– Joder, cómo tiene la cara.
Después miró a Lee con el ceño fruncido.
– ¿Lee? ¿Qué estás haciendo?
– Ha sacado a Ig del agua -dijo Terry.
– Ha conseguido que vuelva a respirar -añadió Ig.
– ¿Lee? -preguntó con una mueca que sugería total incredulidad.
– No he hecho nada -dijo Lee moviendo la cabeza, e Ig no pudo evitar sentir que le crecía afecto por él.
El dolor que había estado golpeándole el puente de la nariz se había incrementado y se le había extendido a la frente, al espacio entre los ojos, y le penetraba el cerebro. Empezaba a ver las ráfagas amarillas incluso con los ojos abiertos. Terry se agachó junto a él y le tocó un brazo con la mano.
– Será mejor que te ayude a vestirte y que nos vayamos a casa -dijo. De alguna manera parecía escarmentado, como si fuera él y no Ig el culpable de haber hecho una estupidez peligrosa-. Creo que tienes la nariz rota. -Después miró a Lee y le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza-. Oye, me parece que he sido un gilipollas antes, en la colina. Gracias por ayudar a mi hermano.
– No te preocupes, no ha sido nada -dijo Lee, e Ig casi tuvo un escalofrío al pensar en lo guay que era, en cómo se resistía a los halagos que le hacían.
– ¿Vienes con nosotros? -le preguntó apretando los dientes por el dolor. Después miró a Glenna-. ¿Venís los dos? Quiero contarles a mis padres lo que ha hecho Lee.
Terry dijo:
– Oye, Ig, es mejor que no les digas nada. No queremos que mamá y papá se enteren de lo que ha pasado. Diremos que te has caído de un árbol, ¿vale? Había una rama resbaladiza y te caíste de cara. Así nos evitamos complicaciones.
– Terry, tenemos que decírselo. Si no me hubiera sacado me habría ahogado.
El hermano de Ig abrió la boca para protestar, pero Lee le interrumpió.
– No -dijo casi con brusquedad y miró a Glenna con los ojos muy abiertos.
Ella le devolvió una mirada similar y se agarró con un gesto extraño la chaqueta de cuero negro. Lee se levantó.
– Se supone que no estoy aquí. Y además no he hecho nada.
Caminó deprisa por el claro, cogió la mano regordeta de Glenna y tiró de ella en dirección a los árboles. En la otra mano llevaba el monopatín nuevo.
– Espera -dijo Ig poniéndose de pie. Al levantarse notó una ráfaga amarillo neón detrás de los ojos y la sensación de tener la nariz llena de cristales rotos.
– Tengo que irme. Los dos tenemos que irnos.
– Bueno. ¿Vendrás a casa algún día?
– Algún día.
– ¿Sabes dónde es? Está en la autopista, justo a la altura…
– Todo el mundo sabe dónde está -dijo Lee y acto seguido desapareció entre los árboles tirando de Glenna. Ésta dirigió una última mirada consternada a los chicos antes de dejarse llevar.
El dolor que sentía Ig en la nariz se había vuelto más intenso y llegaba en forma de oleadas. Se llevó las manos a la cara por unos instantes y cuando las retiró estaban teñidas de rojo.
– Vamos, Ig -dijo Terry-. Tiene que verte un médico.
– A mí y a ti también -dijo Ig.
Terry sonrió y sacó la camiseta de Ig de la bola de ropa que tenía en la mano. Ig se sorprendió al verla, se había olvidado hasta ese momento de que estaba desnudo. Terry se la metió por la cabeza, ayudándole a vestirse como si tuviera cinco años en lugar de quince.
– Seguramente necesitaremos también un cirujano para que me extirpe del culo el zapato de mamá. Me va a matar cuando te vea -dijo Terry.
Cuando Ig sacó la cabeza por el cuello de la camiseta vio que su hermano le miraba con clara preocupación.
– No se lo vas a contar, ¿verdad? En serio, Ig, si se entera de que te he dejado bajar por la colina montado en ese carro de supermercado me mata. A veces es mejor no decir nada.
– Tío, yo mintiendo soy fatal. Mamá siempre me pilla. En cuanto abro la boca sabe que le estoy metiendo una trola.
Terry pareció aliviado.
– ¿Quién ha dicho que tengas que abrir la boca? Te duele mucho, así que limítate a llorar y deja que hable yo. Mentir es mi especialidad.
Capítulo 14
Lee Tourneau estaba otra vez temblando y empapado cuando Ig volvió a verle dos días después. Llevaba la misma corbata, los mismos pantalones cortos y el monopatín debajo del brazo. Era como si nunca hubiera llegado a secarse, como si acabara de salir del Knowles.
La lluvia le había pillado desprevenido. Llevaba el pelo casi blanco pegado a la cabeza y no hacía más que sorber por la nariz. Del hombro le colgaba una cartera de lona empapada que le daba aspecto del típico chico repartidor de periódicos en una tira cómica de Dick Tracy.
Ig estaba solo en casa, algo poco habitual. Sus padres habían ido a Boston a una fiesta en casa de John Williams. Era el último año de la etapa de Williams como director de la Boston Pops y Derrick Perrish iba a actuar con la orquesta en el concierto de despedida. Habían dejado a Terry a cargo de la casa, y éste se había pasado casi toda la mañana en pijama viendo la MTV y hablando por teléfono con una serie de amigos tan aburridos como él. Su tono al principio había sido alegre y perezoso, después alerta y curioso y, por fin, seco y neutro, el que adoptaba para expresar niveles máximos de desprecio. Al pasar por delante del salón, Ig le había visto caminar de un lado a otro de la habitación, síntoma indiscutible de que estaba nervioso. Por último Terry había colgado el teléfono con un golpe y se había largado escaleras arriba. Cuando bajó estaba vestido y tenía en la mano las llaves del Jaguar de su padre. Dijo que se iba a casa de Eric. Lo dijo con tono desdeñoso, como quien se enfrenta a un trabajo sucio, como alguien que al llegar a casa se encuentra los cubos de basura volcados y su contenido desperdigado por el jardín.
– ¿No tendría que acompañarte alguien con carné de conducir? -le preguntó Ig. Terry tenía el provisional.
– Sólo si me paran -respondió Terry.
Salió e Ig cerró la puerta detrás de él. Cinco minutos más tarde la abría otra vez después de que alguien llamara. Había supuesto que se trataría de Terry, que se había olvidado algo y volvía a cogerlo, pero era Lee Tourneau.
– ¿Qué tal la nariz?
Ig se tocó el esparadrapo que le tapaba el puente de la nariz y bajó la mano.
– Nunca la tuve muy bonita. ¿Quieres pasar?
Lee dio un paso cruzando la puerta y se quedó allí mientras se formaba un charco a sus pies.
– Hoy pareces tú el que se ha ahogado -dijo Ig.
Lee no sonrió. Era como si no supiera hacerlo. Como si se hubiera puesto una cara nueva aquella mañana y no supiera usarla.
– Bonita corbata -dijo.
Ig se miró el pecho. Se había olvidado de que la llevaba puesta. Terry había puesto los ojos en blanco cuando Ig bajó de su habitación el martes por la mañana con una corbata anudada alrededor del cuello.
– ¿Qué te has puesto? -había preguntado con sorna.
Su padre estaba en ese momento en la cocina, miró a Ig y después dijo:
– Muy elegante. Tú también deberías ponerte una alguna vez, Terry.
Desde entonces Ig se había puesto corbata todos los días, pero no habían vuelto a hablar del tema.
– ¿Qué vendes? -preguntó Ig señalando la bolsa de lona con la cabeza.
– Cuestan seis dólares -contestó Lee. Abrió la cartera y sacó tres revistas distintas-. Elige.
La primera se titulaba simplemente ¡La Verdad! En la portada había una pareja de novios ante el altar de una iglesia de gran tamaño. Tenían las manos entrelazadas como si estuvieran rezando y la cara alzada hacia la luz oblicua que entraba por las vidrieras policromadas. La expresión de sus caras sugería que ambos habían estado aspirando helio; los dos parecían presa de una alegría maniaca. Detrás de ellos, un alienígena de piel grisácea, alto y desnudo, apoyaba sus manos de tres dedos en las cabezas de los novios, como si estuviera a punto de hacerlas chocar y partirles el cráneo con gran regocijo. El titular de portada decía «¡Casados por alienígenas!». Las otras revistas eran Reforma Fiscal Ya y Las Milicias en la América Moderna.