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Y esa noche bebí los primeros whiskies de mi vida, la primera copa llena de vino de mi vida, en una mesa impecable, con un mozo que bailaba sonriente y constante alrededor de nosotros. Todo el mundo andaba elegantísimo en ese comedor lleno de luces y de carcajadas de mujeres muy bonitas, hombres grandes y colorados que deslizaban sus manos sobre los anillos de oro de Jimmy, cuando pasaban hacia sus mesas. Fue entonces que me pareció escuchar el final del chiste que había estado contando mi padre, le puse cara de malo, y como que lo encerré en su salita con esos burdos agricultores que venían a comprar su primer tractor. Luego, esto sí que es extraño, me deslicé hasta muy adentro en el mar, y desde allí empecé a verme navegando en un comedor en fiesta, mientras un mozo me servía arrodillado una copa de champagne, bajo la mirada achinada y azul de Jimmy.

Yo no le entendía muy bien al principio; en realidad no sabía de qué estaba hablando, ni qué quería decir con todo eso de la ropa interior. Todavía lo estaba viendo firmar la cuenta; garabatear su nombre sobre una cifra monstruosa y luego invitarme a pasear por la playa. "Vamos", me había dicho, y yo lo estaba siguiendo a lo largo del malecón oscuro, sin entender muy bien todo eso de la ropa interior. Pero Jimmy insistía, volvía a preguntarme qué calzoncillos usaba yo, y añadía que los suyos eran así y asá hasta que nos sentamos en esas escaleras que daban a la arena y al mar. Las olas reventaban muy cerca y Jimmy estaba ahora hablando de órganos genitales, órganos genitales masculinos solamente, y yo, sentado a su lado, escuchándolo sin saber qué responder, tratando de ver las rayas y los tiburones de que hablaba mi padre, y de pronto corriendo hacia ellos porque Jimmy acababa de ponerme una mano sobre la pierna. "¿Cómo la tienes, Manolo?" dijo, y salí disparado.

Estoy viendo a Jimmy alejarse tranquilamente; regresar hacia la luz del comedor y desaparecer al cabo de unos instantes. Desde el borde del mar, con los pies húmedos, miraba hacia el hotel lleno de luces y hacia la hilera de "bungalows", entre los cuales estaba el mío. Pensé en regresar corriendo, pero luego me convencí de que era una tontería, de que ya nada pasaría esa noche. Lo terrible sería que Jimmy continuara por allí, al día siguiente, pero por el momento, nada; sólo volver y acostarme.

Me acercaba al "bungalow" y escuché una carcajada extraña. Mi padre estaba con alguien. Un hombre inmenso y rubio zamaqueaba el brazo de mi padre, lo felicitaba, le decía algo de eficiencia, y izas! le dio el palmazo en el hombro. "Buenas noches, Juanito", le dijo. "Buenas noches, don Jaime", y en ese instante me vio.

– Mírelo; ahí está. ¿Dónde está Jimmy, Manolo?

– Se fue hace un rato, papá.

– Saluda al padre de Jimmy.

– ¿Cómo estás muchacho? O sea que Jimmy se fue hace rato; bueno, ya aparecerá. Estaba felicitando a tu padre; ojalá tú salgas a él. Lo he acompañado hasta su "bungalow".

– Don Jaime es muy amable.

– Bueno, Juanito, buenas noches. -Y se marchó, inmenso.

Cerramos la puerta del "bungalow" detrás nuestro. Los dos habíamos bebido, él más que yo, y estábamos listos para la cama. Ahí estaba todavía mi ropa de baño, y mi padre me dijo que mañana por la mañana podría bañarme. Luego me preguntó que si había pasado un buen día, que si Jimmy era mi amigo en el colegio, y que si mañana lo iba a ver; y yo a todo: "Sí, papá, sí papá", hasta que apagó la luz y se metió en la cama, mientras yo, ya acostado, buscaba un dolor de estómago para quedarme en cama mañana, y pensé que ya se había dormido. Pero no. Mi padre me dijo, en la oscuridad, que el nombre de la compañía había quedado muy bien, que él había hecho un buen trabajo, estaba contento mi padre. Más tarde volvió a hablarme; me dijo que don Jaime había estado muy amable en acompañarlo hasta la puerta del "bungalow" y que era todo un señor. Y como dos horas más tarde, me preguntó: "Manolo, ¿qué quiere decir ‘bungalow’ en castellano?"

Su mejor negocio

Esperaba impaciente y nervioso la hora de la cita. Encerrado en su dormitorio, contaba los minutos que faltaban para las dos de la tarde. Por momentos se sentaba sobre la cama, por momentos se acercaba a la ventana, miraba hacia el jardín de enfrente. Miraba también hacia ambos lados de la calle, pero Miguel no aparecía aún. Miguel era el jardinero de muchos jardines en ese barrio. «Un artista», pensaba Manolo, mirando hacia el jardín de la casa de enfrente.

«Si no se atrasa, llegará dentro de un cuarto de hora», pensó. Estaba nuevamente sentado sobre su cama, y pensaba que aquel negocio sería cosa de unos minutos. Luego, a Lima. De frente a Lima, y hasta esa tienda, hasta esa vidriera. Aquel saco de corduroy marrón parecía esperarlo ya demasiado tiempo. Hacía tres semanas que lo habían puesto en exhibición, y era un riesgo dejar pasar un día más: alguien podía anticipársele. Manolo sentía que el sastre lo había cortado para él; a su medida. Ese saco de corduroy marrón era suyo; suyo desde que decidió vender su bicicleta para obtener dinero. No quería ni un real más (Miguel era su amigo), pero tampoco podía aceptar un real menos, y temblaba al pensar que Miguel no tardaría en llegar.

Hacía años que se conocían. Cuando la familia de Manolo vino a vivir a ese barrio, ya Miguel se encargaba de muchos jardines. Lo veía trabajar cuando regresaba del colegio, pero no recordaba bien cómo habían empezado a hablar. Recordaba, eso sí, cómo le enseñaba a manejar unas viejas tijeras para podar, en cuyas asas de madera, el uso parecía haber grabado la forma de sus manos. Recordaba, también, que no le permitía jugar con la máquina para cortar el pasto: «Es muy peligroso, le decía. Cuando seas más grande.» Miguel le llamaba Manolo. Manolo, al comienzo, le decía «Maestro», pero luego también empezó a llamarlo por su nombre.

Jugaban al fútbol, por las tardes, cuando Manolo regresaba del colegio. Venían, también, dos mayordomos de casas vecinas, y algunos muchachos del barrio con sus amigos. Cuando no eran suficientes para un «partidito», jugaban a «ataque y defensa». La pelota era de Manolo. Jamás formaron un club, ni siquiera pensaron en ello, pero durante años fueron los mismos los que se reunieron para el partido. A veces, pasaban por allí grupos de muchachos extraños al barrio, y entonces era «nosotros contra ustedes». Al comienzo, Manolo tuvo alguna dificultad para ponerse al día en cuestión lisuras, pero con el tiempo, las usaba hasta por gusto. Miguel lo escuchaba sonriente: «Tu mamá nos va a echar la culpa», decía, sin darle mayor importancia al asunto.

Un día, Manolo regresó del colegio, y como de costumbre, encontró a todo el equipo esperándolo en la puerta de su casa. «Hoy no puedo jugar les dijo. Voy al cine con unos amigos.» Lo miraron desconcertados. «No se vayan. Voy a sacar la pelota. Jueguen ustedes.». Aquel día, Miguel y los demás pelotearon un rato, hasta que lo vieron partir al cine. Luego, devolvieron el balón, y se marcharon.

Los días llegaron en que Manolo se reunía a menudo con sus amigos del colegio. Miguel, por su parte, tenía más jardines que cuidar, y los partidos callejeros eran menos y menos frecuentes. Rara vez estaba el equipo completo, aunque Miguel no faltaba nunca cuando había partido. Parecía adivinar los días en que Manolo podía jugar. Pero un día pasó por el barrio una patota de palomillas de todas las edades, y el desafío se produjo. Manolo, Miguel y los suyos, tomaron las cosas como si hasta ese día, y desde que empezaron a jugar, se hubieran estado entrenando para esa ocasión. Se jugaba fuerte. Demasiado fuerte. Las lisuras resonaban en las casas vecinas hasta que Manolo rodó por tierra, cogiéndose la pierna con un gesto terrible de dolor. Alcanzó, sin embargo, a ver cómo Miguel se abalanzaba furioso contra el que lo había pateado. Luego, todo fue una gresca, una pelea callejera, que él contemplaba sin poder intervenir. No olvidaría el rostro de Miguel bañado en sangre, ni olvidaría tampoco cómo la gente salía de sus casas, mientras los palomillas huían despavoridos. Poco tiempo después, dejaron de jugar. Manolo salía casi a diario con sus amigos del colegio, y ya nadie venía a esperarlo. Un día, la pelota amaneció desinflada, y nadie se encargó de repararla.

Miguel no venía a verlo. Por ahí decían que tenía demasiado trabajo, y que necesitaba una bicicleta para desplazarse de un jardín a otro. Manolo lo recordaba siempre, y a veces, cuando caminaba por el barrio, lo veía regando un jardín o podando plantas. «Miguel», le decía y éste volteaba sonriente, pero ya nunca lo llamaba por su nombre: «Trabajando, trabajando», le respondía. Una tarde Manolo escuchó que le decía: «Trabajando, niño», como si ya no se atreviera a llamarlo Manolo, como si el «usted» no viniera al caso, y como si se tratara de detenerlo en la época en que jugaban al fútbol juntos.

«Miguel», pensaba Manolo, mientras comprobaba que eran las dos de la tarde. Miraba hacia el jardín de enfrente, y le parecía ver a Miguel en cuclillas, regando cuidadosamente una planta. Le parecía verlo vestido siempre con un comando color kaki, con el cuello abierto, y el rostro color tierra seca. Recordaba sus cabellos, negros, brillantes y lacios, perfectamente peinados como actor de cine mejicano. Nunca se puso otra ropa, nunca dejó de tener el cuello abierto, nunca estuvo despeinado. A veces, cuando hacía calor, dejaba caer el agua fresca de la manguera sobre su cabeza y sobre la nuca. Inmediatamente después, sacaba un peine de bolsillo posterior del pantalón, y se peinaba nuevamente sin secarse.

Estaba mirando hacia el jardín de enfrente, cuando escuchó el timbre. Miró hacia abajo: Miguel, perfectamente peinado como un actor mejicano, llevaba puesta una corbata color kaki. «El saco de corduroy», pensó Manolo, y corrió con dirección a la escalera. «Y si quiere pagarme menos.»

Estaban en el garaje de la casa y Manolo tenía la bicicleta cogida por el timón, mientras Miguel, en cuclillas, la examinaba detenidamente. Se habían saludado dándose la mano, pero desde entonces, habían permanecido en un silencio que empezaba a ser demasiado largo.

– ¿Qué te parece, Miguel?