– ¿Hola? -llamó desde el umbral.
Otro ruido metálico y luego un resoplido.
– ¿Sí? -respondió el padre Mould-. ¿Quién es?
– Ig Perrish, señor.
Siguió un momento de silencio que dio la impresión de prolongarse demasiado.
– Baja -dijo el padre Mould.
Ig bajó las escaleras.
En la pared opuesta del sótano una hilera de tubos fluorescentes iluminaba una colchoneta de gimnasia, algunas pelotas hinchables gigantes y una barra de equilibrios, el material de las clases de gimnasia para niños. Sin embargo, junto al hueco de la escalera algunas de las luces estaban apagadas y estaba más oscuro. Contra las paredes había dispuestas varias máquinas de ejercicios cardiovasculares. Cerca del pie de las escaleras había un banco de pesas sobre el que estaba tumbado de espaldas el padre Mould.
Cuarenta años atrás Mould había sido delantero en el Syracuse y más tarde marine. Había servido en el Triángulo de Acero y conservaba el aspecto físico corpulento e imponente de un jugador de hockey, el aura de seguridad y autoridad de un soldado. Caminaba despacio, abrazaba a las personas que le hacían reír y eran tan amoroso como un viejo San Bernardo al que le gusta dormir encima del sofá aunque sabe que no debe. Llevaba un chándal gris y unas Adidas desgastadas y pasadas de moda. Su crucifijo colgaba de uno de los extremos de la barra de pesas y se balanceaba suavemente cada vez que ésta subía o bajaba.
Detrás del banco estaba la hermana Bennett, que también tenía la complexión de un jugador de hockey, con hombros anchos y una cara ruda y masculina y el pelo corto recogido con una cinta violeta detrás de la cabeza. Llevaba un chándal morado a juego. La hermana Bennett había dado clases de Ética en St. Jude's y era aficionada a dibujar diagramas de flujo en la pizarra para demostrar cómo determinadas decisiones conducían inexorablemente a la salvación (un rectángulo que rellenaba de nubes gordas y esponjosas) o al infierno (un cuadrado en llamas).
El hermano de Ig, Terry, siempre se burlaba de ella inventándose diagramas de flujo para divertir a los compañeros de clase con los que ilustraba cómo, tras una variedad de encuentros sexuales de tipo lésbico, la hermana Bennett terminaba en el infierno, donde descubría los placeres de entregarse a prácticas sexuales con el demonio. Con ellos Terry se había convertido en la estrella de la cafetería en lo que fue su primer flirteo con la fama. Y también con la mala reputación, ya que fue delatado -por un chivato anónimo cuya identidad seguía sin conocerse- y llamado al despacho del director. La reunión fue a puerta cerrada, pero eso no evitó que se escucharan los golpes secos de la pala de madera de pádel del padre Mould contra el trasero de Terry o los gritos de éste después del golpe número veinte. Todos en el colegio lo oyeron. Los sonidos se transmitieron por el anticuado circuito de calefacción que tenía salidas en todas las aulas. Ig se había retorcido en su silla sufriendo por Terry y había terminado por taparse los oídos para no escuchar. A Terry se le prohibió actuar en el recital de fin de curso -para el que había estado meses practicando- y suspendió Ética.
El padre Mould se sentó y se secó la cara con una toalla. Estaba más oscuro al pie de las escaleras y a Ig se le ocurrió que tal vez no pudiera ver sus cuernos.
– Hola, padre -dijo.
– Ignatius, hace siglos que no te veo. ¿Dónde te has metido?
– Vivo en el centro -dijo Ig con la voz ronca por la emoción. No estaba preparado para el tono amistoso del padre Mould, para su afectuosa amabilidad-. Ya sé que debería haber venido. Varias veces lo pensé, pero…
– ¿Estás bien, Ig?
– No lo sé. No sé lo que me está pasando. En la cabeza… Míreme la cabeza, padre.
Se acercó y se inclinó un poco, hacia la luz. Veía la sombra de su cabeza en el suelo de cemento desnudo, con los cuernos formando dos siluetas puntiagudas que brotaban de sus sienes. Tenía miedo hasta de ver la reacción del padre y le miró con timidez. El rostro de éste conservaba aún el fantasma de una sonrisa amable y frunció el ceño mientras estudiaba los cuernos con una mirada entre ausente y desconcertada.
– Anoche me emborraché e hice cosas horribles -dijo Ig-. Y cuando me desperté me encontré así y no sé qué hacer. No sé qué me está pasando. Pensé que usted me diría qué puedo hacer.
El padre Mould le siguió mirando unos segundos con la boca abierta, perplejo.
– Bueno, chico -dijo por fin-. ¿Quieres que te diga qué hacer? Creo que deberías irte a casa y ahorcarte. Eso sería probablemente lo mejor, en serio. Lo mejor para todo el mundo. En el almacén de detrás de la iglesia hay cuerda. Si creyera que me vas a hacer caso te la traería yo mismo.
– Pero ¿por qué…? -empezó a decir Ig. Tuvo que aclararse la garganta antes de poder seguir-. ¿Por qué quiere que me mate?
– Porque asesinaste a Merrin Williams y el abogado caro de tu padre te salvó el cuello. La pequeña Merrin Williams. Yo la quería mucho. No era muy lista, pero tenía un buen culo. Deberías haber ido a la cárcel. Hermana, ayúdeme.
Y se tumbó de espaldas para hacer otra serie de pesas.
– Pero, padre -dijo Ig-, yo no lo hice. Yo no la maté.
– Sí, claro -dijo el padre Mould mientras apoyaba las manos en la barra sobre su cabeza. La hermana Bennett se situó en la cabecera del banco de hacer pesas-. Todo el mundo sabe que fuiste tú, así que más te valdría matarte. De todas maneras vas a ir al infierno.
– Ya estoy en él.
El padre gruñó mientras bajaba y subía las pesas. Ig se dio cuenta de que la hermana le miraba fijamente.
– No te culparía si te suicidaras -dijo la hermana sin más preámbulo-. Yo misma, la mayoría de los días, cuando llega la hora de comer ya tengo ganas de suicidarme. Odio cómo me mira la gente, los chistes de lesbianas que hacen a mis espaldas. Si tú no quieres la soga del cobertizo tal vez la aproveche yo.
Mould levantó las pesas, jadeando.
– Pienso en Merrin Williams todo el tiempo. Por lo general cuando me estoy follando a su madre. Su madre viene mucho por la iglesia últimamente a hacer cosas para mí, casi siempre a cuatro patas. -Se reía al pensar en ello-. Rezamos juntos casi todos los días, casi siempre para que te mueras.
– Pero usted… ha hecho voto de castidad -dijo Ig.
– Castidad por los cojones. Seguro que Dios se da con un canto en los dientes con tal de que me mantenga alejado de los monaguillos. Tal y como yo lo veo, esa mujer necesita consuelo, y desde luego no va a ser ese mamarracho cuatro ojos con el que se ha casado quien se lo dé. Al menos no de la clase que ella necesita.
La hermana Bennett dijo:
– Me gustaría ser otra persona. Escaparme. Quiero gustarle a alguien. ¿Yo te he gustado alguna vez, Iggy?
Ig tragó saliva.
– Bueno…, supongo, un poco.
– Quiero acostarme con alguien -continuó la hermana Bennett como si no le hubiera oído-. Alguien con quien dormir abrazado, no me importa si es hombre o mujer. Me da lo mismo. Lo que no quiero es seguir sola. Puedo firmar cheques en nombre de la parroquia y a veces me dan ganas de vaciar la cuenta y largarme con el dinero. A veces me cuesta verdadero trabajo refrenarme.
– Lo que me extraña -dijo Mould- es que nadie en esta ciudad se haya atrevido a darte un escarmiento por lo que le hiciste a Merrin, que nadie te haya dado a probar tu propia medicina. Yo pensaba que algún ciudadano concienciado se decidiría a hacerte una visita una noche y a llevarte a dar un relajante paseo por el campo. Precisamente al árbol donde mataste a Merrin, y que te colgarían de él. Si no tienes la decencia de hacerlo tú mismo, entonces eso es lo mejor que podría pasar.