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Juntó los dedos pulgar e índice formando un pequeño círculo.

– Sí que la tengo -dijo Ig.

Terry entreabrió los labios enseñando los dientes con una sonrisa que sugería furia y frustración. Pero sus ojos…, sus ojos delataban miedo. En la imaginación de Terry, Ig ya se había dejado la cara en la ladera de la colina y yacía hecho un ovillo a mitad del camino. Ig sintió por él un ramalazo de afectuosa compasión. Terry era un tío guay, mucho más guay de lo que él llegaría a ser nunca, y sin embargo estaba asustado. El miedo constreñía su visión, de forma que no podía ver más que la parte mala de aquella situación. Ig no era así.

Eric intervino:

– Déjale tirarse si quiere. No eres tú el que va a acabar despellejado. Él probablemente sí, pero tú no.

Terry siguió discutiendo unos segundos con Ig, no con palabras sino con la mirada. Lo que le hizo apartar la vista fue una suave carcajada desdeñosa. Lee Tourneau se había vuelto para susurrar algo a Glenna tapándose la boca con la mano. Pero por alguna razón la ladera de la colina estaba en silencio y todos le oyeron:

– Más nos vale no estar aquí cuando llegue la ambulancia a recoger a ese pringado.

Terry se giró hacia él temblando de furia.

– No te vayas. Quédate ahí con ese monopatín que eres demasiado cagado para montar y disfruta del espectáculo. Así podrás ver lo que son un par de huevos. Toma nota.

El grupo de chicos rompió a reír. Las mejillas de Lee estaban encendidas y se habían vuelto del rojo más intenso que Ig había visto nunca en un rostro humano, el color del demonio en unos dibujos animados de Disney. Glenna le dirigió una mirada entre dolorida y disgustada y después se alejó un paso de él, como si estar al lado de un tío tan poco enrollado fuera contagioso.

Aprovechando que estaba distraído con las risas de los chicos, Ig se escabulló de la mano de Terry y situó el carro en dirección a lo alto de la colina. Lo empujó a través de los matojos que crecían en el borde del sendero porque no quería que los otros chicos subieran detrás de él y supieran lo que él sabía, vieran lo que él veía.

No quería dar a Eric Hannity la oportunidad de echarse atrás. Su público se apresuró a seguirle entre empujones y gritos.

No había llegado muy lejos cuando las ruedecillas del carro se engancharon en un arbusto y giraron bruscamente hacia un lateral. Intentó enderezarlo con todas sus fuerzas mientras escuchaba un nuevo estallido de carcajadas a su espalda. Terry caminaba a buen paso a su lado y agarró la parte delantera del carro y lo enderezó mientras negaba con la cabeza y susurraba para sí: ¡Dios! Ig siguió empujando el carro hacia delante.

Unos cuantos pasos más y estuvo en la cima de la colina. Había tomado una decisión, así que no había motivos para sentir vergüenza. Soltó el carro y, tirando de la cintura de sus pantalones, se los bajó junto con los calzoncillos, enseñando a los chicos que estaban colina abajo su culo pálido y huesudo. Hubo gritos de conmoción y de exagerado desagrado. Cuando se enderezó, Ig sonreía. Se le había acelerado el corazón, pero sólo un poco, como alguien que pasa de caminar a emprender una ligera carrera, tratando de coger un taxi antes de que se lo quiten. Se sacó los pantalones sin quitarse las zapatillas y después hizo lo mismo con la camiseta.

– Así me gusta -dijo Eric Hannity-, que no seas tímido.

Terry rió -una risa levemente histérica- y miró hacia otro lado. Ig se volvió hacia su público. Tenía quince años y estaba desnudo, con los huevos y la polla al aire. El sol de la tarde le quemaba los hombros. El aire olía al humo procedente del cubo de basura, donde Autopista al infierno seguía con su colega de pelo largo.

Autopista al infierno levantó una mano con el dedo índiceyel meñique hacia arriba, formando el símbolo de los cuernos del demonio, y gritó:

– Eso es, cariño. Haznos un numerito cachondo.

Por alguna razón estas palabras afectaron a los chicos más que ninguna de las cosas que se habían dicho hasta entonces, tanto que algunos se doblaron de risa y parecieron quedarse sin respiración, como por efecto de algún tipo de toxina suspendida en el aire. Por su parte, Ig estaba sorprendido de lo relajado que se sentía desnudo a excepción de las deportivas. No le importaba estar sin ropa delante de otros chicos, y las chicas de Coffin Rock sólo le verían fugazmente antes de que se sumergiera en elrío, lo cual no le preocupaba, al contrario, le producía un alegre cosquilleo de excitación en la boca del estómago. Claro que había una chica que ya le estaba mirando, Glenna. Estaba de puntillas detrás de los otros espectadores con la boca abierta de par en par en una mezcla de incredulidad y diversión. Su novio, Lee, no estaba con ella. No les había seguido colina arriba, por lo visto no había querido ver unas pelotas de verdad.

Ig empujó el carro de supermercado y maniobró con él hasta colocarlo en posición de salida. Aprovechó el momento de caos para prepararse para el descenso. Nadie reparó en el cuidado con que alineó el carro con las tuberías semienterradas.

Lo que Ig había descubierto al recorrer pequeñas distancias subido al carro en el arranque de la colina era que las dos cañerías viejas y oxidadas que sobresalían del suelo distaban algo más de medio metro la una de la otra aproximadamente, el espacio justo para acomodar las ruedas traseras del carro. Había casi treinta centímetros de espacio a ambos lados, y cuando una de las dos ruedas delanteras se torcía e intentaba desviar al carro de su trayectoria, chocaba contra una tubería y se enderezaba. Había muchas posibilidades de que al descender por la empinada pendiente el carro chocara con una piedra y saltara. Pero no se desviaría ni tampoco volcaría. No podía desviarse de su trayectoria. Rodaría entre las cañerías igual que un tren sobre raíles.

Seguía sujetando su ropa bajo el brazo, así que se volvió y se la lanzó a Terry.

– No te vayas a ninguna parte con ella. Enseguida habré terminado.

Ahora que había llegado el momento e Ig sujetaba el manillar del carro preparándose para despegar vio unas cuantas caras de alarma entre los chicos que miraban. Algunos de los más mayores y de aspecto más sensato esbozaban una media sonrisa burlona pero sus ojos expresaban preocupación, conscientes por primera vez de que tal vez alguien debía poner fin a aquella situación antes de que las cosas llegaran demasiado lejos e Ig resultara herido. Se le ocurrió entonces que si no lo hacíaya, alguien podría poner alguna objeción.

– Nos vemos ahora -dijo, y antes de que nadie pudiera tratar de detenerle empujó el carro hacia delante y se encaramó a la parte trasera.

Era como un estudio de perspectiva, las dos tuberías descendiendo colina abajo y acercándose paulatinamente hasta un punto final, la bala y el cañón de la escopeta. Prácticamente desde el momento mismo en que se subió al carro tuvo la sensación de zambullirse en un silencio casi eufórico, donde tan sólo se oía el chirrido de las ruedas y el tamborileo y el chasquido metálico del armazón de acero. Vio pasar a gran velocidad el río Knowles con su superficie negra destellando al sol. Las ruedas giraban hacia la derecha y después a la izquierda, chocaban contra las tuberías y enseguida se enderezaban, tal y como Ig había imaginado.

Llegó un momento en que el carro iba demasiado deprisa para que él pudiera hacer otra cosa que sujetarse fuerte. No había posibilidad de parar, de bajarse. No había contado con que cogería velocidad tan rápido. El viento cortaba su piel desnuda y le quemaba, ardía en su descenso como un Ícaro en llamas. El carro chocó con algo, una piedra cuadrada, y el costado izquierdo se levantó del suelo. Era el final, iba a volcar a mucha velocidad, concretamente no sabía a cuánta, y su cuerpo desnudo saldría despedido sobre los barrotes del carro y la tierra lo lijaría hasta despellejarlo y rompería sus huesos en mil pedazos, igual que los huesos del pavo en la súbita explosión. Pero por fortuna la rueda delantera rozó la curva de la cañería e inmediatamente corrigió la trayectoria. El sonido de las ruedas girando más y más deprisa se había transformado en un silbido sin melodía, en un pitido lunático.