Ig abrió la puerta y salió. Mientras la cerraba, vio a Glenna inclinando otra vez la cabeza hacia la caja…, como el buceador que ha llenado los pulmones de aire y se dispone a sumergirse de nuevo en las profundidades.
Capítulo 3
Condujo hasta la Modern Medical Practice Clinic, donde atendían sin cita previa. La reducida sala de espera estaba casi llena, hacía calor y había una pequeña niña gritando, tumbada de espaldas en el centro de la habitación mientras profería aullidos y sollozos que sólo interrumpía para tomar aire. Su madre estaba agachada junto a ella susurrándole con furia, frenética, una retahíla de amenazas, maldiciones y frases del tipo «Te lo advierto». En una ocasión intentó agarrar a su hija por el tobillo y ésta le dio una patada en la mano con un zapato negro de hebilla.
El resto de las personas de la sala de espera se dedicaban a ignorar la escena, supuestamente absortas mirando revistas o el televisor sin sonido que había en una esquina. El programa en antena era Mi mejor amigo es un sociópata. Algunos miraron a Ig cuando entró, unos pocos con expresión esperanzada, pues tal vez imaginaban que era el padre de la niña que había llegado para sacarla de allí y darle una buena azotaina. Pero en cuanto le vieron, apartaron la mirada, pues enseguida supieron que no estaba allí para ayudar.
Deseó haberse puesto un sombrero. Se llevó la mano a la frente a modo de visera, como si le molestara la luz, con la esperanza de ocultar así los cuernos, Pero si alguien reparó en ellos no lo dejó traslucir.
La pared del extremo de la habitación estaba acristalada y al otro lado había una mujer sentada frente a un ordenador. La recepcionista estaba mirando a la madre de la niña que gritaba, pero cuando Ig se acercó, levantó la vista y sonrió.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó mientras extendía la mano para coger una carpeta con formularios.
– Necesito que un médico me vea esto -dijo Ig levantando la mano ligeramente para mostrar los cuernos.
La mujer guiñó los ojos en dirección a los cuernos y después esbozó una mueca comprensiva.
– No tienen buena pinta -dijo, y se giró hacia la pantalla de ordenador.
Cualquiera que fuera la reacción que Ig esperaba -y no estaba muy seguro de cuál-, no era ésta. La mujer había reaccionado ante los cuernos como si se tratara de un dedo roto o de un sarpullido, pero al menos había reaccionado. Parecía haberlos visto. Aunque de ser eso cierto, no entendía por qué se había limitado a hacer un puchero y a apartar la vista.
– Tengo que hacerle unas cuantas preguntas. ¿Nombre?
– Ignatius Perrish.
– ¿Edad?
– Veintiséis.
– ¿Tiene médico de cabecera?
– Hace años que no he ido al médico.
La mujer levantó la cabeza y le miró pensativa, frunciendo el ceño, e Ig pensó que le iba a regañar por no ir al médico a hacerse revisiones periódicas. La niña gritó más fuerte aún y cuando miró hacia ella la vio golpear a su madre en la rodilla con un coche de bomberos de plástico rojo, uno de los juguetes que había apilados en una esquina para que los niños se entretuvieran mientras esperaban. La madre se lo arrancó de las manos y la niña volvió a tirarse al suelo y a dar patadas al aire como una cucaracha panza arriba, gimiendo con renovadas fuerzas.
– Estoy deseando decirle que haga callar a esa mocosa -comentó la telefonista en tono alegre, como quien no quiere la cosa-. ¿Qué le parece?
– ¿Tiene un boli? -preguntó Ig con la boca seca mientras cogía la carpeta-. Voy a rellenar los impresos.
La recepcionista se encogió de hombros y dejó de sonreír.
– Muy bien -dijo mientras le entregaba un bolígrafo de mala manera.
Ig le dio la espalda y miró los impresos, pero no conseguía centrar la vista.
Esa mujer había visto los cuernos y no le habían extrañado. Y luego había dicho aquello sobre la niña que gritaba y la madre que era incapaz de hacerla callar. Estoy deseando decirle que haga callar a esa mocosa. Quería saber si a Ig le parecía bien que hiciera eso. Lo mismo que Glenna, que le había preguntado si estaría mal meter la cara en la caja de donuts y comer como un cerdo en un pesebre.
Buscó dónde sentarse. Había dos sillas libres, situadas a ambos lados de la madre. Conforme Ig se acercaba, la niña llenó los pulmones y emitió un chillido agudo que hizo temblar los cristales de las ventanas y estremecerse a algunos de los que esperaban. Avanzar hacia aquel sonido era como internarse en una poderosa galerna.
Cuando Ig se sentó, la madre se hundió en la silla y empezó a darse golpecitos en la pierna con una revista enrollada, algo que no era, presentía Ig, lo que tenía ganas de hacer realmente con ella. La niña parecía por fin agotada después de su último chillido y ahora estaba tumbada de espaldas mientras las lágrimas rodaban por su cara fea y enrojecida. La madre también estaba colorada. Puso los ojos en blanco y miró a Ig con cara de sufrimiento. Pareció reparar brevemente en los cuernos, pero enseguida apartó la vista.
– Siento todo este escándalo -dijo, y a continuación le tocó la mano en un gesto de disculpa.
Y cuando lo hizo, cuando la piel de la mujer rozó la suya, Ig supo que se llamaba Allie Letterworth y que llevaba cuatro meses acostándose con su profesor, con el que se citaba en un motel cerca del campo de golf en el que recibía las clases. La semana pasada se habían quedado dormidos después de una intensa sesión de sexo. Allie se había dejado el teléfono móvil apagado y por eso no había oído las numerosas llamadas desde el campamento de verano al que iba su hija para preguntarle dónde estaba y cuándo pensaba ir a recoger a la niña. Cuando por fin llegó, con dos horas de retraso, la niña estaba histérica, con la cara colorada, moqueando, los ojos inyectados en sangre y una mirada furiosa. Tuvo que comprarle un peluche y un helado para calmarla y conseguir su silencio; era el único modo de evitar que su marido se enterara. De haber sabido la carga que suponía un hijo, jamás lo habría tenido.
Ig retiró la mano.
La niña empezó a gruñir y a dar patadas en el suelo. Allie Letterworth suspiró, se inclinó hacia Ig y dijo:
– Por si le sirve de consuelo, me encantaría darle una patada en ese culo de niña mimada, pero me preocupa qué diría toda esta gente si la pego. ¿Cree que…?
– No -dijo Ig.
Era imposible que supiera las cosas que sabía de ella, pero el hecho era que las sabía, como también sabía su número de móvil y su dirección. También estaba seguro de que Allie Letterworth no se pondría a hablar de darle una patada a su mimada hija con un extraño. Lo había dicho como alguien que habla consigo mismo.
– No -repitió la mujer, abriendo la revista y cerrándola inmediatamente-. Supongo que no puedo. Me pregunto si no debería levantarme y marcharme. Dejarla aquí y largarme. Podría quedarme con Michael, esconderme del mundo, dedicarme a beber ginebra y follar todo el día. Mi marido podría acusarme de abandono pero, al fin y al cabo, ¿qué coño me importa? ¿Quién podría querer la custodia compartida de eso?
– ¿Michael es su profesor de golf? -preguntó Ig.
La mujer asintió distraída; le sonrió y dijo:
– Lo gracioso es que nunca me habría apuntado con él de haber sabido que era negro. Antes de Tiger Woods no había negratas en los campos de golf, excepto llevando los palos; de hecho era uno de los pocos sitios donde podías librarte de ellos. Ya sabe cómo son los negros, siempre pegados al teléfono móvil diciendo palabrotas. Y la forma que tienen de mirar a las mujeres blancas… Pero Michael ha estudiado, habla como un blanco. Y lo que dicen de las pollas negras es cierto. Me he follado a montones de tíos blancos y ninguno la tenía como Michael. -Arrugó la nariz y añadió-: La llamamos el hierro cinco.