Lee tenía un dormitorio grande en el sótano. Su madre acompañó a Ig escaleras abajo y le abrió la puerta a una oscuridad cavernosa, iluminada sólo por el brillo del televisor.
– Tienes visita -dijo con voz neutra.
Dejó pasar a Ig y cerró la puerta detrás de él para que pudieran estar solos.
Lee estaba sin camisa, sentado en el borde de la cama agarrado al somier. En la televisión ponían un episodio viejo de Benson, aunque Lee había bajado el volumen del todo y el aparato sólo emitía luz y figuras en movimiento. Una venda le tapaba el ojo izquierdo y gran parte del cráneo, ocultándole prácticamente la cabeza. No miró directamente a Ig ni al televisor, sino al suelo.
– Está oscuro esto -dijo Ig.
– La luz del sol me da dolor de cabeza -dijo Lee.
– ¿Qué tal el ojo?
– No lo saben.
– ¿Hay alguna posibilidad…?
– Creen que no perderé toda la visión.
– Qué bien.
Lee siguió sentado e Ig esperó.
– ¿Te han contado todo?
– No me importa -dijo Ig-. Me sacaste del río. Eso es todo lo que necesito saber.
Ig no fue consciente de que Lee estaba llorando hasta que se le escapó un sollozo. Lloraba como quien está siendo víctima de un pequeño acto de sadismo, un cigarrillo apagado en el dorso de la mano. Se acercó y al hacerlo tropezó con una pila de CD.
– ¿Quieres que te los devuelva? -preguntó Lee.
– No.
– Entonces, ¿qué quieres? ¿Tu dinero? No lo tengo.
– ¿Qué dinero?
– El de las revistas que te vendí. Las que robé.
Esta última palabra la pronunció casi con una amargura exuberante.
– No.
– Entonces, ¿por qué estás aquí?
– Porque somos amigos.
Ig se acercó un poco más y emitió un quejido suave. Lee estaba sangrando. La sangre le había empapado el vendaje y le caía por la mejilla izquierda. Lee se llevó dos dedos a la cara con gesto ausente. Cuando los retiró estaban rojos.
– ¿Estás bien? -preguntó Ig.
– Si lloro me duele. Tengo que aprender a no sentirme mal por las cosas.
Respiraba con fuerza, subiendo y encogiendo los hombros.
– Tenía que habértelo contado. Todo. Fue una putada venderte esas revistas, mentirte sobre para qué las vendía. Cuando te conocí mejor quise contarte la verdad, pero era demasiado tarde. Así no es como se trata a los amigos.
– No quiero hablar de eso. Ojalá no te hubiera dado el petardo bomba.
– Olvídalo -dijo Lee-. Yo la quería. Fue decisión mía, así que no te preocupes por eso. Sólo intenta no odiarme. En serio, necesito que por lo menos alguien no me odie.
No hacía falta que lo dijera. La visión de la sangre empapando el vendaje hizo que a Ig le temblaran las rodillas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no pensar en cómo había bromeado con Lee sobre el petardo bomba, hablando de todas las cosas que podían volar juntos con él. Cómo se las había arreglado para alejar a Merrin de Lee, quien se había tirado al agua para sacarle cuando se estaba ahogando, una traición para la que no había expiación posible.
Se sentó junto a Lee.
– Te va a decir que no salgas más conmigo por ahí.
– ¿Quién? ¿Mi madre? No, se alegra de que haya venido.
– No, tu madre no. Merrin.
– ¿De qué hablas? Quería venir conmigo. Está preocupada por ti.
– ¿Ah sí?
Lee hablaba con voz temblona, como si le hubiera entrado un ataque de frío. Después dijo:
– Ya sé por qué ha pasado esto.
– Fue un accidente de mierda, eso es todo.
Lee negó con la cabeza.
– Ha sido para recordarme.
Ig calló esperando a que siguiera, pero Lee no dijo nada.
– ¿Recordarte qué?
Lee luchaba por contener las lágrimas. Se limpió la sangre de la mejilla con el dorso de la mano dejando un borrón largo y oscuro.
– ¿Recordarte qué? -repitió Ig, pero Lee temblaba por el esfuerzo para reprimir los sollozos y nunca llegó a contestar la pregunta.
EL SERMÓN DEL FUEGO
Capítulo 21
Ig se alejó de la casa de sus padres, del cuerpo destrozado de su abuela y de Terry y su terrible confesión sin saber con exactitud adonde se dirigía. Más bien sabía adonde no pensaba ir, ni al apartamento de Glenna ni al pueblo. Se sentía incapaz de ver otro rostro humano, de escuchar otra voz humana.
En su cabeza trataba con todas sus fuerzas de mantener una puerta cerrada mientras desde el otro lado dos hombres la empujaban, tratando de abrirse paso hasta sus pensamientos. Eran su hermano y Lee Tourneau. Necesitó toda su fuerza de voluntad para impedir que los invasores entraran en su último refugio, para mantenerlos fuera de su cabeza. No sabía lo que ocurriría cuando por fin lo consiguieran, algo que, estaba seguro, terminaría por suceder.
Condujo por la estrecha carretera estatal, atravesando extensos pastos iluminados por el sol y pasando debajo de árboles cuyas ramas colgaban sobre la carretera, pasillos de parpadeante oscuridad. Vio un carro de supermercado abandonado en una cuneta junto a la carretera y se preguntó por qué esos carros terminaban en ocasiones en un lugar así, donde no había nada. Demostraba que cuando alguien abandonaba algo ignoraba por completo qué uso harían de ello otras personas. Ig había abandonado a Merrin una noche -había dejado sola a su mejor amiga en el mundo en un ataque de ira inmadura y de superioridad moral- y mira lo que había pasado.
Recordó cuando había bajado por la pista Evel Knievel subido en el carro de supermercado diez años antes y se llevó la mano a la nariz en un gesto inconsciente; seguía torcida en el punto donde se la había roto. En su mente se formó involuntariamente una imagen de su abuela bajando la larga pendiente de la colina frente a la casa en su silla de ruedas, las grandes ruedas de goma trazando surcos en la ladera de hierba. Se preguntó qué se habría roto al chocar contra la cerca. Esperaba que fuera el cuello. Vera le había dicho que cada vez que le veía sentía ganas de morirse y para Ig sus deseos eran órdenes. Le gustaba pensar que siempre había sido un nieto atento. Si la había matado lo consideraría un buen comienzo. Pero todavía quedaba mucho trabajo por delante.
Le dolía el estómago y lo atribuyó a la infelicidad hasta que empezaron a sonarle las tripas y tuvo que admitir que en realidad estaba hambriento. Trató de pensar dónde podría conseguir comida con un mínimo de interacción humana y fue entonces cuando reparó en El Abismo, a la izquierda de la carretera.
Era el lugar de la última cena, donde había pasado su última noche con Merrin. Desde entonces no había vuelto y sospechaba que no sería bien recibido. Este pensamiento se lo tomó como una invitación y condujo hasta el aparcamiento.
Era primera hora de la tarde, ese intervalo indolente y atemporal que sigue al almuerzo y precede al momento en que la gente empieza a llegar a tomar una copa después del trabajo. Sólo había unos pocos coches aparcados que Ig supuso que pertenecían a los alcohólicos profesionales. El letrero de fuera decía:
ALITAS DE POLLO A 10 CENTAVOS Y CERVEZA BUDWEISER
A 2 DÓLARES.
DESPEDIDAS DE SOLTERA. ENTRA Y PREGÚNTANOS.
AUPA GIDEON SAINTS
Salió del coche con el sol a la espalda proyectando una sombra de casi tres metros de largo, una figura delgada y huesuda con cuernos negros que apuntaban a la puerta roja de El Abismo.
Cuando cruzó el umbral, Merrin ya estaba allí. Aunque el lugar estaba lleno de universitarios viendo el partido la localizó enseguida. Estaba sentada en su reservado habitual y se volvió para mirarle. La sola visión de Merrin -en especial cuando llevaban un tiempo separados- siempre tenía en él el peculiar efecto de hacerle pensar en su propio cuerpo. No la había visto en tres semanas y después de esta noche no volvería a verla hasta Navidades, pero entretanto habría cóctel de gambas y algunas cervezas y diversión entre las sábanas frescas y recién planchadas de la cama de Merrin. El padre y la madre de Merrin estaban de camping en Winnipesaukee y tenían su casa para los dos solos. A Ig se le secó la boca sólo de pensar en lo que le esperaba después de cenar, y una parte de él no entendía por qué se molestaban en comer y beber. Otra parte de él, sin embargo, sentía que era importante no tener prisa, tomarse su tiempo para disfrutar de la velada.