Ig se sorprendió al darse cuenta de que se estaba relajando, de que ya no tenía los puños cerrados y respiraba con normalidad. El padre Mould parecía bambolearse en el banco de pesas. La hermana Bennett cogió la pesa y la encajó en su soporte con un ruido metálico.
Ig levantó la mirada hacia ella y le preguntó:
– ¿Y qué se lo impide?
– ¿Impedirme el qué?
– Coger el dinero y largarse.
– Dios -contestó la hermana-. El amor a Dios.
– ¿Y qué ha hecho Dios por usted? -le preguntó Ig-. ¿Acaso la consuela cuando la gente se ríe de usted a sus espaldas? Es aún peor, ¿o es que no está usted sola en el mundo por su culpa? ¿Cuántos años tiene?
– Sesenta y uno.
– Sesenta y uno son muchos años. Ya casi es demasiado tarde. Casi. ¿Es capaz de esperar siquiera un día más?
La hermana se llevó una mano a la garganta. Tenía los ojos muy abiertos y una expresión alarmada. Luego dijo:
– Será mejor que me vaya.
Se dio la vuelta y caminó deprisa hacia las escaleras.
El padre Mould apenas pareció darse cuenta de que se iba. Se había incorporado y tenía las muñecas apoyadas en las rodillas.
– ¿Ha terminado de levantar pesas? -le preguntó Ig.
– Me queda una serie.
– Déjeme que le ayude -dijo Ig acercándose al banco.
Mientras le pasaba las pesas al padre, sus dedos rozaron los nudillos de éste y supo que cuando Mould tenía veinte años él y otros cuantos chicos del equipo de hockey se habían tapado la cara con pasamontañas y habían perseguido a un coche lleno de jóvenes de la organización Nación del Islam que habían viajado hasta Syracuse desde Nueva York para hablar sobre derechos civiles. Mould y sus amigos les obligaron a bajarse del coche y los persiguieron hasta el bosque con bates de béisbol. Cogieron al más lento de todos y le partieron las piernas por ocho sitios diferentes. Tardó dos años en volver a caminar sin la ayuda de un andador.
– Usted y la madre de Merrin… ¿de verdad han estado rezando para que me muriera?
– Más o menos -dijo Mould-. Si te digo la verdad, la mayoría de las veces que invoca el nombre del Señor está subida encima de mí.
– ¿Y sabe por qué no me ha castigado? -preguntó Ig-. ¿Por qué Dios no ha contestado a sus plegarias?
– ¿Por qué?
– Pues porque Dios no existe. Sus plegarias caen en saco roto.
Mould volvió a levantar las pesas -con gran esfuerzo- y a bajarlas. Luego dijo:
– Eso es una gilipollez.
– Es todo mentira. Dios nunca ha existido. Es usted quien debería aprovechar esa soga.
– No -dijo Mould-. No puedes obligarme. No quiero morir. Me encanta mi vida.
Vaya, vaya, así que no tenía poder para que la gente hiciera cosas que no quería hacer. Ig se había preguntado sobre esa cuestión.
Mould puso cara de estar realizando un esfuerzo y gruñó, pero no era capaz de levantar otra vez la pesa. Ig se alejó del banco y se dirigió hacia la escalera.
– Eh -dijo Mould-. Necesito ayuda.
Ig se metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar When the Saints Go Marching In. Por primera vez en lo que llevaba de mañana se sentía bien. Oía a Mould jadear y resoplar a sus espaldas, pero subió las escaleras sin mirar atrás.
La hermana Bennett pasó junto a Ig cuando éste salió al patio. Llevaba unos pantalones rojos y una camisa sin mangas con un estampado de margaritas y se había recogido el pelo. Se quedó mirándole y casi dejó caer el bolso.
– ¿Se marcha usted? -le preguntó Ig.
– El caso es… que no tengo coche -contestó la hermana-. Cogería el de la parroquia, pero me da miedo que me pillen.
– Acaba de limpiar la cuenta corriente de la parroquia, ¿qué importancia tiene el coche?
La hermana se quedó mirándola un momento. Después se inclinó y le besó en una de las comisuras de la boca. Al contacto de sus labios Ig supo que cuando tenía nueve años le había contado una mentira a su madre, y que un día no había podido resistir el impulso de besar a una de sus alumnas, una bonita chica de dieciséis años llamada Britt, y de la renuncia secreta y desesperada de sus creencias espirituales. Supo todas estas cosas y las comprendió, aunque no le importaron.
– Que Dios te bendiga -dijo la hermana Bennett.
Ig no pudo evitar soltar una carcajada.
Capítulo 7
No le quedaba otra opción que irse a casa a ver a sus padres, así que enfiló el coche en esa dirección y condujo hasta allí.
El silencio del coche le desasosegaba. Probó a encender la radio, pero le ponía nervioso, era peor que el silencio. Sus padres vivían a quince minutos a las afueras de la ciudad, lo que le daba tiempo suficiente para pensar. No había tenido tantas dudas sobre cómo reaccionarían desde que pasó la noche en la cárcel, cuando le arrestaron para interrogarle sobre la violación y el asesinato de Merrin.
El detective, un tipo llamado Carter, había empezado el interrogatorio deslizando una foto sobre la mesa que les separaba. Después, solo en su celda, veía la fotografía cada vez que cerraba los ojos. Merrin estaba pálida, tumbada de espaldas sobre un lecho de hojas, con los pies juntos, los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo y los cabellos desparramados. La cara era de un color más oscuro que el suelo, tenía la boca llena de hojas y un reguero de sangre oscura que arrancaba del nacimiento del pelo y le bajaba por uno de los lados de la cara hasta el pómulo. Alrededor del cuello todavía llevaba su corbata, que le cubría pudorosamente el pecho izquierdo. No conseguía alejar la imagen de sus pensamientos. Le atacaba los nervios y le producía calambres en el estómago, hasta que, en un determinado momento -no tenía manera de saber cuándo, pues en la celda no había reloj-, se arrodilló frente al retrete de acero inoxidable y vomitó.
Temía ver a su madre al día siguiente. Aquélla fue la peor noche de su vida y suponía que también la de su madre. Nunca hasta entonces le había dado problemas. Esa noche seguro que no podía dormir, y la imaginaba sentada en la cocina en camisón, ante una infusión que se había quedado fría, pálida y con los ojos enrojecidos. Su padre tampoco podría dormir, se quedaría levantado para estar con ella. Se preguntó si se limitaría a sentarse a su lado en silencio, los dos asustados y quietos, sin otra cosa que hacer más que esperar, o si su padre estaría nervioso y malhumorado, caminando por la cocina, explicándole a su madre lo que iban a hacer, cómo iban a arreglar aquella situación y exactamente quién iba a pagar por lo ocurrido.
Ig estaba decidido a no llorar cuando viera a su madre y no lo hizo. Tampoco lloró ella. Se había maquillado como si hubiera quedado a comer con el comité directivo de la universidad y su rostro alargado tenía una expresión alerta y tranquila. Su padre era el que tenía aspecto de haber llorado y le costaba sostener la mirada. Además le olía mal el aliento.
Su madre le dijo:
– No hables con nadie que no sea el abogado.
Eso fue lo primero que salió de sus labios. Dijo:
– No confieses nada.
Su padre lo repitió:
– No confieses nada.
Después le abrazó y empezó a llorar. Entre sollozos dijo:
– No me importa lo que haya pasado.
Fue entonces cuando Ig supo que le creían culpable. Era algo que no se le había pasado por la imaginación. Al contrario, pensaba que aun si lo hubiera hecho -incluso aunque le hubieran sorprendido in fraganti- sus padres le creerían inocente.
Aquella tarde salió de la comisaría de Gideon y la luz intensa y oblicua de octubre le hizo daño en los ojos. No habían presentado cargos. Nunca le acusaron formalmente de nada, pero tampoco lo descartaron como sospechoso en ningún momento. A día de hoy, seguía siendo «una persona de interés» para la investigación.