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Lo que se sabe es esto: los gatitos en cuestión no estaban fácilmente al alcance de nadie, puesto que se encontraban encerrados dentro del escaparate, debido a su valor. Pero delante del escaparate estaba Tenille Cooper, de cuatro años, que contemplaba los gatitos mientras su madre compraba comida para perros a unos metros de distancia. Tanto Reggie como Michael -que fueron entrevistados por separado y en presencia de uno de sus padres y un asistente social- coinciden en señalar que Ian Barker cogió a la pequeña Tenille de la mano y anunció: «Esto es mejor que un gato, ¿no?», con la evidente intención de marcharse con la niña. Pero su intento fue frustrado por la madre de la pequeña, Adrienne, que detuvo a los chicos y, con visible irritación, comenzó a interrogarles, preguntándoles por qué no estaban en clase, y los amenazó con llamar no sólo al guardia de seguridad, sino también al encargado de buscar a los alumnos que hacen novillos y a la Policía. Ella, por supuesto, fue fundamental en la identificación posterior de los chicos, pues seleccionó fotografías de los tres de entre sesenta fotos que le mostraron en la comisaría.

Debe añadirse que si Adrienne Cooper hubiese acudido de inmediato al guardia de seguridad es probable que John Dresser jamás hubiese llamado la atención de los chicos. Pero su fallo -si es que puede siquiera llamarse fallo, pues ¿cómo podía imaginar ella el horror que se produciría más tarde?- es insignificante comparado con el de aquellas personas que luego vieron a un John Dresser cada vez más angustiado en compañía de los tres chicos y, sin embargo, no emprendieron ninguna acción, ya fuese para alertar a la Policía o bien para quitarles al niño.

Capítulo 2

– Supongo que está enterada de lo que le ocurrió al inspector Lynley, ¿no es así? -preguntó Hillier.

Isabelle Ardery evaluó al hombre además de la pregunta antes de darle una respuesta. Estaban en el despacho de Hillier en New Scotland Yard, donde las filas de ventanas daban a los tejados de Westminster y algunas de las propiedades inmobiliarias más caras del país. Sir David Hillier estaba de pie detrás de su inmenso escritorio con aspecto pulcro y en notable buena forma para un hombre de su edad. Calculó que debía tener poco más de sesenta años.

Ante la insistencia de Hillier, ella estaba sentada, un hecho que consideró muy inteligente de su parte. Quería que sintiese su autoridad ante la eventualidad de que ella pudiese considerarse superior. Se refería a algo físico, por supuesto. Era poco probable que ella pudiese inferir que tenía alguna otra clase de ascendiente sobre el subinspector jefe de la Policía Metropolitana. Era casi siete centímetros más alta que él -incluso más si llevaba tacones-, pero allí terminaba toda su ventaja.

– ¿Se refiere a la esposa del inspector Lynley? Sí. Sé lo que le ocurrió. Yo diría que todos en el cuerpo saben lo que pasó. ¿Cómo está él? ¿Dónde está?

– Según mis informaciones, aún se encuentra en Cornualles. Pero el equipo quiere que regrese, y usted se dará cuenta de inmediato. Havers, Nkata, Hale… Todos ellos. Incluso John Stewart. Desde los detectives hasta los empleados del archivo. Todos. Los conserjes también, no tengo ninguna duda. Lynley es muy popular.

– Lo sé. Le conozco. Es todo un señor. Ésa sería la palabra, ¿no cree? «Señor».

Hillier la miró de un modo que no le gustó mucho, sugiriendo que tenía algunas ideas respecto adonde y cómo había conocido al detective inspector Thomas Lynley. Ella consideró la posibilidad de darle una explicación sobre ese asunto, pero rechazó la idea. Que el hombre pensara lo que quisiera. Ella tenía la oportunidad de conseguir el trabajo que deseaba y lo único que importaba era demostrarle que merecía ser nombrada superintendente «permanente» y no sólo «interina».

– Son profesionales, todos ellos. No convertirán su vida en una pesadilla -dijo Hillier-. Aun así, hay fuertes lazos de lealtad entre ellos. Algunas cosas tardan en morir.

Y algunas nunca mueren, pensó ella. Se preguntó si Hillier tenía intención de sentarse o si esta entrevista se llevaría a cabo en la modalidad director/alumno recalcitrante que la presente posición parecía indicar. Se preguntó asimismo si habría dado un paso en falso al aceptar sentarse, pero tenía la impresión de que Hillier había hecho un gesto inconfundible señalando una de las dos sillas colocadas delante de su escritorio, ¿o no era así?

– … no le causará ningún problema. Es un buen hombre -continuó diciendo Hillier-. Pero John Stewart es otra historia. Él sigue queriendo ocupar el puesto de superintendente, y no se lo tomó muy bien cuando no fue nombrado comisario permanente al acabar su periodo de prueba.

Isabelle volvió a concentrarse en la conversación con un respingo mental. La mención del nombre del inspector John Stewart le confirmó que Hillier había estado hablando de los otros policías que habían trabajado temporalmente en el puesto de inspector. Llegó a la conclusión de que había estado hablando de los oficiales internos. Hacer mención a aquellos que, como ella, se habían presentado a una audición -no había otra palabra para ello- de manera externa a la Policía Metropolitana no habría tenido ningún sentido, ya que era muy poco probable que se topase con alguno de ellos en uno u otro de los interminables pasillos con piso de linóleo de Tower Block o Victoria Block. El inspector John Stewart, por otra parte, sería uno de los integrantes de su equipo. Tendría que limar asperezas con él. Este no era uno de sus puntos fuertes, pero haría todo lo posible.

– Entiendo -le dijo a Hillier-. Iré con cuidado con el inspector Stewart. Iré con cuidado con todos ellos.

– Muy bien. ¿Ya se ha instalado? ¿Cómo están los niños? ¿Mellizos, verdad?

Ella hizo una mueca como uno haría normalmente cuando se menciona a «los hijos» y se obligó a pensar en ellos exactamente de ese modo, entre comillas. Las comillas los mantenían a distancia de sus emociones, en el lugar donde los necesitaba.

– Hemos decidido -dijo-, su padre y yo, que por ahora estarán mejor con él, ya que estoy aquí en periodo de prueba. Bon no está lejos de Maidstone, tiene una encantadora propiedad en el campo y, como son las vacaciones de verano, nos pareció que lo más razonable era que viviesen con su padre durante un tiempo.

– Imagino que no es fácil para usted -observó Hillier-. Los echará de menos.

– Estaré ocupada -dijo ella-. Y ya sabe cómo son los chicos. ¿A los ocho años? Necesitan supervisión y mucha. Considerando que Bob y su esposa están en casa, podrán controlarlos mucho mejor que yo, me temo. Todo irá bien.

Hizo que la situación pareciera ideaclass="underline" ella trabajando duramente en Londres, mientras Bob y Sandra respiraban generosas cantidades de aire puro en el campo, todo el tiempo mimando a los chicos y alimentándolos con pasteles de pollo caseros rellenos con productos orgánicos y servidos con leche helada. Y, la verdad sea dicha, ese cuadro no estaba demasiado alejado de cómo sería probablemente la vida en la casa. Sandra era una mujer encantadora a su manera, si bien un poco demasiado relamida para el gusto de Isabelle. Ella tenía dos hijos de su anterior matrimonio, pero eso no significaba que no dispusiera de espacio en su hogar y en su corazón para los hijos de Isabelle. Porque los hijos de ésta eran también los hijos de Bob, y él era un buen padre y siempre lo había sido. Robert Ardery siempre estaba atento a todo lo que ocurría a su alrededor. Hacía las preguntas adecuadas en el momento oportuno y jamás profería una amenaza que no sonara como algo inspirado que se le acababa de ocurrir.