Ig se puso en pie de un salto y se dirigió a toda prisa a la ventanilla de recepción. Garabateó deprisa la respuesta a algunas preguntas y devolvió la carpeta.
A su espalda la niña gritó:
– ¡No! ¡No pienso sentarme!
– Me parece que voy a tener que decirle algo a la madre de esa niña -dijo la recepcionista mirando en dirección a la mujer y a su hija sin prestar atención a la carpeta-. Ya sé que no es culpa suya que su hija sea una cretina chillona, pero no me puedo quedar callada.
Ig miró a la niña y a Allie Letterworth, quien estaba inclinada otra vez sobre su hija, pinchándola con la revista enrollada y susurrándole furiosa. Ig volvió la vista a la recepcionista.
– Claro -dijo vacilante.
La mujer abrió la boca y después dudó, mirándole ansiosa.
– Lo que pasa es que no quiero montar un numerito.
Los extremos de los cuernos empezaron a palpitar con un desagradable calor. Una parte de él se sorprendió -tan pronto, y sólo los tenía desde hacía una hora- de que la mujer no hubiera actuado en cuanto él le dio permiso.
– ¿Un numerito? -preguntó mientras se daba tirones a la incipiente perilla-. Es increíble las cosas que la gente deja hacer a sus hijos en estos tiempos. ¿No le parece? Pensándolo bien, no se puede echar la culpa a los niños de que sus padres no sepan educarlos.
La recepcionista sonrió. Una sonrisa valiente, agradecida. Al verla, Ig notó que una sensación distinta le recorría los cuernos. Un placer glacial.
La mujer se levantó y miró de nuevo en dirección a la madre y su hija.
– ¿Señora? -llamó-. Perdone, ¿señora?
– ¿Sí? -dijo Allie Letterworth levantado la vista esperanzada, probablemente pensando que ya les tocaba ver al médico.
– Ya sé que su hija está disgustada, pero si pudiera hacerla callar… ¿No le parece que podría demostrar un poco de consideración hacia el resto de nosotros, joder? ¿Le importa mover el culo y llevársela fuera, donde no tengamos que oír sus berridos? -preguntó la recepcionista con su sonrisa plastificada y postiza.
Allie Letterworth palideció y en sus mejillas lívidas sólo quedaron unas cuantas manchas rojas. Sujetó a su hija por la muñeca. La niña tenía ahora la cara del color de la grana e intentaba soltarse de su madre clavándole las uñas en la mano.
– ¿Cómo? -preguntó-. ¿Qué ha dicho usted?
– ¡He dicho -gritó la recepcionista dejando de sonreír y dándose golpecitos furiosos en la sien derecha- que como su hija no deje de gritar me va a explotar la cabeza, y que…!
– ¡Váyase a la mierda! -gritó la madre mientras se ponía en pie tambaleándose.
– Si tuviera usted la más mínima consideración por los demás…
– ¡A tomar por culo!
– … Sacaría de aquí a esa niña, que está gritando como un cerdo degollado…
– ¡Zorra reprimida!
– Pero no, se queda ahí sentada tocándose el chocho…
– Vamos, Marcy -dijo Allie tirando a su hija de la muñeca.
– ¡No! -dijo la niña.
– ¡He dicho que vamos! -insistió la madre, arrastrándola hacia la salida.
En el umbral de la calle la niña logró zafarse de la mano de su madre. Atravesó corriendo la habitación, pero tropezó con el camión de bomberos y cayó al suelo de rodillas. Empezó a gritar de nuevo, más fuerte que nunca, y se tumbó de costado sujetándose la rodilla ensangrentada. Su madre la ignoró. Tiró el bolso y empezó a chillar a la recepcionista, que le gritó más fuerte todavía. Los cuernos de Ig le palpitaban con una peculiar y placentera sensación de satisfacción y poder.
Estaba más cerca que nadie de la niña y la madre no parecía tener intención de hacer nada, así que la cogió de la muñeca para ayudarla a ponerse en pie. Cuando la tocó supo que se llamaba Marcia Letterworth y que aquella mañana había volcado el desayuno adrede en el regazo de su madre, como castigo por obligarla a ir al médico a que le quemaran las verrugas. No quería ir y su madre era mala y estúpida. Sus ojos, llenos de lágrimas, eran de un azul intenso, como la llama de un soplete.
– Odio a mamá -le dijo-. Quiero quemarla con una cerilla cuando esté en la cama. Quiero quemarla y que desaparezca.
Capítulo 4
La enfermera que le pesó y le tomó la tensión le contó que su ex marido estaba saliendo con una chica que conducía un Saab deportivo amarillo. Sabía dónde lo aparcaba y quería aprovechar la hora de la comida para rayarle la pintura de uno de los lados con las llaves del coche. Quería también ponerle caca de perro en el asiento del conductor. Ig permaneció sentado muy quieto en la camilla, con los puños cerrados y sin hacer ningún comentario.
Cuando la enfermera le retiró el manguito de tomar la tensión, le rozó el brazo desnudo con los dedos y entonces supo que ya había destrozado otros coches, muchas veces. El de un profesor que la había suspendido por copiar en un examen, el de una amiga que se había ido de la lengua después de que le contara un secreto, el del abogado de su ex marido, sólo por el hecho de representarle legalmente. Podía verla, a la edad de doce años, arañando con un clavo uno de los laterales del viejo Oldsmobile de su padres, dibujando una fea raya blanca tan larga como el coche.
La sala de exploración estaba helada, con el aire acondicionado al máximo, y para cuando el doctor Renard entró, Ig temblaba de frío y también de nervios. Agachó la cabeza para enseñarle los cuernos y le dijo al doctor que era incapaz de distinguir lo real de lo irreal. Le dijo que creía que estaba teniendo alucinaciones.
– Le gente no para de contarme cosas -dijo-. Cosas horribles. Cosas que quieren hacer y que nadie admitiría querer hacer. Una niña me acaba de decir que quiere pegarle fuego a su madre cuando esté en la cama. Su enfermera me ha dicho que quiere destrozar el coche de una pobre chica. Tengo miedo, no sé lo que me está pasando.
El doctor le examinó los cuernos arrugando el entrecejo con aspecto preocupado.
– Son cuernos -dijo.
– Ya sé que son cuernos.
El doctor Renard movió la cabeza.
– Y las puntas parecen estar inflamadas. ¿Le duelen?
– Una barbaridad.
– Ajá -dijo el doctor, y se pasó una mano por la boca-. Déjeme medirlos.
Rodeó la base con una cinta métrica y después los midió de sien a sien y de punta a punta. Garabateó algunos números en su cuaderno de recetas. Los palpó con sus dedos callosos, explorándolos con cara de concentración, pensativo, e Ig supo algo que no quería saber. Supo que el doctor Renard unos días atrás había estado de pie a oscuras en su dormitorio, mirando por la ventana bajo una cortina levantada y masturbándose mientras observaba a las amigas de su hija de diecisiete años divirtiéndose en la piscina.
El médico dio un paso atrás. Sus ojos grises denotaban preocupación. Parecía estar sopesando una decisión.
– ¿Sabe lo que me gustaría hacer?
– ¿El qué? -preguntó Ig.
– Rallar oxicodona y esnifar un poco. Me prometí a mí mismo que nunca esnifaría en el trabajo, porque me hace parecer estúpido, pero no sé si seré capaz de esperar seis horas.
Ig tardó unos instantes en darse cuenta de que el médico estaba esperando sus comentarios sobre lo que le acababa de decir.
– ¿Podríamos concentrarnos en lo que me ha salido en la cabeza? -preguntó.
El médico se encogió de hombros. Volvió la cabeza y respiró despacio.
– Escuche -dijo Ig-. Por favor. Necesito ayuda. Alguien tiene que ayudarme.
El médico le miró reacio.
– No sé si esto me está pasando de verdad. Creo que me estoy volviendo loco. ¿Por qué no reacciona la gente cuando ve los cuernos? Si yo viera a alguien con cuernos me mearía en los pantalones.