Hillier parecía estar leyéndole el pensamiento, o al menos lo intentaba, pero Isabelle sabía que ella era un duro rival para los esfuerzos de cualquiera que quisiera atisbar más allá del papel que representaba. Había elevado a la categoría de arte virtual el hecho de parecer tranquila, controlada y absolutamente competente, y esta fachada le había servido tan bien durante tantos años que ahora ya era una costumbre arraigada utilizar su personaje profesional como si fuese una cota de malla. Ése era el resultado de tener ambición en un mundo dominado por los hombres.
– Sí -Hillier prolongó la palabra, haciendo de ella menos una confirmación que una conjetura-. Tiene razón, por supuesto. Es bueno también que mantenga con su ex esposo una relación civilizada. Diez puntos por ello. No debe de ser fácil.
– Los dos hemos intentado conservar la cordialidad a lo largo de los años -le explicó Isabelle, nuevamente con esa, mueca en los labios-. Parecía lo mejor para los chicos. ¿Padres enfrentados? Esa situación nunca es buena para nadie.
– Me alegra oírlo, me alegra oírlo. -Hillier desvió la mirada hacia la puerta del despacho como si esperase que entrara alguien. Nadie lo hizo. Parecía intranquilo. Isabelle no consideró que fuese una mala señal. La intranquilidad podía jugar a su favor. Esa actitud sugería que Hillier no era un hombre tan dominante como él pensaba-. Supongo -dijo con el tono de voz de un hombre que da por terminada una entrevista- que le gustaría conocer a los miembros de su equipo. Ser presentada formalmente. Manos a la obra.
– Sí -afirmó ella-. Mi intención es hablar individualmente con cada uno de ellos.
– Nunca mejor que ahora -respondió Hillier con una sonrisa-. ¿Quiere que la acompañe abajo?
– Encantada. -Isabelle le sonrió a su vez y sostuvo la mirada el tiempo suficiente para ver que se sonrojaba. Hillier ya era un hombre de tez rojiza, de modo que se sonrojaba con facilidad. Ella se preguntó cómo sería cuando estaba furioso-. ¿Me permite ir un segundo al lavabo, señor…?
– Por supuesto -dijo él-. Tómese su tiempo.
En realidad era lo último que quería que hiciera. Isabelle se preguntó si lo hacía a menudo, usar frases vacías de significado. No era que importase, ya que no tenía ninguna intención de pasar mucho tiempo con ese hombre. Pero siempre resultaba útil saber cómo funcionaba la gente.
La secretaria de Hillier -una mujer de aspecto serio con cinco desafortunadas verrugas faciales que necesitaban una exploración dermatológica- le indicó a Isabelle dónde estaba el lavabo de señoras. Una vez dentro se aseguró de que no hubiera nadie más allí. Entró en el compartimiento más alejado de la puerta y se sentó en el retrete. Pero era sólo para cubrir las apariencias. Su verdadero propósito estaba dentro de su bolso.
Encontró la pequeña botella que había cogido en el avión donde la había guardado, la abrió y bebió su contenido en dos rápidos tragos. Vodka. Sí. Era justo lo que necesitaba. Esperó unos minutos hasta sentir que el alcohol surtía efecto.
Luego salió del compartimiento y fue al lavamanos, donde buscó en el bolso el cepillo y la pasta de dientes. Se cepilló a fondo, los dientes y la lengua.
Cuando acabó, ya estaba preparada para enfrentarse al mundo.
El equipo de detectives a los que supervisaría trabajaban en un espacio reducido, de modo que Isabelle se reunió primero con todos ellos. Se mostraron cautelosos y ella también. Era algo natural y no se sintió molesta por la situación. Hillier se encargó de hacer las presentaciones y luego enumeró sus antecedentes de forma cronológica: oficial de enlace con la comunidad, Robos, Antivicio, Investigación de Incendios Provocados y, en fecha más reciente, el MCIT [3]. Hillier no incluyó el tiempo que había pasado en cada uno de esos puestos. Ella avanzaba por el carril rápido y el equipo lo averiguaría calculando su edad, treinta y ocho años, aunque le gustaba pensar que parecía más joven, el resultado de haber permanecido prudentemente alejada del tabaco y el sol durante la mayor parte de su vida.
La única persona que pareció impresionada con su currículo fue la secretaria del departamento, una chica que parecía una aspirante a princesa llamada Dorothea Harriman. Isabelle se preguntó cómo una mujer joven podía tener ese aspecto con lo que debía ganar a final de mes. Pensó que Dorothea encontraba esas prendas en tiendas de beneficencia en las que se pueden descubrir tesoros atemporales si uno persevera, que tenía ojo para detectar los artículos de calidad y buscaba con suficiente dedicación.
Les dijo a los miembros del equipo que le gustaría hablar personalmente con cada uno de ellos. En su despacho, añadió. Hoy. Le gustaría saber en qué estaban trabajando actualmente, dijo, de modo que traed vuestras notas.
Fue exactamente como había esperado. El inspector Philip Hale se mostró cooperativo y profesional, con una actitud tranquila que Isabelle no podía reprocharle, con las notas preparadas: actualmente trabajaba con el CPS [4] en la preparación de un caso relacionado con el asesinato en serie de varones adolescentes. No tendría ningún problema con él. No había solicitado el puesto de comisario y parecía sentirse muy satisfecho con el lugar que ocupaba en el equipo.
El inspector John Stewart era otra cosa. Era un hombre muy nervioso, o eso parecían indicar sus uñas, mordidas, y la atención centrada sobre sus pechos quizá señalaran una forma de misoginia que Isabelle detestaba especialmente. Pero podía manejarle. Él la llamó «señora». Ella le dijo que «jefa» era suficiente. Él dejó pasar un momento antes de hacer el cambio. Isabelle dijo: «no pienso tener problemas con usted, John. ¿Usted piensa tener problemas conmigo?». Él contestó: «No, no, en absoluto, jefa». Pero ella sabía que no lo decía en serio.
Luego conoció al sargento Winston Nkata. El hombre despertó su curiosidad. Muy alto, muy negro, con una cicatriz en la cara a raíz de una pelea callejera de adolescencia, era puro Antillas pasado por el sur de Londres. Un exterior duro, pero había algo en sus ojos que sugería que el interior de ese hombre albergaba un corazón tierno que esperaba ser tocado. No le preguntó la edad, pero calculó que tendría unos veintipocos. Era uno de dos hermanos que eran las dos caras de una moneda: su hermano mayor estaba en prisión por asesinato. Eso, decidió Isabelle, convertía al sargento en un policía motivado, con algo que demostrar. Lo que le gustó.
No fue, sin embargo, el caso de la sargento Barbara Havers, la última integrante del equipo. Havers entró en el despacho con aire indolente -Isabelle decidió que no había absolutamente ninguna otra palabra para describir la forma en que se presentó la mujer-, apestando a humo de cigarrillo. Al hombro llevaba colgado un bolso del tamaño de un camión. Isabelle sabía que Havers había sido la compañera de Lynley durante varios años antes de la muerte de la esposa del inspector. Ella ya conocía a la sargento y se preguntó si Havers se acordaría.
Efectivamente.
– El asesinato Fleming -dijo Havers en cuanto estuvieron solas-. En Kent. Usted se encargó de la investigación del incendio provocado.
– Buena memoria, sargento -le dijo Isabelle-. ¿Puedo preguntarle qué les pasó a sus dientes? No los recuerdo así.
Havers se encogió de hombros.
– ¿Puedo sentarme o qué? -preguntó la sargento.
– Por favor -dijo Isabelle.
Había estado dirigiendo estas entrevistas del mismo modo que el subinspector jefe Hillier -aunque estaba sentada, no de pie, detrás de su escritorio-, pero en este caso se levantó y se acercó a una pequeña mesa de conferencias indicándole a la sargento Havers que se acercara. No quería establecer ningún vínculo con ella, pero sabía la importancia de mantener con aquella mujer una relación diferente de la que tenía con los demás miembros del equipo. Esta decisión tenía más que ver con que la sargento había sido compañera de Lynley que con el hecho de que ambas fuesen mujeres.