el Flore.

– ¡Por fin! -exclamó Mario- yo creí que de ésta no salíamos.

– De algo nos valió ser tan feos -le comentó Alfredo, suspirando de alivio.

Poco tiempo después estalló la llamada Guerra del Fútbol, entre El Salvador y Honduras, y Mario decidió regresar a su país para convertirse en héroe. Pero no fue así, desgraciadamente, porque la colecta que hicimos entre todos para pagarle el pasaje de ida demoró tanto, que, cuando Mario aterrizó en el aeropuerto de San Salvador, la guerra acababa de terminar. Y ya nunca volvimos a saber de él, salvo por aquella postal que le envió a su gran amigo Alfredo, el día en que a éste se le acababa la beca y tenía que abandonar su espacioso y moderno atelier-vivienda.

A dónde iba ir a dar el pobre, sin casa y sin un centavo, era algo que nadie sabía. Y sin embargo, lo alegre que resultó el cóctel de mucho pan, quesitos escasos y tintorro a mares, que dio el día anterior a su mudanza. Hasta sus amigas millonarias se peleaban por beber ese tinto peleón, aquella noche. Y es que nunca habían visto nada igual… Nada tan chic ni tan bohemio, nada tan Alfredo, ni tan… En fin, que sólo a nuestro Alfredito se le ocurre servirte el vino en frasquitos de Nescafé…

Retrato de escritor con gato negro

A Eduardo Houghton Gallo y Percy Rodríguez Bromley

Francia es, sin duda alguna, el país del mundo con mayor densidad de caquita de perro por milímetro cuadrado de calle. y si los gatos no fueran tan independientes y meticulosos, hasta cuando hacen puff -aún recuerdo, casi íntegro, aquel poema tan popular en mi infancia, que en uno de sus versos afirmaba: «Caga el gato y lo tapa»-, la verdad es que nadie sabe qué ocurriría con cada milímetro cuadrado de Francia.

El tema de los animales domésticos, llamados también de compaía, puede incluso ocupar la primera plana de las más importantes publicaciones de París y de provincias, y no creo que en país alguno de este universo mundo se le haya dado tanta importancia al invento del perrito robot o del gatito ídem, como en la dulce Francia, al menos a juzgar por unos titulares en primera página del prestigioso diario Le Monde.

Ha sido en Japón, naturalmente -todos sabemos lo copiones que son los nipones: nadie ha logrado superarlos-, donde se han inventado los primeros animalitos de compaía robot-gatito, robot-perrito (reconoce la voz de su amo y todo) y robot-canarito, que hasta maúllan, ladran y cantan tal cual, o sea con las más sinceras y vívidas onomatopeyas. Y, por supuesto, la reacción de la Sociedad Protectora de Animales de Estados Unidos, de Francia y de otros países miembros de la Comunidad europea, no se ha hecho esperar. Toda una delegación multinacional de sus miembros, presidida por Brigitte Bardot, acaba de llegar a Tokio, con el fin de tomar cartas en el asunto y decidir si aquellos robots de compaía tienen animalidad o no. En fin, que se trata de un tema realmente delicado y que puede dar lugar a una polémica tan larga y violenta como la que, en la España del siglo XVI, enfrentara al padre Vitoria y a fray Bartolomé de las Casas con Ginés de Sepúlveda, cuando el asunto aquel de si los indios de América española tenían alma o no.

Un caso aparte es el del loro, pajarraco de compaía ante el cual el incomparable poder copión de la inventiva nipona parece encontrarse atado de pies y manos. La copia perfecta y, por ende, la animalidad, resultan prácticamente imposibles, por lo que su producción y venta en serie puede representar un grave riesgo para cualquier empresa que adquiera la patente. Y resulta lógico, claro. Porque si los dichosos loros nacieran hablando ya, nada más fácil que fabricar series enteras de robots-lorito que emitan inglés, francés, castellano, etcétera, con todos los acentos que uno quiera. Pero, cómo hacer para que un loro vaya aprendiendo poco a poco a emitir en portugués, con su acento y todo, en Brasil, por ejemplo, y -he aquí el quid de la cuestión- que además lo vaya haciendo paulatinamente y en la medida en que su amo desee que se ponga a hablar como una lora, o no.

…Ah, sí, hay algo más que se me estaba olvidando. Cuando los turistas del mundo entero empezaban ya a soñar con una Ciudad luz de limpísimas y nada resbalosas veredas, cuando alcaldes de ciudades grandes y pequeñas, de pueblos y aldeas de toda Francia lanzaban campanas al vuelo y hacían saber urbi et orbi que por fin se le había encontrado una solución a un insuperable problema de higiene y seguridad públicas, varios millones de personas han clamado, y no necesariamente en el desierto, que robots sin caquita, eso sí que no.

Y es que, si uno observa detenidamente el asunto, resulta muy cierto que no son sólo sus amos los que sacan al perrito a hacer su puff, un par de veces al día, si no más. Fíjense ustedes bien, y van a ver hasta qué punto son millones y millones los seres humanos que necesitan que el perrito los lleve a ellos a pasear, y no sólo por puff. Fíjense ustedes y verán.

Total que, en un país tan democrático como Francia, tan libre expresión y derechos humanos, tan ejemplar en estos y en otros asuntos, qué otra cosa se puede esperar más que un referéndum sobre el tema caquita-sí-o-caquita-no, responda usted Ouio u Non…

Pues en todas estas cosas, ni más ni menos, andaba pensando Rodrigo Gómez Sánchez, la noche del día triste aquel en que su esposa lo obligó a tomar una decisión: o el gato o ella.

– Y mira, Rodrigo, que además de todo te estoy dando una semana para que te lo pienses. Más buena de lo que soy no puedo ser, pero eso sí: si a mi regreso del sur, dentro de una semana, encuentro a ese monstruo en casa, me largo. ¿Me oyes, Rodrigo?

– …

– ¡Me largo!

– Ya, Betty, ya. Ya te oí.

– Entonces, chau..

– Chau chau, mujer.

Era bastante injusto el asunto, la verdad, pues había sido Betty la que había insistido en traer al monstruo aquel al departamento enano del bulevar Pasteur. Rodrigo se opuso siempre a que le metieran animal alguno en un dos piezas en el que apenas cabían su esposa y él, y una y otra vez alegó que para tener animales domésticos se necesita una casa grande, y por lo menos un jardincito.