– De acuerdo -dijo Norman, y esperó a que ella le diera su teléfono móvil. Se separaron.
– Hasta pronto, Norman -le dijo Barbara mientras se retiraba.
– Vida o muerte -respondió
Dios, pensó, las cosas que llegaba a hacer para encontrar a un asesino. Regresó a Victoria Block.
Cuando llegó a la sala de reuniones, circulaban varios rumores. Se enteró de que tenían que ver con el informe del SO7, que justo acababa de llegar: la salpicadura de sangre en la camisa amarilla que se sacó del cubo Oxfam pertenecía a Jemima Hastings. Bueno, pensó Barbara, eso es lo que ya les había parecido a ellos.
Se acercó a la pizarra cubierta de las fotos seleccionadas, la información desordenada, la lista de nombres y la cronología de los hechos dibujada. No le había echado un buen vistazo desde que la hicieron regresar de Hampshire. Entre otras cosas, había una buena foto de la camisa amarilla. Le podía dar una buena pista, pensó. Se preguntó cómo le quedaría el amarillo a Whiting.
Sin embargo, no fue la camisa lo que llamó su atención. Fue otra fotografía, la del arma del crimen, y la regla que estaba al lado y que indicaba su tamaño.
Cuando la vio, dio la vuelta a la foto para ir a buscar a Nkata. Desde el otro lado de la sala, él levantó la mirada en ese momento, tenía el teléfono apoyado en su oreja, y obviamente se percató de la expresión de Havers, porque dijo unas pocas palabras más a quien estuviera al otro lado de la línea antes de unírsele.
– Winnie -dijo ella, y señaló la fotografía.
No necesitó decir nada más. Oyó que él soltaba un silbido, así que supo que estaba pensando lo mismo que ella. La única cuestión era si su conclusión era la misma que la de ella.
– Tenemos que volver a Hampshire -dijo.
– Barb… -contestó él.
– No discutas.
– Barb, nos ordenaron regresar. No podemos irnos como si nosotros estuviéramos al mando.
– Llámala. Lleva su móvil encima.
– Podemos llamarla desde aquí. Podemos decirle a los polis que…
– ¿Llamar a dónde? ¿A Hampshire? ¿Con Whiting al mando? Winnie, por Dios, ¿crees que tiene sentido hacer eso?
Miró la foto del arma, luego la de la camisa amarilla. Barbara sabía que él estaba pensando en el reglamento, en lo que había detrás de lo que ella le estaba proponiendo, y en sus dudas. Barbara había respondido a la pregunta sobre de qué lado de la línea podía caminar Winnie. No podía culparle. Su propia carrera tenía tantos altibajos que apenas importaban unas cuantas manchas negras más. Pero la de él no.
– Muy bien -concluyó ella-. Llamaré a la jefa. Pero entonces me iré. Es la única manera.
Para alivio suyo, Isabelle Ardery descubrió que Hiro Matsumoto tenía cierta influencia sobre su hermana. Tras conversar en la habitación de su hermano, Miyoshi Matsumoto salió y le dijo a Isabelle que podía hablar con Yukio. Pero si su hermano se disgustaba por sus preguntas o por su presencia, la entrevista se daría por terminada. Y ella, no Isabelle, sería quien determinaría su nivel de angustia.
No tenía otra opción que estar de acuerdo con las normas de Miyoshi. Agarró el móvil del bolso y lo apagó. No quería correr ningún riesgo de que cualquier otra cosa externa a sus preguntas molestara al violinista.
La cabeza de Yukio estaba vendada y él estaba conectado a varias máquinas y goteos intravenosos. Pero estaba consciente y parecía hablar con comodidad en presencia de sus dos hermanos. Hiro se había puesto cerca del hombro de su hermano, donde había colocado su mano. Miyoshi ocupó un lugar al otro lado de la cama. Se preocupó maternalmente por el cuello de la bata de hospital de su hermano, así como de la fina manta que le cubría. Miró a Isabelle de manera suspicaz.
– Tienes el tiempo que tarde la señora Bourne en llegar.
Ese, vio Isabelle, había sido el trato al que llegaron los hermanos. Hiro llamó a la abogada a cambio de que su hermana accediera a permitir que Isabelle pudiera hablar unos minutos con Yukio.
– Muy bien -dijo, y observó al violinista. Era más pequeño de lo que le había parecido en la huida. Y más vulnerable de lo que esperaba-. Señor Matsumoto…-comenzó-. Yukio, soy la superintendente Ardery. Necesito hablar con usted, pero no debe preocuparse. Lo que vayamos a decirnos aquí, en esta habitación, no será grabado ni documentado. Su hermano y su hermana están aquí para asegurarse de que no le molesto, y puede estar seguro de que molestarle es la última de mis intenciones. ¿Me entiende?
Yukio asintió, aunque su mirada se fue primero hacia la de su hermano. Había, se fijó Isabelle, solamente un ligero parecido entre ambos. Aunque Hiro Matsumoto era el mayor, parecía mucho más joven.
– Cuando fui a su apartamento en Charing Cross Road, encontré un pedazo de metal, afilado como una púa, en el borde del lavabo. Había sangre en él, y se descubrió que esa sangre pertenecía a una mujer llamada Jemima Hastings. ¿Sabe cómo llegó la púa hasta allí, Yukio?
Yukio no respondió. Isabelle se preguntó si lo haría. Nunca se había enfrentado a un enfermo esquizoide-paranoico, así que no tenía ni idea de lo que podría pasar.
Cuando finalmente habló, él señaló su cuello, la zona que más se parecía a la herida que sufrió Jemima Hastings.
– Se lo saqué.
– ¿La púa? ¿Le quitó la púa del cuello de Jemima?
– La desgarró -contestó él.
– ¿La púa desgarró su piel? ¿Hizo que empeorara la herida? ¿Es eso lo que está diciendo? -Se ajustaba al estado en que quedó su cuerpo, pensó Isabelle.
– No le haga decir lo que quiere que diga -le espetó bruscamente Miyoshi Matsumoto-. Si va a hacerle preguntas a mi hermano, él las responderá a su manera.
– La vida emerge de la fuente, como cuando Dios le explicaba a Moisés que golpeara la piedra -dijo Yukio-. De la piedra sale agua para saciar su sed. El agua es un río, y el río se convierte en sangre.
– ¿La sangre de Jemima? -le preguntó Isabelle-. ¿Se le manchó la ropa cuando le sacó la púa?
– Estaba por todas partes. -Cerró los ojos.
– Ya es suficiente -le soltó su hermana a Isabelle.
«¿Estás loca?», quiso decirle Isabelle, sin duda la pregunta menos indicada para la hermana de un esquizofrénico-paranoico. No había escuchado nada que materialmente le sirviera y, con certeza, ni una sola palabra que pudiera utilizar en un juicio. O para presentar cargos contra él. O contra cualquiera. Se reirían de ella en el cuerpo si tan siquiera lo intentaba.
– ¿Por qué estaba usted allí, en el cementerio, ese día? -le preguntó.
Aún con los ojos cerrados, y sólo Dios sabía qué era lo que estaba viendo detrás de sus párpados, Yukio dijo:
– Era la opción que me dieron. Cuidar o luchar. Preferí cuidar, pero querían algo más.
– Entonces ¿luchó? ¿Tuvo una pelea con Jemima?
– Eso no es lo que está diciendo -le interrumpió Miyoshi-. No luchó contra esa mujer. Él trataba de salvarla. Hiro, está intentando manipular sus palabras.
– Estoy intentando averiguar qué pasó ese día. Si no es capaz de verlo…
– Entonces intente llevar la conversación a otro terreno -le espetó Miyoshi. Y entonces, le dijo a su hermano, con su mano tocándole la frente-: Yukio, ¿estabas allí para proteger a esa mujer en el cementerio? ¿Es ésa la razón por la que estabas allí cuando la atacaron? ¿Intentaste salvarla? ¿Es eso lo que estabas diciendo?