Gina no había comido mucho, simplemente había picado de un bol con trozos de pomelo y le había pegado un mordisco a una tostada seca. Estuvo callada durante un rato antes de decir:
– Debiste de ser una muy buena amiga de Jemima, Meredith.
Difícilmente podía considerarse así, ya que no había sido capaz de disuadir a Jemima de que siguiera con Gordon…, y mira lo que había pasado. Meredith estaba a punto de contestarle aquello, pero Gina continuó.
– Necesito regresar -dijo.
– ¿A tu apartamento? Es una mala idea. No puedes ir donde él sabe que te encontrará. Nunca imaginará que estás en casa de Rob. Es el sitio más seguro.
Pero, sorprendentemente, Gina dijo:
– Al apartamento no. Debo regresar a casa de Gordon. He estado consultándolo con la almohada y he pensado en lo que sucedió. La culpa fue mía…
– ¡No, no, no! -le chilló Meredith.
Así era como actuaban siempre las mujeres maltratadas. Darles tiempo para pensar conducía a que normalmente concluyeran que ellas estaban equivocadas, que de algún modo habían provocado a sus hombres a hacer lo que habían hecho para dañarlas. Acababan diciéndose a sí mismas que si hubieran mantenido la boca cerrada o no les hubieran denunciado o llevado la contraria, no hubieran llegado los golpes.
Meredith intentó como pudo explicárselo, pero Gina se obstinó.
– Ya sé todo eso, Meredith -le dijo Gina-. Soy licenciada en Sociología. Pero esta vez es diferente.
– ¡Es lo que siempre dicen! -le interrumpió Meredith.
– Lo sé. Confía en mí. Yo confío. Pero no puedes pensar que dejaré que me haga daño de nuevo. Y la verdad es… -Miró más allá de Meredith, como si buscara el coraje para reconocer lo peor-. Le amo de veras.
Meredith estaba aterrada. Su cara debió de expresarlo, porque Gina continuó diciendo:
– No creo, después de todo, que le hiciera daño a Jemima. No es de ese tipo de hombres.
– ¡Fue a Londres! ¡Mintió sobre ello! Te mintió a ti y también a Scotland Yard. ¿Por qué iba a mentir si no tuviera una razón para hacerlo? Y te mintió desde el primer momento que pensó en ir. Te dijo que estaba en Holanda. Te dijo que iba a comprar carrizos. Me lo contaste y tienes que saber lo que eso significa.
Gina dejó que Meredith dijera lo que tenía que decir sobre el asunto antes de que ella llevara la conversación hacia su conclusión al señalar:
– Él sabía que me disgustaría si me contaba que había ido a ver a Jemima. Sabía que no razonaría con él. Y es lo que ha pasado, y ciertamente estuve fuera de lugar anoche. Mira, has sido buena conmigo. Has sido la mejor amiga que he tenido en New Forest. Pero le quiero y debo comprobar si hay alguna oportunidad de que él y yo podamos hacer que las cosas funcionen. Está bajo un estrés terrible ahora mismo, por lo de Jemima. Ha reaccionado mal, pero yo tampoco he reaccionado bien. No puedo abandonarlo todo, porque él me hizo algo que me dañó un poco.
– Puede haberte hecho daño -dijo Meredith-, pero mató a Jemima.
– No lo creo -contestó Gina con firmeza.
No se podía hablar del asunto con ella, descubrió Meredith. Sólo podían hablar de su intención de regresar con Gordon Jossie, para «darse otra oportunidad», como hacían la mayoría de las mujeres maltratadas en todas partes. Esto era malo, pero lo peor era que Meredith no tenía opción. Tenía que dejarla marchar.
Aun así, la preocupación por Gina Dickens la agobió durante toda la mañana. No tenía inspiración para ponerse a trabajar en Gerber & Hudson. Cuando hubo una llamada en la oficina para ella, se alegró de poder parar un rato y tomar el tentempié en el despacho de Michele Daugherty, que era quien la había llamado y le había dicho: «Tengo algo para ti. ¿Tienes tiempo para vernos?».
Meredith compró un zumo de naranja para llevar y se lo bebió de camino al despacho de la investigadora privada. Casi había olvidado que había contratado a Michele Daugherty ya que habían sucedido muchas cosas desde que le pidió que vigilara a Gina Dickens.
La detective estaba al teléfono cuando ella llegó. Tras hacerla esperar, Michele Daugherty la hizo entrar en su despacho, donde una tranquilizadora pila de papeles parecía indicar que había estado trabajando duro en el dosier que Meredith le había dado.
La detective no perdió el tiempo con preliminares formales.
– No existe ninguna Gina Dickens -dijo-. ¿Está segura que me dio el nombre correcto? ¿De que se escribe así?
En un principio, Meredith no entendió lo que la detective le estaba preguntando, por lo que dijo:
– Se trata de alguien a quien conozco, señora Daugherty. No se trata de un nombre que escuché decir en el pub o por ahí. Ella es…, más bien… Bueno, ella es más bien una amiga.
Michele Daugherty no le preguntó por qué Meredith estaba investigando a una amiga. Simplemente contestó:
– Sea lo que sea, no existe ninguna Gina Dickens que haya podido encontrar. Hay bastantes Dickens, pero ninguna llamada Gina en su franja de edad. O en cualquier otra franja, ya que estamos.
Continuó explicándole que había intentado con todas las posibilidades en que se podía escribir el nombre que le dio. Teniendo en cuenta que Gina era probablemente un apodo o una abreviatura de un nombre más largo, había probado en las bases de datos con Gina, Jean, Janine, Regina, Virginia, Georgina, Marjorina, Angelina. Jacquelina, Gianna, Eugenia y Evangelina.
– Y podría seguir indefinidamente, pero supongo que usted no quiere pagar por esto -dijo-. Cuando las cosas toman esta dirección, les digo a mis clientes que no existe una persona con ese nombre, a no ser que ella haya logrado desaparecer del sistema sin haber dejado ni una señal en ningún sitio, lo que no es posible. Ella es británica, ¿verdad? ¿Está completamente segura? ¿Hay alguna posibilidad de que sea extranjera? ¿Australiana? ¿Neozelandesa? ¿Canadiense?
– Por supuesto que es británica. Pasé la noche anterior con ella, por Dios santo. -Como si eso que acababa de decir significara algo, continuó rápidamente-: Ha estado viviendo con un hombre llamado Gordon Jossie, pero tienen un apartamento en Lyndhurst, encima del salón de té Mad Hatter. Dígame cómo ha buscado. Dígame dónde ha mirado.
– Donde siempre miro. Donde cualquier investigador, incluida la Policía, miraría. Querida, la gente deja recuerdos. Deja pistas sin saberlo: nacimiento, educación, salud, cuentas bancarias, tratos financieros a lo largo de sus vidas, billetes de aparcamiento… Poseen algo que quizás haya requerido un préstamo o una garantía, y entonces han necesitado ser registrados; suscripciones a revistas, facturas de teléfono, de agua, de electricidad. Se busca a través de todo esto.
– ¿Qué es lo que me está diciendo? -Meredith se sentía bastante aturdida.
– Le estoy diciendo que no hay ninguna Gina Dickens. Y punto. Es imposible no dejar huella, da igual quién seas o dónde vivas. Por lo que si una persona no deja huellas, es bastante obvio concluir que esa persona no es quien dice ser. Y aquí lo tiene.
– Entonces, ¿quién es ella? -Meredith consideró sus posibilidades-. ¿Qué es?
– No tengo ni idea. Pero los datos indican que es alguien muy diferente de quien pretende ser.
Meredith se quedó mirando a la detective. No quería entenderlo, pero, de hecho, lo estaba entendiendo todo demasiado, terriblemente bien.
– Gordon Jossie, entonces -dijo, sin emoción-. J-o-s-s-i-e.
– ¿Qué pasa con Gordon Jossie?
– Empiece con él.
Gordon tuvo que regresar a su almacén a por una carga de carrizos turcos. Habían tenido que pasar una inspección en el puerto que le exasperó por lo que tardaba, una circunstancia que le hizo retrasarse de manera considerable en su mejora del techo del Royal Oak Pub. Los ataques terroristas de los últimos años habían provocado que las autoridades portuarias creyeran que había extremistas musulmanes escondidos en cada paquete de cada barco que amarraba en Gran Bretaña. Sospechaban sobre todo de los objetos que provenían de países con los que no estaban familiarizados. Que los carrizos crecían en Turquía era una información que los oficiales portuarios desconocían. Así que tenían que ser examinados durante un periodo de tiempo exasperante, y si ese examen llevaba una semana o dos, no podía hacer mucho al respecto. Era otra razón para intentar conseguir juncos de Holanda.