El partido duró más de media hora, padres, hijos y cura persiguiéndose los unos a los otros por la hierba. A Lee le reclutaron de quarterback; no era tampoco un gran atleta, pero daba el pego, tumbándose de espaldas cuan largo era, con cara impertérrita y la corbata sobre el hombro. Merrin se quitó los zapatos y se puso a jugar, la única chica. Su madre dijo:
– Merrin Williams, te vas a poner perdidos los pantalones y después no habrá quién quite las manchas de hierba.
Pero su padre agitó la mano en el aire y dijo:
– Déjala divertirse un rato.
Se suponía que estaban jugando a rugby sin placaje, pero Merrin placó a Ig en todas las jugadas, tirándose a sus pies hasta que se convirtió en una especie de chiste que hacía reír a todo el mundo, Ig derrotado por esta chica de dieciséis años de complexión esquelética. Nadie se rió ni se divirtió más que el propio Ig, que se esforzó cuanto pudo por darle a Merrin ocasiones de derribarle.
– En cuanto empiecen a pasar la pelota deberías poner ya culo en tierra -le dijo la quinta o la sexta vez que le placó-. Porque no puedo pasarme todo el día tirándote. ¿Entiendes? ¿De qué te ríes?
Ig se estaba riendo y Merrin estaba arrodillada sobre él con su pelo haciéndole cosquillas en la nariz. Olía a limones y a menta. La cadena le colgaba del cuello y de nuevo le enviaba destellos, transmitiendo un mensaje de felicidad innegable.
– Nada -contestó-. Sólo de que te recibo alto y claro.
Capítulo 20
Durante el resto del verano fue habitual encontrarse. En una ocasión en que Ig acompañó a su madre al supermercado, Merrin estaba allí con la suya y terminaron caminando juntos unos pocos metros por detrás de las madres. Merrin cogió una bolsa de cerezas y la compartieron mientras paseaban.
– ¿Eso no es robar? -preguntó Ig.
– No nos pueden acusar si nos comemos las pruebas -dijo Merrin. Escupió un hueso y se lo pasó. Hizo lo mismo con todos los demás, en la confianza de que Ig se desharía de ellos. Cuando Ig llegó a casa había un bulto de olor dulzón del tamaño del puño de un bebé en el bolsillo de sus pantalones.
Y cuando hubo que llevar el Jaguar a la revisión a Masters Auto, Ig se unió a su padre porque sabía que el padre de Merrin trabajaba en el taller. No tenía ninguna razón para creer que la encontraría allí, en una soleada tarde de miércoles, pero allí estaba, sentada en la mesa de su padre columpiando los pies atrás y adelante como si le esperara y estuviera impaciente por verle. Sacaron refrescos de naranja de la máquina y se quedaron charlando en el vestíbulo trasero, bajo el zumbido de los tubos de luz fluorescente. Merrin le dijo que al día siguiente se iba de excursión con su padre a Queen's Face. Ig le contó que el camino pasaba justo por detrás de su casa y ella le sugirió que les acompañara. Tenía los labios naranjas por el refresco. Estar juntos no les suponía esfuerzo alguno, era lo más natural del mundo.
Incluir a Lee también resultó natural. Impedía que las cosas se pusieran demasiado serias. Se apuntó a la caminata a Queen's Face aduciendo que quería explorar una montaña en busca de pistas para el monopatín, aunque se olvidó de llevarlo.
Durante el ascenso Merrin se agarró el cuello de su camiseta y lo separó de su pecho, sacudiéndolo para intentar abanicarse y simulando jadear por el calor.
– ¿No os bañáis nunca en el río? -preguntó señalando hacia el Knowles a través de los árboles. Serpenteaba a lo largo de un denso bosque abajo en el valle, una culebra negra de refulgentes escamas.
– Ig se pasa el día tirándose -dijo Lee e Ig se rió.
Merrin miró a ambos con los ojos entrecerrados e interrogantes, pero Ig se limitó a negar con la cabeza. Lee siguió hablando:
– Te diré algo, es mucho mejor la piscina de Ig. ¿Cuándo vas a invitarla a que venga?
Ig sintió un hormigueo de calor en el rostro al escuchar esta sugerencia. Había fantaseado con esa misma idea muchas, muchas veces -Merrin en biquini- pero cada vez que estaba a punto de sugerírsela se quedaba sin aliento.
Durante aquellas semanas sólo hablaron de la hermana de Merrin, Regan, una vez. Ig le preguntó por qué se habían mudado allí desde Rhode Island y Merrin le contestó encogiéndose de hombros:
– Mis padres estaban muy deprimidos después de la muerte de Regan y mi madre creció aquí. Toda su familia vive aquí. Y nuestra casa ya no parecía un hogar. No sin Regan.
Regan había muerto a los veinte años de un tipo de cáncer de mama poco común y particularmente agresivo. Sólo vivió cuatro meses desde que se lo diagnosticaron.
– Debió de ser horrible -murmuró Ig, una generalidad de lo más estúpida, pero lo único que se sentía seguro diciendo-.
No puedo imaginar cómo me sentiría si Terry muriera. Es mi mejor amigo.
– Eso es lo que yo pensaba de Regan.
Estaban en el dormitorio de Merrin y ésta estaba sentada dándole la espalda y con la cabeza inclinada, cepillándose el pelo. Continuó hablando sin mirarle:
– Pero cuando estaba enferma dijo algunas cosas… verdaderamente crueles. Cosas que nunca había imaginado que pensara de mí. Cuando murió me sentí como si ya no la conociera. Claro, que yo salí bien parada, en comparación con lo que les dijo a mis padres. No creo que pueda perdonarla nunca por lo que le dijo a papá.
Estas últimas palabras las pronunció con suavidad, como si estuvieran hablando de un asunto sin importancia, y después permaneció en silencio.
Pasaron años antes de que volvieran a hablar de Regan. Pero cuando Merrin le contó, algunos días después, que quería ser médica, Ig no necesitó preguntarle qué especialidad pensaba estudiar.
El último día de agosto estuvieron juntos en la campaña de donación de sangre, en la acera de enfrente de la iglesia, en el centro comunitario del Sagrado Corazón, repartiendo vasos de papel con Tang y galletas rellenas. Unos cuantos ventiladores de techo distribuían una suave corriente de aire caliente por la habitación e Ig y Merrin no paraban de beber zumo. Estaba reuniendo fuerzas para invitarla a su piscina cuando entró Terry.
Se quedó de pie al otro lado de la habitación buscando con la mirada a Ig y éste levantó una mano para llamar su atención. Terry le hizo un gesto con la cabeza: Ven aquí. El gesto sugería intranquilidad y preocupación. De alguna forma ver allí a Terry resultaba preocupante. No era de los que pasan una tarde de verano en una reunión parroquial si podía evitarlo. Ig sólo fue consciente a medias de que Merrin le seguía cuando cruzó la habitación abriéndose paso entre camillas, donantes con el brazo extendido y vías. Olía a desinfectante y a sangre.
Cuando llegó hasta donde estaba su hermano, éste le agarró el brazo y se lo estrujó hasta hacerle daño. Le empujó por la puerta hasta el vestíbulo, donde podrían hablar a solas. Por las puertas abiertas se colaba el día, caluroso, brillante y lánguido.
– ¿Se lo has dado? -preguntó Terry-. ¿Le has dado el petardo bomba?
Ig no necesitó preguntar a quién se refería. La voz de Terry, penetrante y áspera, le asustó y empezó a notar pinchazos de pánico en el pecho.
– ¿Está bien Lee? -preguntó. Era domingo por la tarde y el día anterior Lee había ido a casa de Gary. Entonces cayó en la cuenta de que no había visto a Lee en misa por la mañana.
– Él y un puñado de idiotas pusieron un petardo cereza en el parabrisas de un coche abandonado. Pero no explotó inmediatamente y Lee creyó que la mecha se había apagado. A veces pasa. Estaba volviendo a comprobarlo cuando el parabrisas explotó y los cristales saltaron por los aires. Joder, le han sacado una esquirla del ojo izquierdo. Dicen que ha tenido suerte de que no le llegara al cerebro.