Me quemé el dedo con el cigarrillo. Estaba casi dormido. «Basta de fumar», me dije. Sobre su cama, Manolo continuaba armando su recuerdo como un rompecabezas.
– Tomaba el té a la carrera -las palabras de Manolo parecían venir de lejos-. Escondía varios panes con mantequilla en mi bolsillo, y corría donde los indios. Ahora lo sé todo. Recuerdo que los encontraba siempre sentados en el suelo, y con la espalda apoyada en la pared. Era un cuarto oscuro, muy oscuro, y ellos sonreían al verme entrar. Yo les daba panes, y ellos me regalaban cancha. Me gusta la cancha con cebiche. Los indios… Los indios… Hablábamos. Qué diferentes eran a los indios de los libros del colegio; hasta me hicieron desconfiar. Éstos no tenían gloria, ni imperio, ni catorce incas. Tenían la ropa vieja y sucia, unas uñas que parecían de cemento, y unas manos que parecían de madera. Tenían, también, aquel cuarto sin luz y a medio construir. Allí podían vivir hasta que estuviera listo para ser habitado. Me tenían a mí: diez años, y los bolsillos llenos de panes con mantequilla. Al principio eran mis héroes; luego, mis amigos, pero con el tiempo, empezaron a parecerme dos niños. Esos indios que podían ser mis padres. Sentados siempre allí, escuchándome. Cualquier cosa que les contara era una novedad para ellos. Recuerdo que a las siete de la noche, regresaba a mi casa. Nos dábamos la mano. Tenían manos de madera. «Hasta mañana.» Así, durante meses, hasta que los dejé de ver. Yo partí. Mis padres decidieron mudarse de casa. ¿Qué significaría para ellos que yo me fuera? Estoy seguro de que les prometí volver, pero me fui a vivir muy lejos y no los vi más. Mis dos indios… En mi recuerdo se han quedado, allí, sentados en un cuarto oscuro, esperándome… Voy a…
Eran las once de la mañana cuando me desperté. Manolo dormía profundamente, y junto a su cama, en el suelo, estaba su botella de vino casi vacía. «Sabe Dios hasta qué hora se habrá quedado con su recuerdo», pensé. Mi botella, en cambio, estaba prácticamente llena, y había puchos y cenizas dentro y fuera del cenicero. «Me siento demasiado mal, Manolo. Hoy no puedo ocuparme de ti.» Me dolía la cabeza, me ardía la garganta, y sentía la boca áspera y pastosa. Todo era un desastre en aquel pequeño y desordenado cuarto de hotel. «He fumado demasiado. Tengo que dejar de fumar.» Cogí un cigarrillo, lo encendí, ¡qué alivio! El humo, el sabor a tabaco, ese olor: era un poco la noche anterior, el malsano bienestar de la noche anterior, y ya podía pararme. Manolo no me sintió partir.
Pasaron tres días sin que lo viera. No estaba en el café; no estaba tampoco en su hotel. Lo buscaba por todas partes. «Lo habrá ligado un lomito italiano», me decía riéndome al imaginarlo en tales circunstancias. Finalmente apareció: regresaba a mi hotel una tarde, y encontré a Manolo parado en la puerta. Me esperaba impaciente.
– Te he estado buscando.
– Yo también, Manolo; por todas partes.
– Regreso al Perú -dijo, sonriente, y optimista. La sonrisa y el optimismo le quedaban muy mal.
– Cómo, ¿y las italianas?
– Déjate de cojudeces, y dime cuánto vale un pasaje de regreso, en avión.
– Ni idea. Ni la menor idea.
– Cómo, ¡pero si tú acabas de viajar!
– Gratis.
– ¿Gratis?
– Tengo una tía que es querida del gerente de una compañía de aviación.
– Guárdate tus secretos.
– ¿Por qué, Manolo? -dije, cogiéndole el brazo, y mirándolo a la cara-. ¿Por qué? Es una manera de tomar la vida: yo quería mucho a mi tía. Sin embargo, crecí para darme cuenta que era poco menos que una puta. No lo callo. Por el contrario, lo repito cada vez que puedo, y cada vez me da menos pena. Yo creo que ni me importa. A eso le llamo yo exorcismo.
– Y sacarle el pasaje gratis se llama inmundicia -agregó Manolo.
– Se llama el colmo del exorcismo -dije, con tono burlón.
Con Jimmy, en Paracas
Lo estoy viendo; realmente es como si lo estuviera viendo; allí está sentado, en el amplio comedor veraniego, de espaldas a ese mar donde había rayas, tal vez tiburones. Yo estaba sentado al frente suyo, en la misma mesa, y, sin embargo, me parece que lo estuviera observando desde la puerta de ese comedor, de donde ya todos se habían marchado, ya sólo quedábamos él y yo, habíamos llegado los últimos, habíamos alcanzado con las justas el almuerzo. Esta vez me había traído; lo habían mandado sólo por el fin de semana. Paracas no estaba tan lejos: estaría de regreso a tiempo para el colegio, el lunes. Mi madre no había podido venir; por eso me había traído. Me llevaba siempre a sus viajes cuando ella no podía acompañarlo, y cuando podía volver a tiempo para el colegio. Yo escuchaba cuando le decía a mamá que era una pena que no pudiera venir, la compañía le pagaba la estadía, le pagaba hotel de lujo para dos personas. "Lo llevaré", decía, refiriéndose a mí. Creo que yo le gustaba para esos viajes.
Y a mí, ¡cómo me gustaban esos viajes! Esta vez era a Paracas. Yo no conocía Paracas, y cuando mi padre empezó a arreglar la maleta, el viernes por la noche, ya sabía que no dormiría muy bien esa noche, y que me despertaría antes de sonar el despertador.
Partirnos ese sábado muy temprano, pero tuvimos que perder mucho tiempo en la oficina, antes de entrar en la carretera al sur. Parece que mi padre tenía todavía cosas que ver allí, tal vez recibir las últimas instrucciones de su jefe. No sé; yo me quedé esperándolo afuera, en el auto, y empecé a temer que llegaríamos mucho más tarde de lo que habíamos calculado.
Una vez en la carretera, eran otras mis preocupaciones. Mi padre manejaba, como siempre, despacísimo; más despacio de lo que mamá le había pedido que manejara. Uno tras otro, los automóviles nos iban dejando atrás, y yo no miraba a mi padre para que no se fuera a dar cuenta de que eso me fastidiaba un poco, en realidad me avergonzaba bastante. Pero nada había que hacer, y el viejo Pontiac, ya muy viejo el pobre, avanzaba lentísimo, anchísimo, negro e inmenso, balanceándose como una lancha sobre la carretera recién asfaltada.
A eso de la mitad del camino, mi padre decidió encender la radio. Yo no sé qué le pasó; bueno, siempre sucedía lo mismo, pero sólo probó una estación, estaba tocando una guaracha, y apagó inmediatamente sin hacer ningún comentario. Me hubiera gustado escuchar un poco de música, pero no le dije nada. Creo que por eso le gustaba llevarme en sus viajes; yo no era un muchachillo preguntón; me gustaba ser dócil; estaba consciente de mi docilidad. Pero eso sí, era muy observador.
Y por eso lo miraba de reojo, y ahora lo estoy viendo manejar. Lo veo jalarse un poquito el pantalón desde las rodillas, dejando aparecer las medias blancas impecables, mejores que las mías, porque yo todavía soy un niño; blancas e impecables porque estamos yendo a Paracas, hotel de lujo, lugar de veraneo, mucha plata y todas esas cosas. Su saco es el mismo de todos los viajes fuera de Lima, gris, muy claro, sport; es norteamericano y le va a durar toda la vida. El pantalón es gris, un poco más oscuro que el saco, y la camisa es la camisa vieja más nueva del mundo; a mí nunca me va durar una camisa como le duran a mi padre.
Y la boina; la boina es vasca; él dice que es vasca de pura cepa. Es para los viajes; para el aire, para la calvicie. Porque mi padre es calvo, calvísimo, y ahora que lo estoy viendo ya no es un hombre alto. Ya aprendí que mi padre no es un hombre alto, sino más bien bajo. Es bajo y muy flaco. Bajo, calvo y flaco, pero yo entonces tal vez no lo veía aún así, ahora ya sé que sólo es el hombre más bueno de la tierra, dócil como yo, en realidad se muere de miedo de sus jefes; esos jefes que lo quieren tanto porque hace siete millones de años que no llega tarde ni se enferma ni falta a la oficina; esos jefes que yo he visto cómo le dan palmazos en la espalda y se pasan la vida felicitándolo en la puerta de la iglesia los domingos; pero a mí hasta ahora no me saludan, y mi padre se pasa la vida diciéndole a mi madre, en la puerta de la iglesia los domingos, que las mujeres de sus jefes son distraídas o no la han visto, porque a mi madre tampoco la saludan, aunque a él, a mi padre, no se olvidaron de mandarle sus saludos y felicitaciones cuando cumplió un millón de años más sin enfermarse ni llegar tarde a la oficina, la vez aquella en que trajo esas fotos en que, estoy seguro, un jefe acababa de palmearle la espalda, y otro estaba a punto de palmeársela; y esa otra foto en que ya los jefes se habían marchado del cocktail, pero habían asistido, te decía mi padre, y volvía a mostrarte la primera fotografía.
Pero todo esto es ahora en que lo estoy viendo, no entonces en que lo estaba mirando mientras llegábamos a Paracas en el Pontiac. Yo me había olvidado un poco del Pontiac, pero las paredes blancas del hotel me hicieron verlo negro, ya muy viejo el pobre, y tan ancho. "Adónde va a caber esta mole", me preguntaba, y estoy seguro de que mi padre se moría de miedo al ver esos carrazos, no lo digo por grandes, sino por la pinta. Si les daba un topetón, entonces habría que ver de quién era ese carrazo, porque mi padre era muy señor, y entonces aparecería el dueño, veraneando en Paracas con sus amigos, y tal vez conocía a los jefes de mi padre, había oído hablar de él "no ha pasado nada, Juanito" (así se llamaba, se llama mi padre), y lo iban a llenar de palmazos en la espalda, luego vendrían los aperitivos, y a mí no me iban a saludar, pero yo actuaría de acuerdo a las circunstancias y de tal manera que mi padre no se diera cuenta de que no me habían saludado. Era mejor que mi madre no hubiera venido.
Pero no pasó nada. Encontramos un sitio anchísimo para el Pontiac negro, y al bajar, así sí que lo vi viejísimo. Ya estábamos en el hotel de Paracas, hotel de lujo y todo lo demás. Un muchacho vino hasta el carro por la maleta. Fue la primera persona que saludamos. Nos llevó a la recepción y allí mi padre firmó los papeles de reglamento, y luego preguntó si todavía podíamos "almorzar algo" (recuerdo que así dijo). El hombre de la recepción, muy distinguido, mucho más alto que mi padre, le respondió afirmativamente: "Claro que sí señor. El muchacho lo va a acompañar hasta su "bungalow", para que usted pueda lavarse las manos, si lo desea. Tiene usted tiempo, señor; el comedor cierra dentro de unos minutos, y su ‘bungalow’ no está muy alejado." No sé si mi papá, pero yo todo eso de ‘bungalow’ lo entendí muy bien, porque estudio en colegio inglés y eso no lo debo olvidar en mi vida y cada vez que mi papá estalla, cada mil años, luego nos invita al cine, grita que hace siete millones de años que trabaja enfermo y sin llegar tarde para darle a sus hijos lo mejor, lo mismo que a los hijos de sus jefes.