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En fin, que también había que ver a qué tipo de naturaleza se le estaba obligando a retornar a patadas. Pues nada menos que a una naturaleza tan domesticada y bonita y tan colorida e inmóvil que ya casi parecía muerta. Y en qué maravilla de ciudad y en qué barrio tan chic, además, salvo por lo de las putas por aquí y putas por allá, con su farolito portátil y todo, porque de boca de lobo sí tenía la noche por esa zona tan recortadita y podadamente agreste del bosque y, claro, el cliente tiene que ver bien la mercancía.

Y ahí pareció quedarse ya para siempre Gato Negro, el patético felino gordo de los Gómez Sánchez del bulevar Pasteur y de orígenes familiares muy dispares, allá en el Perú. Sin embargo, determinadas características de su ensimismado carácter permitieron que Rodrigo Antihéroe olvidase muy rápido el horror que le produjo ver cómo, a patada y pedrada limpia, su animalito de compaía iba desapareciendo en la noche del bosque. Así era él, y en el fondo tenía la suerte de poder pasarse días y noches monologando interiormente, pero jamás dialogando íntegra y verdaderamente consigo mismo. Y esto, en un caso como el suyo, era en verdad una suerte, por ser su vida en general bastante mediocre y tristona.

La pena, claro, fue que Rodrigo Gómez Sánchez jamás llegara a enterarse del tremendo final feliz que tuvo la historia de Gato Negro. Fue tan bello aquel final, que ya sólo hubiera faltado que Betty se matara en el avión de regreso a París, para que también su patética vida matrimonial acabase apoteósicamente. Pero bueno, la suerte fue toda de Gato Negro, que, no bien se atrevió a asomar la aterrada cabezota por detrás de un árbol, aquella misma noche en que lo patearon a muerte y en dirección naturaleza, fue visto por Josette, una vieja y sabia mariposota nocturna que en un abrir y cerrar de ojos ya le había tomado un inmenso cariño, y que horas más tarde lo bautizó Yves Montand, con champán y entre regios almohadones. Muy poco después, ambos se jubilaron juntitos y terminaron sus días de leyenda en una pequeña villa de la Costa Azul, por supuesto que gracias al valor y la perseverancia de una prostituta que jamás tuvo proxeneta, o sea que pudo ahorrar horrores.

FIN

9 de noviembre, 1996. Acabo de arruinar «Retrato de escritor con gato negro». Pero, en fin, como dice -piensa, más bien- por ahí Rodrigo Gómez Sánchez, «algo es algo». Lo demás, lo de siempre. Lo más íntimo. Lo sólo mío. Pongo en mis escritos lo que no pongo en mi vida. Por eso creo que no los termino nunca. Y no pongo en mi vida lo que pongo en mis escritos. Por eso es que vivo tan poco y tan mal. En fin, qué diablos importa todo esto en un momento en que mi vida se limita a un gato y un bosque.

Sergio Murillo cerró su diario, lo ocultó de su esposa en el lugar de siempre y se dirigió a la cocina para recoger la bolsa de comida que, cada noche, desde hacía exactamente dos semanas, le llevaba a Félix, su gato. La depositaba en el mismo lugar del Bois de Boulogne en que tuvo que abandonar al pobre Félix, con la ayuda de su viejo amigo Carlos Benvenuto, ya que el pobre animalito era tan urbano que hasta parecía ignorar la existencia de los bosques, y se defendió literalmente como gato panza arriba. Nancy, en efecto, cumplió con su eterna amenaza y terminó obligándolo a elegir entre ese maravilloso gato y ella. Y claro, él no tuvo elección.

Pero bueno, Sergio Murillo ya sabía que esto del bosque se tenía que acabar. No le iba a durar toda la vida lo de andar llevando cada noche una bolsa llena de comida y recogiendo otra vacía, del día anterior. No, no se iba a repetir jamás el sueño aquel de un hombre que, hasta el día mismo de su muerte, se da una cita nocturna con un gato, siempre delante del mismo árbol. Lo de ahora, en cambio, podía ocurrir muy fácilmente. Y explicarse muy fácilmente, también. Un gato negro y urbano vive mal en el bosque, aunque alguien lo alimenta ocultamente. Por fin, un día, las fieras del bosque, que desde que apareció por ahí lo vienen espiando, descubren lo bien que se alimenta ese hijo de mala madre, y se lo devoran con su comida y todo. Alguien se siente tremendamente solo, en una pesadilla. Y llora en un taxi de regreso.

La muerte más bella del 68

Para Alfonso Flaquer, fraternalmente

Me imagino que me gustaría contar esta historia de una forma determinada. Pero, en realidad, mi situación en aquellos años pecaba precisamente de todo lo contrario: pecaba de indeterminación. En Francia, entonces, se militaba mucho, siempre eso sí hacia la izquierda. Yo, que en ese sentido no tenía ningún problema, porque desde niño supe que mi corazón lo tenía a la izquierda, creía pues que tenía las cosas muy claras.

Pero no, señores. Resulta que el cine norteamericano, por provenir del imperialismo yanqui, era todo de derechas. Asunto grave para mí, porque en mi país de proveniencia, o sea en el Perú, casi todito el cine que llegaba venía de los Estados Unidos. Había, por supuesto, el cine San Martín, donde uno tenía que soplarse el Nodo y no entender nada sobre cómo y por qué Franco había inaugurado algún pantano, en algún lugar que a lo mejor no quedaba muy lejos de donde había nacido don Luis Buñuel, que además vivía en México y que hacía de director de la película que uno iba a ver enseguida con el título de Se han robado un tranvía, o Muerte en este jardín.

Pero resulta que en esas películas no salían ni John Wayne, ni Frank Sinatra, cuando era flaco, ni Dean Martin, cuando no quería ir a la guerra con Marlon Brando, en Los jóvenes leones. En fin, que lo único que uno había visto al salir del cine era a Franco inaugurando un pantano, en el cine San Martín, de la distribuidora de don Eduardo Ibarra.

También había los cines franceses, que se llamaban Le Paris y Biarritz, pero ahí tampoco salían ni John Wayne, ni Dean Martin, ni Humphrey Bogart, ni siquiera el inmortal Indio Bedoya, mexicano oficial de Hollywood, cuya frase favorita era la siguiente: Pancho, bring pronto my pistolas, that I go to kill the General Gómez. Ahí, en esos cines, en el Biarritz y en el Paris, salían las pecaminosas Myléne Demongeot y Brigitte Bardot, con la recomendación muy seria puesta en los periódicos: «Para adultos, no recomendable para señoritas».

Yo me seguía acordando de John Wayne, Richard Widmark, Dean Martin y Jane Mansfield, que además murió decapitada en la vida real. Y también, por supuestísimo, me acordaba de una cosa. Me acordaba de mi gran Richard Widmark, porque tenía mi tesoro privado cinematográfico, que era esa película suya llamada El Rata, en que cuando besaba a su novia en un muelle, y mientras la besaba (ella se llamaba Jean Peters), le robaba la cartera.

Bueno, después me vine a Europa, donde era pecaminoso para la izquierda seguir viendo a esos actores maravillosos. Entonces, ya en 1964, recién llegadito a todo, o sea a Europa y a la izquierda, que no era la de mi corazón, me escapé al cine. Vi que anunciaban una en que trabajaban Dean Martin, Kim Novak y Felicia Farr, que en la vida real estaba casada con Jack Lemon. Entonces me metí a ese cine. La película se llamaba Bésame, idiota, y era dirigida por Billy Wilder, y me divertí como un ser independiente. Me reí a carcajadas con la canción aquella llamada Sofía y con la noche entera en que Dean Martin trata de seducir a Kim Novak, que hace de esposa y dueña de casa, mientras que Felicia Farr hace de puta, mientras su esposo trata de seducir a Dean Martin, poniéndole a una puta llamada Kim Novak, para que se sienta dueña de casa y esposa y él cante una canción llamada Sofía, y el asunto termine todo con final feliz aunque con Kim Novak nostalgiquísima de su noche de falsa esposa fiel y Felicia Farr de lo más contenta con su noche de puta falsa.

Después, lógicamente, salí a la calle e intenté buscar a algún amigo que, como yo, hubiese visto Bésame, idiota. Me expulsaron de todas las casas de todos los peruanos que había en París. Y me sentí solo en la calle y anduve repartiendo besos volados, de François Truffaut, como un idiota, y nadie me los recibió ni a la volada. Tomé un taxi, yo que entonces no tenía ni para metro (ya ni hablar de la Metro Goldwyn Mayer) y le pedí que me llevara hasta Montmartre. El taxista, que era gruñón, o sea parisino, me preguntó que para qué quería ir tan lejos, y yo le expliqué que era un asunto de besos de Dean Martin, Kim Novak y de Felicia Farr, con lo cual comprenderán, ustedes señores, que el tipo me dijo: Mire, si lo que usted desea es ir a Hollywood, tome un avión o un barco, pero esto es un taxi.

Me dejó, como se suele decir, en la misma calle, quiero decir en la misma calle en que lo tomé. Y recuerdo con todo el cariño del mundo mi larga caminata, mi travesía del barrio 17, mi cruce del Boulevard Pigalle y mi encuentro final con el funicular que llevaba a Montmartre. Ahí intenté repartir un par de besos, idiotas, y lo único que recuerdo es que alguien me dijo: Ha llegado usted al punto más alto de París, hablando de una película que aquí nadie conoce y ahora baje, sí, señor, empiece a bajar, váyase al mismísimo infierno.

Todo eso sucedió en 1964, o a lo mejor fue el 65. Después decidí olvidarme de aquella vivencia, olvidarme del Perú, del cine que había visto, y sobre todo de Richard Widmark, mientras en El Rata le daba a su novia, Jean Peters, besos robados porque le estaba robando la cartera.

La verdad es que Neruda dice que es bien largo el olvido, pero mi opinión personal es que es bien largo el recuerdo. Ya después me volví un hombre serio. Nunca más volví a ver una película norteamericana, e incluso recuerdo haberme entretenido mucho viendo películas italianas, españolas, francesas. Me acuerdo, además, que fui afortunado, que una vez en la cinemateca se sentó a mi lado Elsa Martinelli, y que ella y yo, a la salida, nos pusimos de acuerdo en que ella era muchísimo más bonita en la vida real que en la pantalla. Y me acuerdo que le conté que en aquella película llamada Un amor en Roma, yo nunca entendí por qué diablos a ella la plantó aquel actor desconocido, por una ninfómana francesa que valía muy mucho menos que ella. Eso le hizo mucha gracia a Elsa, y así nos despedimos, sonriendo.