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Pero no voy a esto, porque hoy Conrado galopa de nuevo y hasta ha regresado a España, estando yo ya en el Perú. A lo que voy es a una llamada que le hice para saber si aquel turista italiano había tenido al menos el gesto de visitarlo en el hospital y ofrecerle una ayuda, en los días siguientes al accidente, en los momentos graves, duros y dolorosos. Yo sabía que el italiano había salido ileso de un automóvil alquilado y que iba en compañía de una formidable jinetera de raza negra total y bellísimos e inmensos ojos azules. Yo sabía incluso que el italiano se había prendado de esa mujer y deseaba llevársela con él a Roma.

– Pero dime, Conrado, ¿ese hombre te visitó, siquiera?, ¿te ayudó?, ¿te indemnizó?

– Él trató, mi hermano. Sí, sí quiso ayudarme. Pero yo no podía aceptarle.

Ese hombre a mí me daba mucha pena, ¿sabes, mi socio? ¿Tú te imaginas lo cara que le iba a salir esa hembra, allá en Italia, así tan negra y escultural y con esos ojazos azules? ¿La cantidad de cuernos que le iba a poner…? No, mi hermano, no hubiera sido correcto de mi parte… Ese hombre necesitaba mucho mucho dinero, mi socio. Porque tú no te imaginas la calidad de prostituta que el pobre se estaba llevando pa’ Italia.

Todo esto lo decía una persona a la que le quedaban pocos huesos sin yeso, de pies a cabeza. Ah… Mi hermano… Mi socio… Mi amigo Conrado.

Bob Davenport ha desaparecido

Nos conocimos en París, en 1964, y, la verdad, el hombre nunca tuvo culpa alguna en aquello de mirarme un poquito para abajo o de aplicarme la más burlona de sus tímidas sonrisas o de dirigirme alguna de sus irónicas frases, cada vez que me veía. Y me veía a menudo, durante aquellos primeros nueve meses en París, porque era amigo del muchacho con el que yo compartía un estudio en la rue de l'école Polytechnique. En efecto, Bob Davenport era amigo de Allan Francovich, uno de mis más queridos compañeros del colegio San Pablo, en Lima, en plena adolescencia, y yo había perdido todo contacto con él desde que se marchó a Estados Unidos a estudiar en la universidad de Notre Dame. Siete largos años después, Allan y yo nos encontramos en París, en una oficina de correos. Yo había llegado a Francia el día anterior y él ya llevaba algo más de un año viviendo en la ciudad universitaria, pero ahora deseaba compartir un departamento con alguien en el barrio latino y, a este nivel, aquel encuentro fue providencial para ambos, pues también yo andaba en busca urgente de un alojamiento.

Allan era un muchacho extremadamente tímido, lleno de temores, inhibiciones y complejos, y era también el hombre más desordenado y caótico que he conocido jamás. La mesura nunca existió para él y su capacidad para sacar las cosas de su lugar sólo era comparable a la privilegiada inteligencia con que vino al mundo. Escucharlo hablar podía ser un gran placer pero la verdad es que vivir con él no era nada fácil. Allan siempre había tenido una tendencia al fanatismo, además, y ya en la adolescencia en el Perú yo lo había visto pasar de ser un hombre sonriente y bromista, totalmente ajeno a los asuntos de la religión, a una veloz conversión al catolicismo que lo hacía pasarse noches enteras rezando ante la puerta cerrada de alguna iglesia de Cerro de Pasco, en aquel campamento minero en que trabajaba su padre y en el que tan hermosos y dramáticos momentos pasé en mi adolescencia. Pero ahora, en París, Allan había olvidado todo aquello y más bien le molestaba mucho que yo se lo recordara con mi sola presencia. Y este hecho, mezclado con su más reciente fanatismo, el sartreano, más el odio por el autor sobre el cual yo hacía mi tesis de doctorado, poco a poco le empujaron a hablar mal de mí a todos sus amigos. Y aunque jamás tuvimos enfrentamiento alguno, la verdad es que aquel año que compartimos alojamiento cada uno hizo su vida por su lado y yo me resigné a vivir en medio del más absoluto desorden e incluso soporté con una sonrisa en los labios el que alguna vez se metiera a lavar toda nuestra ropa junta con algún trapo o camisa o qué sé yo, pero rojísimo y que desteñía a gritos, obligándome desde entonces a vestir ropa interior rosada por mucho tiempo. Y también me hacía el disimulado cuando, en el metro, este hombre, que gustaba fanfarronear y exhibir a gritos su inteligencia y cultura entre sus amigos, se aterrara ante la presencia de una bella muchacha. Recuerdo que una vez el viaje fue largo y que íbamos los dos de pie y al frente se había parado una chica realmente preciosa. Era pleno invierno y Allan llevaba abrigo y bufanda y a punto estuvo de ahorcarse varias veces con esa bufanda, sólo de los nervios y el pánico que le producía la presencia de esa muchacha.

Llegado el verano, yo partí rumbo a Italia y Allan se fue siguiendo a una linda muchacha a Estados Unidos. Carol Johnson se llamaba aquella chica, que, estoy seguro, lo desvirgó, allí en nuestro estudio parisiense, quitándole muchas toneladas de podrido miedo del cuerpo. Pero aquel romance no duró mucho y Carol regresó a Europa para continuar sus estudios de filosofía en Londres. La volví a ver una sola vez en París y me contó que se ganaba muy bien la vida haciendo la danza del vientre para jeques árabes que visitaban Londres. Como le puse cara de escepticismo, Carol cogió una maletita que llevaba con ella, se metió al baño de mi departamento y salió convertida en bailarina de muy pocos velos y tremenda esmeralda en el ombligo. Y bailó para mí, mientras me contaba que un jeque pagaba fortunas por ver la danza del vientre interpretada por una muchacha de raza blanca y si además la muchacha era natural de los Estados Unidos de Norteamérica, la fortuna era aún mayor. De Allan no había vuelto a saber jamás, me dijo también Carol, mientras bailaba gratis para mí, pero esa noche iba a ver a Bob Davenport y si me provocaba podía unirme a ellos dos. Invitaba ella, gracias a su vientre, por supuesto, o sea, que el restaurante iba a ser de muchos tenedores.

Carol desapareció esa misma noche, al terminar aquella excelente comida, y Bob y yo continuamos caminando un buen rato por el barrio latino. Y bueno, nos volvimos a ver y nos volvimos a ver y, claro, él ya me había contado hasta qué punto Allan había sido el culpable de aquellas miradas bastante despectivas que me propinó siempre, pero que ahora, conociéndome, había asumido plenamente su error y había cambiado totalmente de opinión. Bob Davenport, otro gran tímido, un hombre que siempre me habló de mujeres bellísimas pero al que siempre vi solo, sin duda también un escritor frustrado y la persona que mejor me enseñó a ver teatro y cine, poco a poco se fue convirtiendo en un gran amigo. Era bastante mayor que yo y jamás entré a su departamento. Era él quien me buscaba siempre e incluso a veces me incomodaba un poco porque se quedaba sentado horas y horas, asociando una idea con otra y enlazando una conversación que siempre amenazaba con agotarme, por más aguda e inteligente que fuera. Nunca, sin embargo, le hice notar mi impaciencia y mi deseo de que se marchara para poder yo volver a mis cosas. Nunca me atreví tampoco a decirle que ya era hora de que nos despidiéramos hasta otro día. Y no había más razón para ello que ésta: estoy seguro de que yo fui el único amigo que tuvo aquel gran solitario y tímido en París. Aquel hombre que podía hablar horas y horas pero que nunca jamás soltaba algo acerca de sí mismo. De Bob Davenport, hasta el día de hoy, sólo sé que era canadiense, que leía todo lo que se publicaba, que veía mucho cine y teatro, que frecuentaba las galerías de arte de París y que enseñaba algo, tal vez inglés, en alguna parte. Y que se jubiló y se dedicó a cuidar mansiones abandonadas de gente riquísima.

De esto último me enteré cuando yo vivía en Madrid. Bob y yo solíamos escribirnos brevísimas cartas y postales que a veces se limitaban tan sólo a informarnos de un cambio de dirección o número de teléfono. Yo lo busqué siempre que volví a París de visita, aunque las últimas veces su teléfono ya no respondió. Se hallaba, sin duda, en algún soleado lugar, cuidando la abandonada mansión de algún magnate. De dos de esas mansiones me escribió. Una quedaba en el sur de Francia y la otra en alguna isla del Egeo. Sus frases irónicas se mezclaban cada vez más con otras sumamente cariñosas, en las que me rogaba que le diera señales de vida. Y, la verdad, yo siempre lo hacía. Pero un día de 1999, estando en el baño de mi departamento madrileño, la postal que acababa de recibir de Bob, enviada desde Miami, se me cayó de la mano y se deslizó por la finísima ranura que había entre el bidé y la pared de mayólica. Sacarla de ahí iba a ser dificilísimo pero ahora me arrepiento de no haberlo hecho porque traía una nueva dirección. Y le he es-crito varias veces a su dirección anterior, con la esperanza de que alguien le reexpida mi sobre, pero nada. Nada hasta el día de hoy y nada, a lo mejor, para siempre. Porque Bob no tiene mi actual dirección y yo no sé dónde diablos ni cómo podría contactarlo, pues no conozco a nadie en este mundo que lo conozca a él. En realidad, me digo a veces, mi buen amigo Bob Davenport ha desaparecido detrás del último bidé que tuve en España.

Un amigo muerto, un domingo, un otoño

Hay fines de semana sin gente que ver, sin ganas de ver a nadie, tampoco. Es domingo todo el tiempo, a partir del sábado a eso de las cinco de la tarde, y, gracias a Dios, no he comprado periódico alguno, hace semanas que no sé nada de la liga de fútbol, y la televisión como si no la hubieran inventado todavía. La música está terminantemente prohibida, en domingos así, que incluso empiezan antes de tiempo. Diablos, cualquier tipo de música sería realmente peligrosísima, en circunstancias tales que la sola idea de la existencia física o cantada de un Julio Iglesias puede ser de necesidad mortal, a juzgar por lo que uno sabe de sí mismo. En la sala hay un gran libro a medio leer, y hay decenas más esperando lectura, en mi biblioteca, pero en días así sucede lo mismo con los libros que con el cine. Hay varias salas de estreno en el barrio y películas que ver, pero eso vendrá después, tal vez el lunes, a lo mejor el martes. En fin, eso vendrá no bien este oscuro bienestar se transforme en molesta melancolía y la larga visita de algún muerto anuncie un punto y aparte.

– Si todo me sale bien, dentro de pocos meses habré partido al Perú, Julio…

– Dios te dé más años de vida de los que a mí me concedió en Lima, viejo.