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– Yo no podría matar a ese animalito…

– Ah, caray, conque ahora ya es animalito el monstruo ese…

– Santiago…

– Escúchame, Rodrigo… Morir debe ser para ese pobre gato una verdadera liberación. Y te lo juro: yo, en su lugar, ya me habría suicidado… O sea que nada pasará con pegarle su ayudadita… Te lo agradecerá, incluso, desde el otro mundo. Suicídalo y vas a ver…

– Más difícil que anestesiar un pez, operarlo y sacarle las tres letras.

– ¿Qué dices? Repite, por favor.

– Nada. No tiene importancia. Era una frase de Luis Rafael Sánchez. Se me vino de golpe a la cabeza y se me escapó.

– Y yo algo creo haber entendido… ¿Me equivoco si te digo que esas palabras tienen algo que ver con el ultimátum de Betty?

– Bueno, sí, lo reconozco…

– ¿Y qué vas a hacer, entonces? Porque de regalar al pobre Gato Negro, nada. Imposible. Ni con plata encima te acepta nadie a semejante monstruo. Si además parece que, en edad de animales, nos lleva como mil años…

Por llamadas telefónicas, Rodrigo Gómez Sánchez no se quedó corto. Agotó incluso su agenda, y a veces con llamadas tan absurdas como las interurbanas, a algunos conocidos de provincias. Santiago Buenaventura tenía toda la razón. Nadie, absolutamente nadie, le iba a aceptar jamás a Gato Negro. Y faltaban sólo tres días para que llegara Betty.

Y ahora faltaban ya sólo dos días para que llegara Betty y la única novedad era que Rodrigo había intentado enchufarle a Gato Negro al viejo y solitario portero del edificio en que vivía. Le explicó, larga y tendidamente, su muy difícil situación a monsieur Coste, con una voz cada vez más arrodillada, cada vez menos voz, cada vez más nudo y carrasperitas…

…Gato Negro… él mismo se ocuparía de Gato Negro, sólo que a escondidas. Por lo demás, el pobre animalito vivía invisiblemente, y monsieur Coste no viajaba nunca. y por último, el problema de la maleta de madame era un problema con su esposa, con nadie más en este mundo que con madame. Se lo juraba, sí, podía jurárselo, porque entre ayer y hoy debo haber hecho mi maleta unas veinte veces, encima de la misma cama, y Gato Negro ni se ha asomado, Gato Negro ha permanecido invisible en su cajón inferior de la cómoda.

– Mais, monsieur Gomés Sanchés, voyons…

– Comprenda usted, monsieur Coste, lo que significaría para mí que Gato Negro continuara viviendo en este mismo edificio…

El portero se convirtió en una puerta de madera y cristal llenecita de visillos sucios, una puerta a la que era ya completamente inútil pedirle algo, y resulta que ahora ya sólo faltaban un día y una noche para que llegara Betty, mañana por la mañana. Rodrigo Gómez Sánchez se sorprendió a sí mismo con un salto felino que lo sacó casi a propulsión de la cama -¿un salto felino, elegante, distinguido, de Gato Negro?-, sin tiempo siquiera para abrir los ojos y catar el sabor tan extraño y fuerte de aquel nuevo día, de aquel importantísimo amanecer. Veinte minutos más tarde, mientras tomaba un café con leche y mordía un pan frío, duro, sin mantequilla ni nada, migajoso, Rodrigo volvía a sorprenderse a sí mismo, pero esta vez sí que muy sorprendentemente: a Gato Negro ni Dios le iba a aplicar una inyección letal. La suya era una decisión tomada por un hombre cabal, un hombre de palabra, y de ahí sí que no lo iba a sacar nadie.

Ahora lo que faltaba era Betty, claro, pero entre el salto felino con que amaneció y la decisión cabal con que desayunó, a Rodrigo como que lo abandonaron para siempre sus energías físicas, psíquicas, también las éticas, y digamos que lo de la fuerza de voluntad jamás había sido su fuerte. O sea que hasta las once de la noche, lo único que hizo, aparte de permanecer en piyama ante una máquina de escribir en vacaciones, fue dejar lo mejor de su almuerzo en el plato de metal chusco en que comía Gato Negro.

…No nos engañemos, Rodrigo… ¿Por qué trajo Betty ese gato horroroso a este departamento enano…? Por dos razones. Primera: para hacerle un favor al Presidente Director General de los laboratorios en que trabaja. Segunda: porque entre sus desmedidas ilusiones está la de querer ser, o al menos parecer, francesa… y veamos ahora qué hay de malo en el punto número uno. Pues todo, en vista de que Betty sólo le hace favores a los que están por encima de ella, jamás a alguien que está por debajo. Y otra cosa mala, pésima, en este mismo punto. Cuanto más arriba está la persona, más humillante es o puede ser el favor que Betty le hace, como por ejemplo el de traerse a este departamento enano un gato del que el Presidente Director General quiere deshacerse por viejo, y del cual ni siquiera se toma el trabajo de decirle a ella el nombre… Atroz… Desde cualquier punto de vista, atroz.

Punto número dos, ahora… ¿Hay algo de malo en eso de querer ser, o al menos parecer, francesa? Bueno, para empezar su francés, que es realmente deplorable, muchísimo peor que el mío… Luego, esto de tener un gato para que la gente en París te sienta un poquito menos extranjera, lo cual querría decir que ya te sienten mínimamente francesa… Pobre Betty… Tontonaza… Tienes el alma huachafa, Betty, y por supuesto que ni sabes que en España, aunque con muy sutiles diferencias que, creo, sólo entendemos los peruanos, huachafo es sinónimo de cursi…

…La cursileria es un romanticismo limitado, escribió Ramón Gómez de la Serna. Pero bueno, basta, en vista de que ni sabes quién fue ese señor… Como tampoco sabes la diferencia que hay entre tu Gómez y el Gómez de mi Gómez Sánchez… y de romántica nada, tampoco… Trepadora, huachafa, acomplejada, ansiosa de borrar recuerdos peruanos para llegar a ser alguito más en París… Toma un borrador y borra tu llegada a Francia, Betty… Un grupo de hombres que vinieron a divertirse y se trajeron unas cuantas adolescentes de Lima, unas cuantas terciopelines, ni siquiera medio… y tú entre ellas… ¿Mala vida…? Ni siquiera eso, que puede llegar a ser hasta respetable… Una puta es un hecho contundente, escribe el poeta Eduardo Lizalde… Mexicano, y ni lo has leído ni lo leerás nunca, Betty… ¿Una mala vida? Qué va… Nada de eso… Una vidita regular… Una vidita de penúltima, en todo caso… y después yo, un cojudazo a la vela, eso sí que sí…

Se hubiera quedado la noche entera hablando consigo mismo Rodrigo Gómez Sánchez, pero en eso sonó el teléfono mil veces, como si la persona que llamaba supiera que alguien tenía que haber en el departamento. Y Rodrigo se descubrió a sí mismo con un trozo de pan frío y duro, sin mantequilla ni nada, migajoso, en una mano, y el auricular de un teléfono en una oreja.

– Sí… Ah, sí… Santiago, ¿no…?

– ¿Y quién, si no, huevas tristes? ¿Por qué no contestas? Ya empezaba a temer que Gato Negro te hubiera puesto la inyección letal a ti.

– Mañana llega Betty… Por la mañana…

– Por eso te estoy llamando, precisamente, pero a ti te da por hacerte el interesante y no contestas. ¿Has tomado una decisión, por fin?

– Más difícil que anestesiar un pez, operarlo y sacarle las cuatro letras…

– Dos y dos son cuatro: pez se escribe con tres letras y gato con cuatro… Ho capito. L'ho capito tutto. Inmediatamente voy para allá.

– ¿Para qué, si estoy en piyama?

– Para ayudarte, pues, antihéroe. Si no, ¿para qué voy a ir? Y es que tengo una gran idea, hermanón… Una gran idea y un costal de yute ad hoc…

Nota: ¿Se puede imaginar un final menos cruel para el gato? Vale la pena intentarlo. Idea de base: Un cambio de fortuna, un gran vuelco, un gato muy viejo y muy feliz… Intentarlo, sí…

O sea que fue Santiago Buenaventura, finalmente, el que decidió que Betty y Rodrigo seguirían viviendo juntos en el departamento enano del bulevar Pasteur. Pero Gato Negro no murió. Todo lo contrario, empezó una nueva vida, una gran vida. Y hasta se podría decir que jamás en el mundo animal alguno ha conocido un cambio de fortuna mayor que el de Gato Negro, que ahora se llama Yves Montand. Así lo ha bautizado su nueva dueña (vieja y sabia prostituta sin proxeneta, o sea una mujer de la vida, sí, pero valiente e inteligente como ninguna, o sea que también con grandes ahorros), de nombre Josette, que lo recogió en el Bois de Boulogne la misma noche congelada en que Santiago Buenaventura y Rodrigo Gómez Sánchez descendieron de un taxi con un costal que se había vuelto loco en el camino.

– Merde, merde, et encore merde! -fueron las últimas palabras de un taxista que huía despavorido, tras haber dejado a ese par de inmundos metecos de mierda ante un árbol y una puta que realmente le impedían ver el bosque.

Esos dos inmundos metecos y el costal loco eran, por supuesto, Santiago Buenaventura, Rodrigo Gómez Sánchez, y Gato Negro defendiéndose panza arriba y panza abajo y panza a un lado y panza al otro, también, cual verdadera fiera (en fin, como realmente se defiende un gato panza arriba), del obligado retorno a la naturaleza al que lo estaban sometiendo ese par de peruanos de mierda. Y es que el taxista ignoraba la inmunda nacionalidad meteca de los dos extranjas esos, pero Gato Negro no.

Fue derrotado, por fin, el pobre animalito, aunque lo correcto sería decir, más bien, que tanto Gato Negro como Rodrigo Gómez Sánchez fueron derrotados. Y es que, en el fondo de su alma, el novelista sin novelas -bueno: algo es algo- jamás deseó retornar a su animalito de compaía a la naturaleza ni a ningún otro lugar que no fuera su cajón inferior de la cómoda. Pero, en fin, ya sabemos que su amigo Santiago Buenaventura fue quien decidió por él.

– Anda. Vístete y busca a Gato Negro.

– ¿Qué piensas hacer con él?

– Tú confía en mí y haz lo que te digo. ¿O no he sido yo tu mejor amigo siempre?

– ¿Y ese costal?

– iQue te vistas de una vez, carajo, te digo!

Por fin se vistió el saco largo de Rodrigo, y mientras tanto Gato Negro ni la más mínima sospecha de que todo ese desorden yesos gritos, a tan altas horas de la noche, lo concernían a él más que a nadie en este mundo. La idea era la siguiente: en vista de que el antihéroe, como nunca en su papel, se negaba a mandar a mejor vida, inyección mediante, a un patético gato al que de golpe se descubrió amando inmensamente (tanto que ahora era a Betty, a su esposa, a quien realmente deseaba abandonar, y no en el Bois de Boulogne, precisamente, sino en el mismito corazón salvaje de la selva amazónica), en fin, en vista de todo eso, Santiago Buenaventura, su mejor amigo, aparecía en el momento más oportuno y, costal, taxi y Rodrigo mediantes (aunque el antihéroe fue más bien un estorbo), ponía en marcha la única alternativa que quedaba: llevarse a Gato Negro al Bois de Boulogne y obligarlo, aunque sea a patada y pedrada limpia, a reinsertarse, a fuerza de instinto de conservación, en una naturaleza de la cual ignoraba absolutamente proceder, de tan urbano que era de padres a abuelos, y así para atrás en los siglos.