Ig le soltó la muñeca como si ésta fuera un cable de alta tensión pelado. Se le escapó un grito y, tambaleándose, dio un paso atrás. Su abuela se revolvió en su silla y abrió un ojo.
– Ah -dijo-, eres tú.
– Lo siento. No quería despertarte.
– Ojalá no lo hubieras hecho. Quería dormir. Era más feliz durmiendo. ¿Creías que me apetecería verte?
Ig notó un intenso frío que le llenaba el pecho. Su abuela miró hacia otro lado.
– Cuando te miro me dan ganas de morirme.
– ¿En serio? -preguntó.
– Ya no puedo ver a mis amigas. Tampoco puedo ir a la iglesia. Todo el mundo se queda mirándome. Todos saben lo que hiciste. Me dan ganas de morirme. Y encima te presentas aquí y me sacas de paseo. Odio cuando me sacas de paseo y la gente nos ve juntos. No sabes qué esfuerzos hago para disimular que te odio. Siempre me diste mala espina. Esa manera de jadear después de correr. Siempre respirabas por la boca, como un perro, sobre todo cuando había niñas guapas cerca. Y siempre has sido lento. Mucho más lento que tu hermano. He intentado decírselo a Lydia. No sé cuántas veces he podido decirle que no eras trigo limpio. Se negaba a escucharme y ahora mira lo que ha pasado. Y todos tenemos que vivir con ello.
Se tapó los ojos con la mano y le temblaba la barbilla. Conforme se alejaba Ig, la escuchó llorar.
Cruzó el porche delantero y entró por la puerta abierta a la oscuridad del recibidor. Por un momento pensó en subir a su antigua habitación y echarse en la cama. Tenía ganas de estar un rato solo, en la fresca penumbra, rodeado de sus pósteres de conciertos y sus libros de la infancia. Pero entonces, al pasar delante del despacho de su madre, oyó un ruido de papeles y se giró automáticamente para mirarla.
Lydia estaba inclinada sobre su escritorio, pasando páginas. De vez en cuando sacaba una del montón y la metía en su cartera de piel. Así inclinada, se le marcaba el trasero debajo de la falda del traje de raya diplomática. Su padre la había conocido cuando trabajaba de bailarina en Las Vegas y aún conservaba unas nalgas de vedete. Ig recordó lo que había leído en la mente de Vera, la convicción secreta de que su madre había sido una puta y cosas peores, pero acto seguido desechó la idea, con la certeza de que se trataba de una fantasía senil. Su madre trabajaba en el concejo estatal de arte de New Hampshire, leía novelas rusas e incluso cuando era vedete llevaba sólo plumas de avestruz.
Cuando Lydia vio a Ig mirándola desde el umbral de la puerta, el maletín se le deslizó de la rodilla. Intentó sujetarlo, pero no llegó a tiempo y los papeles cayeron en cascada al suelo. Unos pocos lo hicieron lentamente, planeando sin prisa, del mismo modo en que caen los copos de nieve, e Ig pensó de nuevo en la gente que volaba en ala delta. Había gente que subía hasta Queen's Face para tirarse al vacío. Era un lugar muy apreciado por los suicidas. Tal vez ésa debería ser su siguiente parada.
– Iggy -dijo su madre-, no sabía que ibas a venir.
– Ya lo sé. He estado dando vueltas con el coche y no se me ocurría otro lugar adonde ir. He tenido una mañana infernal.
– Ay, cielo -dijo frunciendo el ceño con expresión cariñosa.
Llevaba tanto tiempo sin recibir muestras de afecto de nadie y estaba tan necesitado de ellas que la mirada de su madre le dejó tembloroso y casi sin fuerzas.
– Me está pasando algo horrible, mamá -dijo sin apenas voz. Por primera vez en toda la mañana se sintió a punto de llorar.
– Ay, cielo -repitió su madre-, ¿y no podías haber ido a otro sitio?
– ¿Perdón?
– No tengo ganas de escuchar tus problemas.
La punzada que había sentido detrás de los ojos empezó a remitir y las ganas de llorar se marcharon tan rápido como habían venido. Los cuernos le latían con una sensación dolorosa, no del todo desagradable.
– Pero es que tengo problemas.
– Pues no quiero oírlos. No quiero saber nada.
Se arrodilló y empezó a recoger los papeles y a meterlos en el maletín.
– ¡Madre! -dijo Ig.
– ¡Cuando hablas me dan ganas de cantar! -gritó su madre dejando el maletín y tapándose los oídos con las manos-. ¡La, la, la, la! No quiero oírte cuando te pones a hablar. Quiero quedarme sin respirar hasta que desaparezcas.
Tomó aire con fuerza y contuvo la respiración, hinchando los carrillos.
Ig cruzó la habitación hasta ella y se agachó, obligándola a mirarle. Su madre estaba en cuclillas con las manos en los oídos y la boca firmemente cerrada. Ig cogió el maletín y empezó a meter papeles.
– ¿Así es como te sientes cuando me ves?
Su madre asintió con furia. Los ojos le brillaban mientras le miraba fijamente.
– Te vas a asfixiar, mamá.
Su madre siguió mirándole unos instantes y después abrió la boca y tomó una gran bocanada de aire. Le miró mientras metía los papeles en el maletín.
Cuando habló, lo hizo con un hilo de voz aguda y rápidamente, comiéndose las palabras:
– Quiero escribirte una carta, una bonita carta con letra bonita en mi papel de cartas especial para decirte cuánto te queremos tu padre y yo y cuánto sentimos que no seas feliz y que sería mejor para todo el mundo que te fueras.
Ig terminó de meter los papeles en el maletín y se quedó agachado, sujetándolo sobre las rodillas.
– ¿Irme adónde?
– ¿No querías irte de excursión a Alaska?
– Con Merrin.
– ¿Y conocer Viena?
– Con Merrin.
– ¿Y estudiar chino en Pekín?
– Merrin y yo habíamos hablado de ir a Vietnam y dar clases de inglés, pero no creo que hubiéramos llegado a hacerlo nunca.
– No me importa adonde vayas siempre que no tenga que verte una vez a la semana. Siempre que no tenga que oírte hablar de ti mismo como si no pasara nada, porque sí pasa y las cosas nunca se van a arreglar. Me hace sentirme desgraciada y necesito ser feliz otra vez, Ig. -Le dio el maletín-. Ya no quiero que seas mi hijo -continuó su madre-. Es demasiado duro. Me gustaría haber tenido sólo a Terry.
Ig se inclinó hacia delante y la besó en la mejilla. Al hacerlo fue consciente del rencor que le había guardado durante años por las estrías que le había causado su embarazo. Había arruinado su silueta de Playboy. Terry había sido un bebé menudo, considerado, que había dejado intactas su piel y su figura, pero Ig lo había jodido todo. Una vez, antes de tener hijos, un jeque del petróleo en Las Vegas le había ofrecido cinco mil dólares por pasar una sola noche con ella. Aquéllos sí que habían sido buenos tiempos. Dinero fácil y cómodo.
– No sé por qué te he dicho todo eso -dijo Lydia-. Me odio a mí misma. Nunca he sido una buena madre.