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– Como en Lima, Betty, donde los perros y los gatos caseros son felices porque les sobra espacio para correr y jugar. Aquí, en cambio, ya sabes tú. Aquí los castran, los abandonan días enteros, los tiran a la calle en vacaciones, les pegan… En fin, piensa, Betty… Para tener un animal doméstico en París hay que ser, cuando menos, europeo. Y nosotros somos peruanos. Venimos de otro mundo… Del Nuevo Mundo, nada menos… Del inmenso espacio americano… En Lima hay casas en las que hasta un león puede correr feliz por el jardín e incluso bañarse en la piscina, sin que los niños que juegan a su alrededor corran el menor peligro… ¿Me entiendes, Betty?

– Mira, Rodrigo, si en vez de ponerte a soñar tus novelas, las escribieras…

– Juan Rulfo sólo escribió dos libritos, y es un genio, un inmortal…

– Mira, idiota, vuélveme a mencionar los dos libritos de Rulfo y yo mañana mismo, a primera hora, te traigo dos gatos, en vez de uno.

Y así, entre amenaza y amenaza, llegó Gato Negro al departamento enano de los Gómez Sánchez. y llegó tal como se iba a ir, o sea ya viejo, ya inmenso de gordo, ya horroroso y encima de todo ya absolutamente neurótico. Llegó sin edad y sin nombre, e igualito se iba a ir, porque lo de Gato Negro era una mera convención, una forma de llamar a ese espantoso animalejo que los Gómez Sánchez empleaban sin el más mínimo resultado, sin que el tal Gato Negro les hiciera nunca el menor caso, sin que se diese siquiera por aludido ni se dignara soltarles un maullido, pegarles una miradita o hacer algo con esa inmensa cola, por lo menos, cuando de cosas tan importantes como su comida se trataba. Nada. Nada de nada.

O lo que el Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían los Gómez Sánchez, solía explicarles así:

– Ese pobre gato no está acostumbrado a oír un francés tan malo como el que ustedes dos hablan. ¿No les da vergüenza? Como treinta años en París y siguen sin aprender el idioma. Todo un récord. ¿Y qué culpa puede tener ese pobre bicho? Por más horroroso y neurótico que sea, de eso sí que no lo pueden culpar. Está en su país y tiene sus derechos.

Gato Negro jamás escuchó estas conversaciones. Jamás supo, tampoco, que entre todos los amigos de Rodrigo había uno que, por lo menos, no lo odiaba tanto. Y es que poco a poco fue desapareciendo en el departamento enano de los Gómez Sánchez. Simple y llanamente se metía en el cajón inferior de la única cómoda que éstos poseían (situada, nada menos, que en el dormitorio del dos piezas) y ahí permanecía una eternidad, antes de que alguien lo volviera a ver. ¿Cómo lograba abrir el cajón el animal ese de miércoles? Inútil intentar saberlo, porque Gato Negro era como invisible. Y el día en que al cajón le pusieron una chapa y le echaron llave, Gato Negro, silenciosísimo, además de transparente, sencillamente abrió un agujerote por el lado izquierdo de la cómoda y volvió a tomar posesión de su mundo.

De ahí sólo salía para comer, pero ¿en qué momento, diablos?

Los Gómez Sánchez se desesperaban. ¿Era total indiferencia o puro despecho lo de ese miserable gato? Rodrigo pensaba que era despecho, estaba seguro de que era purito despecho de un animal que, debido a lo enano que era el departamento, tenía que oírlos cada vez que se repetía la eterna y odiosa discusión que lo concernía:

– Hoy te toca darle de comer a ti, Betty.

– A mí nunca me toca darle de comer, idiota. Yo le abro su lata esa asquerosa sólo cuando me da la gana…

– Pero habíamos quedado en turnamos, mujer. Al menos cuando no estás de viaje.

– Sí, pero yo trabajo, y tú no escribes.

Las horas y el lugar en que meaba o defecaba Gato Negro fueron siempre un misterio para sus dueños, aunque en algún momento tenía que pegarse su escapada callejera o techera, porque de lo contrario un departamento tan enano como ése hace siglos que habría empezado a apestar a muerte. Pero bueno, éste era un problema que los Gómez Sánchez ni se planteaban, casi.

– Alguna virtud tiene que tener ese asqueroso animal -repetía, muy de tarde en tarde, Betty Gómez de Gómez Sánchez-. Alguna virtud tiene que tener el monstruo ese.

Y puede ser muy cierta la siguiente explicación del Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían Betty y Rodrigo:

– Con toda seguridad, Betty, Gato Negro te ha oído decir esas cosas de él, un día en que andaba de muy mal humor, debido a un fuerte y perseverante insomnio. Si no, ¿qué otra explicación puede haber para semejante cambiazo, así, de la noche a la mañana…?

En efecto, qué otra razón podía haber para que, en menos de lo que canta un gallo, se produjera un cambio tan grande en el comportamiento de Gato Negro. De una vida tan encerrada en sí mismo, y en el cajón de la cómoda, que lo volvía prácticamente invisible, Gato Negro se convirtió en una verdadera ladilla, en una real pesadilla para Betty Gómez de Gómez Sánchez. Pulga, ladilla, chinche, el gato del diablo ese, siempre tan inmóvil, siempre tan pesadote y tan lento, ahora en una fracción de segundo aparecía y desaparecía tras haberse meado bien desparramadito por toda la maleta ya lista para cerrar de la tal Betty.

Ella que tanto preparaba sus equipajes, ella que se gastaba en ropa una fortuna que para nada tenía y ella que estaba a punto de cerrar su maleta, imitación Louis Vuitton, y salir disparada rumbo a la estación de tren, rumbo al aeropuerto. ¡Mierda! ¡Gato de mierda! ¡En qué momento le había desparramado toda esa pestilencia sobre sus blusas de seda y sus faldas de marca! ¿En qué momento, ¡mierda!, si ella no se había movido del dormitorio y la maleta tampoco de ahí encima de la cama? Y ahora, ¿qué…?

El tren se le había ido otra vez, una mañana, el avión se le había ido también otra vez, una tarde. Citas a las que no se llegó, posibles ventas que no se hicieron y un jefe que me amenazará nuevamente con despedirme. Betty Gómez de Gómez Sánchez trabajaba de visitadora médica en los laboratorios Roche-Laroche, y se pasaba la vida recorriendo Francia en tren o en avión, de norte a sur y de este a oeste, con mucho mérito, es cierto, pero también con una desmedida aunque siempre frustrada ambición económico-social.

O sea que dentro de una semana, cuando ella regresara de visitar médicos por el sur de Francia, el novelista sin novelas -bueno: algo es algo- Rodrigo Gómez Sánchez tenía que haber escogido ya: o Betty Gómez (la mujer de regular vida, remoto origen, de alma y aspecto sumamente huachafos, que él un día amó un poquito y que lo pescó, con llevada al altar y todo, de puro solo y César Vallejo que se sentía Rodrigo en París con aguacero) o Gato Negro, un animal horroroso pero que qué culpa tenía de nada, el pobre.

Rodrigo Gómez Sánchez (altote pero paliducho, sacolargo y desgarbo aparental, total, familia de muy respetable y doctorada burguesía provinciana, empobrecida cada vez más -y en Lima, que es lo peor de todo-, alma de artista grande, permanente indecisión de escéptico de marca mayor, memoria prodigiosa, bondad total, indefensión ídem, y vida bohemia que, por un descuido de solitario, se le acabó un día ante un altar) cerró la novela de Luis Rafael Sánchez que estaba leyendo, aunque no sin que antes su asombrosa memoria registrara una serie de frases de ese gran amigo y escritor puertorriqueño, que realmente le dieron mucho que pensar. La bohemia es el credo de descreer, era una de las frases por las que Rodrigo se sintió profundamente concernido. También le había gustado mucho eso de Los hombres se marchan fumando, pero, cosa rara, con todo lo noctámbulo y disipado que había sido él, en su vida había encendido siquiera un cigarrillo, aunque sí había admirado a muerte a esos hombres duros que, en el cine en blanco y negro y años cuarenta, no paraban de fumar y de llegar y de volver a marcharse fumando, pistola en mano y masticando un inglés absolutamente antishakespeareano.

Pero la frase de Luis Rafael Sánchez que más lo concernía, al menos hasta ese momento, es la que afirma que Una mujer indecente es lo penúltimo. ¿Qué es lo último, entonces? ¿El pobre Gato Negro? ¿Un animalejo que sólo logra defenderse a meadas -perfectamente bien desparramadas, eso sí- de la maldad de una gente con la que jamás, ni en su peor pesadilla, soñó vivir…? Sí, está muy bien eso de que los hombres se marchen fumando. Nada tengo contra ello, ni siquiera en el mundo antitabaco en que vivimos. Pero yo, si quiero portarme como todo un hombre, lo que realmente tengo que hacer es acercarme y no marcharme del problemón que me espera.

El regreso de Betty -¿lo penúltimo?-, dentro de sólo cuatro días, ya, era el tremendo problema al que Rodrigo Gómez Sánchez tenía que acercarse. Y cuanto antes, mejor, basta ya de parsimonias, oye tú. O sea que Rodrigo se incorporó con una desconocida agilidad, incluso con una limpieza de movimientos que él mismo calificó de felina -¿súbita simpatía por Gato Negro?-, y atravesó raudo el par de metros de ridícula salita-comedor-escritorio que lo llevaba hasta el teléfono y el único amigo realmente divertido que tenía, el Gordo Buenaventura.

– Oui, j'écoute…

– Santiago, viejo… Soy yo… Rodrigo…

– ¿Qué pasa, antihéroe?

– Gato Negro, hermano… Gato Negro y un ultimátum… Betty regresa del sur dentro de cuatro días y…

– No entiendo nada, compadre… ¿Le pasa algo a Betty?

– No, no… Pero me ha asegurado que si regresa y encuentra a Gato Negro, se va ella de la casa.

– ¿Casa? ¿De qué casa me estas hablando? ¿O estás borracho?

– Del departamento, perdón… Betty se larga para siempre del departamento, de mi vida, de todo…

– ¡Cojonudo, antihéroe…! ¿Qué más quieres? Dispondrás de un par de centímetros cuadrados más, para empezar. Y mira, ahora que lo pienso bien: tú deja que llegue Betty, pero antes métele un buen valium a Gato Negro en la leche. Así ella te encuentra con michimichi bien dormidito y ronroneando feliz entre los brazos, y tu elección habrá quedado clarísima, sin que tengas ni que abrir la boca, siquiera. Betty se larga, entonces, y en seguida llego yo y te acompaño donde un veterinario para que le ponga una buena inyección a ese pobre infeliz…

– ¿Matarlo, dices, Santiago? ¿Mandar matar yo a Gato Negro?

– Exacto. Y recuperar tu total libertad. Y volver a tu vida bohemia, o de vago, como prefieras llamarla. A lo mejor hasta te da por escribir algo, viejo…