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– Y tú, ¿qué tal ayer? -preguntó Manolo.

– Nada mal. Caminé durante un par de horas, y sin saberlo llegué a un cine en que daban una película peruana.

– ¿Peruana? -exclamó Manolo sorprendido.

– Peruana. Para mí también fue una sorpresa.

– Y ¿qué tal? ¿De qué trataba?

– Llegué muy tarde y estaba cansado -dije, excusándome-. Me gustaría volver… Creo que era la historia de dos indios.

– ¡Dos indios! -exclamó Manolo, echando la cabeza hacia atrás-. Eso me recuerda algo… Pero, ¿a qué demonios? Dos indios -repitió, cerrando los ojos y manteniéndolos así durante algunos minutos.

Vaciamos nuestras copas. Habíamos terminado la primera botella, y estábamos bebiendo ya de la segunda. Hacía calor. Yo, al menos, tenía mucha sed.

– Tengo que recordar lo de los indios.

– Ya vendrá; cuando menos lo pienses.

– ¡Nunca puedo acordarme de las cosas! Y cuando bebo es todavía peor. Es el trago: me hace perder la memoria, y mañana no recordaré lo que estoy diciendo ahora. ¡Tengo una memoria campeona!

Manolo parecía obsesionado con algo, y hacía un gran esfuerzo por recordar. Bebíamos. La segunda botella se terminaría pronto, y la tercera vendría con la puesta del sol y los cigarrillos, con los indios de Manolo, y con mi interés por saber algo más sobre él.

– ¡Salud!

– No pidas otra -dijo Manolo-. Sale muy caro. Vamos al mostrador; allá los tragos son más baratos.

Nos acercamos al mostrador y pedimos más vino. A mi lado, Manolo permanecía inmóvil y con la mirada fija en el suelo. No lograba verle la cara, pero sabía que continuaba esforzándose por recordar.

– ¡Siempre me olvido de las cosas! -sus dientes rechinaron, y sus manos, muy finas, parecían querer hundir el mostrador; tal era la fuerza con que las apoyaba.

– Manolo, pero…

– Siempre ha sido así; siempre será así, hasta que me quede sin pasado.

– Ya vendrá…

– ¿Vendrá? Si sintieras lo que es no poder recordar algo; es mil veces peor que tener una palabra en la punta de la lengua; es como si tuvieras toda una parte de tu vida en la punta de la lengua, ¡o sabe Dios dónde! ¡Salud!

Estuvo largo rato sin hablarme. Miré hacia un lado, vi la puerta del baño, y sentí ganas de orinar. «Ya vengo, Manolo.» En el baño no había literatura obscena: olía a pintura fresca, y me consolaba pensando que hubiera sido la misma que en cualquier otro baño del mundo: «Los hombres cuando quieren ser groseros son como esos perros que se paran en dos patas; como todos los demás perros». Pensé nuevamente en Manolo, y salí del baño para volver a su lado. Todas las mesas del café estaban ocupadas, y me pareció extraño oír hablar en italiano. «Estoy en Roma», me dije. «Estoy borracho.» Caminé hasta el mostrador, adoptando un aire tal de dignidad y de sobriedad, que todo el mundo quedó convencido de que era un extranjero borracho.

– Aquí me tienes, Manolo.

Volteó a mirarme y noté que tenía los ojos llenos de lágrimas. «Le está dando la llorona. Me fregué.» Puso la mano sobre mi hombro. «Toca un poco la guitarra.» Me estaba mirando.

– Sólo he amado una vez en mi vida…

– ¡Uy!, compadre. A usted sí que el trago le malogra la cabeza.

Ayer me contaste que te has enamorado dos veces; dos, si descontamos a la monjita.

– No se trata de eso… Esta muchacha no quiso, o no pudo quererme.

– ¿Cómo fue lo de la monja? Eso de intentar matarse por una monja debe ser para cagarse de risa.

– ¡No jodas!

– Está bien, Manolo. Estaba bromeando; creí que así todo sería mejor.

También yo empezaba a entristecer. Sería tal vez que me sentía culpable por haberlo hecho beber tanto, o que lo estaba recordando ayer, hace unas horas, tan indiferente, como oculto en su silla, y escondiendo las manos en los bolsillos entre cada trago. Ya no se acordaba de sus manos, una sobre mi hombro con los dedos tan largos cada vez que la miraba de reojo, y la otra, flaca, larga, desnuda sobre el mostrador, los dedos nerviosos, y se comía las uñas. Puse la mano sobre su hombro.

– ¿Qué pasó con esa muchacha? ¿Te dejó plantado?

– Eso no es lo peor -dijo Manolo-. Ni siquiera se trata de eso. Lo peor es haber olvidado… No sé cómo empezar… Hubo un día que fue perfecto, ¿comprendes? Un momento. Un instante… No sé cómo explicarte… No me gustan los museos, pero ella llegó a París y yo la llevaba todas las tardes a visitar museos…

– ¿Fue en París? -pregunté tratando de apresurar las cosas.

– Sí -dijo Manolo-. Fue en París -mantenía su mano apoyada en mi hombro-. La guitarra… No es verdad… No la tengo… La…

– Vendiste, para seguir invitándola. ¡Salud!

– Salud. Era linda. Si la vieras. Tenía un perfil maravilloso. La hubieras visto… Se reía a carcajadas y decía que yo estaba loco. Yo bebía mucho… Era la única manera… Dicen que soy un poco callado, tímido… Se reía a carcajadas y yo le pedí que se casara conmigo. Hubieras visto lo seria que se puso…

Se golpeaba la frente con el puño como golpeamos un radio a ver si suena. Ya no nos mirábamos; no volteábamos nunca para no vernos. Todo aquello era muy serio. Sentía el peso de su mano sobre mi hombro, y también yo mantenía mi mano sobre su hombro. Todo aquello tenía algo de ceremonia.

– Es como lo de los indios -dijo Manolo-. Jamás podré acordarme.

– ¿Acordarte de qué, Manolo?

– Los recuerdos se me escapan como un gato que no se deja acariciar.

– Poco a poco, Manolo.

– Un día -continuó-, ella me pidió que la llevara a Montmartre; ella misma me pidió que la llevara… Me hubieras visto; ¡ay caray! La hubieras visto… Morena… Sus ojazos negros… Su nombre se me atraca en la garganta; cuando lo pronuncio se me hace un nudo, y todo se detiene en mí. Es muy extraño; es como si todo lo que me rodea se alejara de mí…

– En Montmartre -dije, como si lo estuviera llamando.

– Yo estaba feliz. Nunca me he reído tanto. Ella me decía que parecía un payaso, y yo la hacía reír a carcajadas, y le decía que sí, que era el bufón de la reina, y que ella era una reina. Y ella se paraba así, y se ponía la mano aquí, y se reía a carcajadas. Entramos en un café. Vino y limonada. Vino para mí. Hablábamos. Ella tenía un novio. Había venido a pasear, pero iba a regresar donde el novio. Cuando hablábamos de amor, hablábamos solamente del mío, de mi amor… Amaba la forma de sus labios dibujada en el borde de su vaso. Empezaba a amar tan sólo aquellas cosas que podían servirme de recuerdo. Ahora que pienso, todo eso era bien triste… La música. Conocíamos todas las canciones, y empezábamos a estar de acuerdo en casi todo lo que decíamos… Estaba contenta. Muy contenta. No quería irse. El perfil. Su perfil. Yo estaba mirando su perfil… Lo recuerdo. Lo veo… De eso me acuerdo. Hasta ahí. Hasta ese instante. Y ella empezó a hablar: «Eres un hombre…». ¿Qué más…? ¿Qué más…?

– Comprendo, Manolo. Comprendo. Te gustan tus recuerdos y por eso te gusta pasar las horas sentado en un café. Si tu recuerdo está allí, presente, todo va bien. Pero si los recuerdos empiezan a faltar, y si no hay nada más…

– ¡Exacto! -exclamó Manolo-. Es el caso de esas palabras. Me he olvidado de esas palabras, y son inolvidables porque creo que me dijo… ¡No, no sé!

– ¿Y lo de los indios?

Manolo me miró fijamente y sonrió. La ceremonia había terminado, y bajamos nuestros brazos. Aún había vino en las copas, y terminarlo fue cosa de segundos. Podríamos haber estado más borrachos.

– Paguemos -dijo Manolo-. En mi casa tengo más vino, y puedes quedarte a dormir, si quieres.

– Formidable.

Sonreíamos al pagar la cuenta. Sonreíamos también mientras nos tambaleábamos hasta la puerta del café. Creo que eran las once de la noche cuando salimos.

Creo que fue una caminata de borrachos. Orinamos una o dos veces en el trayecto, y me parece haber dicho «ningún peruano mea solo», y que a Manolo le hizo mucha gracia. Después de eso, ya estábamos en su cuarto. No encendimos la luz. Nos dejamos caer, él en una cama, y yo sobre un colchón que había en el suelo.

– Una botella para ti, y otra para este hombre -dijo Manolo.

– Gracias.

Abrir las botellas fue toda una odisea. Nuevamente fumábamos, bebíamos, y yo empecé a sentir sueño, pero no quería dormirme.

– La historia de la monja, Manolo -dije-. Debe ser muy graciosa.

– También un día me costó trabajo acordarme de eso. Es un recuerdo de cuando era chico; tenía diez años y estaba en un colegio de monjas. Había una que me traía loco. Un día me castigó y era para pegarse un tiro. Quise vengarme, y rompí un florero que estaba siempre sobre una mesa, en la clase, pero nunca falta un hijo de puta que viene a decirte que la madre lo guardaba como recuerdo de no sé quién. Me metieron el dedo; me dijeron que la monja había llorado, y me entró tal desesperación, que me trepé al techo del colegio. Te juro que quería arrojarme.

– ¿Y?

– Nada: era la hora de tomar el ómnibus para regresar a casa, y bajé corriendo para no perderlo. A esa edad lo único que uno sabe es que no se va a morir nunca.

– Y que no debe perder el ómnibus -agregué, riéndome.

– ¡El ómnibus! -exclamó Manolo-. Espérate… Eso me recuerda… ¡Los indios! Los dos indios. ¡Espérate…! Lentamente… Desde el comienzo. Déjame pensar…

Sentía que el sueño me vencía. El sueño y el vino y los cigarrillos. Encendí otro cigarrillo, y empecé a llevar la cuenta de las pitadas para no dormirme.

– El ómnibus del colegio me llevaba hasta mi casa -dijo Manolo-. Llegaba siempre a la hora del té… Sí, ya voy recordando… Sí, ahora voy a acordarme de todo… Había una construcción junto a mi casa… Pero, ¿los dos indios…? No, no eran albañiles… Espérate… No eran albañiles… Recuerdo hasta los nombres de los albañiles… Sí: el Peta; Guardacaballo; Blanquillo, que era hincha de la «U»; el maestro Honores, era buena gente, pero con él no se podía bromear… Los dos indios… No. No trabajaban en la construcción… ¡Ya! ¡Ya me acuerdo! ¡Claro! Eran amigos del guardián, que también era serrano. Sí. ¡Ya me acuerdo! Pasaban el día encerrados, y cuando salían, era para que los albañiles los batieran: «Chutos», «serruchos», les decían. Pobres indios…