Ig se relajó. César había cometido un error táctico, al tocarla cuando no se lo esperaba. En vez de seducirla la había molestado. El padre de la chica estuvo un rato intentando arreglar el collar, pero después rió y negó con la cabeza porque no tenía arreglo, y ella rió también y se lo quitó de las manos. Su madre les dirigió a ambos una mirada severa y la chica y el padre se pusieron otra vez a cantar.
Terminó la misa y el murmullo de las conversaciones llenó la iglesia como el agua llena una bañera, como si el templo fuera un contenedor con un volumen particular y su silencio habitual estuviera siendo reemplazado por el ruido. Ig siempre había sido bueno en matemáticas y se puso a reflexionar cobre capacidad, volumen, constantes y, sobre todo, valores absolutos. Después demostraría estar dotado para la ética lógica, pero quizá se tratara de una prolongación natural de su facilidad para resolver ecuaciones y desenvolverse con los números.
Quería hablar con ella, pero no se le ocurría qué decir y en cuestión de segundos perdió su oportunidad. Cuando la chica caminaba entre los bancos en dirección al pasillo le dirigió una mirada, repentinamente tímida aunque sonriente, y enseguida el joven césar estaba a su lado, alto en comparación con ella, contándole algo. El padre de la chica intervino de nuevo, le dio un empujoncito hacia delante y de alguna manera se interpuso entre ella y el joven emperador. El padre sonrió al muchacho, una sonrisa agradable y cordial, pero conforme hablaba, seguía empujando a su hija hacia delante, haciéndola desfilar, aumentando la distancia entre ella y el chico de cara serena, noble y sensata. Éste no pareció inmutarse y no trató de acercarse de nuevo a la chica, sino que asintió paciente e incluso se hizo a un lado para dejar pasar a la madre de la muchacha y otras mujeres de más edad, ¿tías tal vez?
Con su padre dándole empujoncitos no hubo ocasión de hablar con ella. Ig la vio marcharse deseando que volviera la vista y le saludara con la mano, pero no lo hizo. Por supuesto que no lo hizo. En ese momento el pasillo estaba atestado con gente disponiéndose a salir. El padre de Ig apoyó una mano en el hombro de éste dándole a entender que esperarían hasta que aquello se hubiera despejado un poco. Ig vio salir al joven césar. Iba acompañado de su padre, un hombre con un espeso mostacho rubio cuyos extremos le llegaban hasta las patillas, dándole aspecto de uno de los malos de un western de Clint Eastwood, de esos que se colocan a la izquierda de Lee Van Cleef y caen muertos en la primera tanda de disparos de la escena final de la película.
Por fin el tráfico del pasillo disminuyó y el padre de Ig levantó la mano de su hombro para darle a entender que ya podían salir. Ig salió de las fila de bancos y dejó pasar a sus padres, tal y como hacía siempre, para poder hablar con Terry. Miró nostálgico hacia el banco de la chica como si esperara que estuviera de nuevo allí y al hacerlo notó una ráfaga de luz dorada en el ojo derecho, como si todo hubiera vuelto a empezar. Se estremeció, cerró el ojo y después caminó hacia el banco.
La pequeña cruz de oro había quedado olvidada sobre la cadena enrollada, en un rectángulo de luz. Tal vez la había dejado allí y después se había olvidado con la premura de su padre por alejarla del chico rubio. Ig la cogió suponiendo que estaría fría. Pero estaba caliente, deliciosamente caliente, como una moneda olvidada al sol.
– ¿Iggy? -le llamó su madre-. ¿No vienes?
Cerró el puño alrededor del collar, se volvió y echó a caminar deprisa por el pasillo. Tenía que alcanzarla, era su oportunidad de impresionarla, de presentarse como el rescatador de objetos perdidos, de demostrarle que era al mismo tiempo observador y considerado. Pero cuando llegó a la puerta ella había desaparecido. La vio fugazmente en el asiento trasero de una camioneta marrón, sentada con una de sus tías. Sus padres iban delante y el coche acababa de ponerse en marcha.
Bueno, no pasaba nada. Siempre quedaba el domingo siguiente y cuando Ig se la devolviera, la cadena ya no estaría rota y sabría exactamente qué decir cuando se presentara.
Capítulo 12
Tres días antes de que Ig y Merrin se conocieran, a Sean Philips, un militar retirado que vivía en el norte de Pool Pond, le despertó a la una de la madrugada una detonación penetrante y ensordecedora. Por un momento, todavía adormilado, pensó que estaba de nuevo a bordo del portaaviones Eisenhower y que alguien acababa de lanzar un torpedo. Después escuchó el chirrido de neumáticos y risas. Se levantó del suelo -se había caído de la cama y lastimado la cadera- y retiró la cortina de la ventana a tiempo de ver un Road Runner desvencijado marchándose a toda velocidad. El buzón de correos había saltado por los aires y yacía deforme y humeante en la grava. Estaba tan agujereado que parecía que lo habían ametrallado.
A la tarde siguiente hubo otra explosión, esta vez en los contenedores situados detrás de Woolsworth. La detonación se produjo con gran estruendo y vomitó fragmentos de basura en llamas que volaron a un metro de altura. Después cayó un granizo candente de periódicos y papel de envolver y varios coches que estaban aparcados cerca resultaron dañados.
El domingo en que Ig descubrió el amor -o por lo menos el deseo sexual- con aquella extraña chica sentada al otro lado del pasillo en la iglesia del Sagrado Corazón, hubo una tercera explosión en Gideon. Un gigantesco petardo con una fuerza explosiva equivalente más o menos a un cuarto de cartucho de trinitrotolueno explotó en un retrete de un McDonald's en Harper Street. Voló en pedazos el asiento, resquebrajó la taza y destrozó la cisterna, inundando el suelo y llenando los lavabos de un humo negro y grasiento. Se evacuó el edificio hasta que el jefe de bomberos dictaminó que era seguro volver a entrar. El incidente se publicó en la primera página del Gideon Ledger del lunes en un artículo que concluía con una súplica del jefe de bomberos dirigida a los responsables donde se les pedía que pararan antes de que alguien perdiera los dedos o un ojo.
Había habido explosiones por toda la ciudad durante semanas. Todo empezó un par de días antes de la fiesta del 4 de Julio y continuó después de las vacaciones con una frecuencia cada vez mayor. Terence Perrish y su amigo Eric Hannity no eran los únicos culpables. No habían destruido ninguna propiedad que no fuera la suya y ambos eran demasiado jóvenes como para andar haciendo gamberradas a la una de la mañana, volando buzones de correos.
Y sin embargo…
Y sin embargo Eric y Terry habían estado en la playa en Seabrook cuando el primo de Eric, Jeremy Rigg, entró en la tienda de pirotecnia y salió con una caja de cuarenta y ocho de los antiguos petardos bomba que afirmaba que habían sido hechos a mano en los viejos tiempos, antes de que las leyes sobre seguridad infantil hubieran puesto restricciones al contenido y alcance de los explosivos. Jeremy le había pasado seis a Eric como regalo de cumpleaños retrasado, según decía, aunque el verdadero motivo podía ser que le diera pena, pues el padre de Eric llevaba un año en paro y sufría de mala salud.
Es posible que Jeremy Rigg fuera el paciente cero en el epicentro de una plaga de explosiones y que las numerosas explosiones aquel verano pudieran atribuírsele en su totalidad. O tal vez Rigg compró los cohetes sólo porque otros chicos también lo hacían, porque estaba de moda. Tal vez hubo múltiples focos de infección. Ig nunca llegó a saberlo y para cuando terminó el verano ya no importaba. Era como preguntarse por qué existe el mal en el mundo o adónde va alguien cuando muere. Un interesante ejercicio de filosofía, pero absolutamente inútil, ya que el mal y la muerte se dan independientemente del cómo, el porqué y el para qué. Lo único que importaba era que a principios de agosto tanto Eric como Terry, igual que todos los adolescentes de Gideon, estaban poseídos por la fiebre de volar cosas por los aires.