Por lo menos Holanda era un sitio conocido a ojos de los inútiles tipos asignados a la tarea de inspeccionar todo lo que se enviaba al país.
Cuando él y Cliff Coward regresaron al almacén para dejar los carrizos, vieron que Rob Hastings había cumplido su palabra. Los dos ponis se habían ido de la zona cercada. No estaba seguro de qué hacer al respecto, pero entonces, quizá, pensó con cansancio, que no se podía hacer nada, tal y como estaba la situación en ese momento.
Esto era algo que Cliff había querido discutir. Al ver el coche de Gina marcharse de las inmediaciones de la casa de Gordon, Cliff le preguntó por ella. No dónde estaba, sino cómo estaba. Una pregunta repetida casi cada día: «Qué, ¿cómo está nuestra Gina?». A Cliff le había gustado mucho Gina desde el principio.
Gordon le había dicho la verdad:
– Se ha ido.
Cliff repitió la frase anonadado, como si lo que le había dicho le costara que entrara en su cabeza. Cuando le llegó al cerebro, preguntó:
– ¿Qué? ¿Te ha dejado?
– Así son las cosas, Cliff.
Esto provocó un largo discurso de Cliff sobre el tema de qué tipo de perdurabilidad, como apuntó, tenían chicas como Gina.
– Tienes seis días o menos para hacerla volver, tío -le señaló Cliff-. ¿Crees que los hombres van a dejar que una chica como Gina esté por ahí suelta sin intentar algo con ella? Llámala, dile que lo sientes, haz que vuelva. Dile que lo sientes, incluso si no hiciste nada para que ella se fuera. No digas nada. Sólo actúa.
– No hay nada que hacer.
– No estás bien de la cabeza.
Así que cuando Gina apareció mientras estaban cargando los juncos en el maletero de la furgoneta de Gordon, Cliff se esfumó. Desde el camión, vio su Mini Cooper rojo por el camino y dijo:
– Tienes veinte minutos para conseguirlo, Gordon.
Entonces se fue, en dirección al establo.
Gordon caminó hacia el final de la carretera para que cuando Gina llegara con el coche, él estuviera en las inmediaciones del jardín frontal. En su corazón, sabía que Cliff tenía razón. Era el tipo de mujer por la que los hombres se ponían en fila, para ver si tenían la mínima oportunidad de conquistarla, y él era un idiota si no intentaba que volviera.
Frenó en cuanto le vio. La capota del coche estaba bajada y su pelo estaba despeinado por el viento. Quería tocárselo. Sabía cómo era su tacto, tan suave entre sus manos.
Se acercó al coche.
– ¿Podemos hablar?
Ella llevaba gafas oscuras para protegerse del fuerte sol de esos días, pero las apartó y se las dejó en la cabeza. Sus ojos, vio, estaba irritados. Él era la razón que lo había provocado, sus llantos. Era otra carga, otro fallo más en su intento de ser el hombre que quería ser.
– Por favor. ¿Podemos hablar? -le repitió.
Le miró cautelosamente. Apretó los labios, y él pudo ver que se mordía el de abajo. No como si ella quisiera evitar hablar, pero sí como si temiera lo que podría pasar si hablaba. Él extendió el brazo hacia la puerta y ella se estremeció ligeramente.
– Oh, Gina -dijo él. Dio un paso atrás, para ayudarla a decidirse. Cuando ella abrió la puerta, él pudo respirar de nuevo-. ¿Podemos…? -preguntó-. Sentémonos por aquí.
«Por aquí» era el jardín que ella había arreglado tan amorosamente para él, con su mesa y sus sillas, las antorchas y las velas. «Por aquí» era donde habían cenado en el agradable tiempo de verano entre las flores que ella había plantado y regado laboriosamente. Caminó hacia la mesa y la esperó. Le miraba, pero no decía nada. Tenía que tomar la decisión por sí misma. Rezó para que tomara la decisión que les permitiera tener un futuro.
Salió del coche. Echó una mirada a la furgoneta, a los carrizos que estaban cargando dentro, a la cerca que había más allá. Vio que fruncía el ceño.
– ¿Qué ha pasado con los caballos? -preguntó.
– Se han ido.
Cuando la miró, su expresión le dijo que ella pensaba que lo había hecho por ella, porque ella les tenía miedo. Una parte de él le quería decir la verdad: que Rob Hastings se los había llevado porque Gordon no tenía necesidad, y de hecho, no tenía el derecho, para mantenerlos allí. Pero la otra parte de él vio que era el momento de conquistarla y quería conquistarla. Así que dejó que se creyera lo que quisiera creer sobre la marcha de los ponis.
Fue al jardín junto a él. Estaban separados del camino por un seto. También estaban apartados de los ojos curiosos de Cliff Coward por la casa que estaba en medio del jardín frontal y del establo. Aquí podían hablar y no ser vistos ni oídos. Esta distancia le parecía a Gordon que lo haría más fácil, aunque parecía que en Gina provocaba el efecto contrario, ya que miraba alrededor, temblaba como si tuviera frío y arrimaba los brazos a su cuerpo.
– ¿Qué ha pasado?-le preguntó. Vio que tenía grandes morados en los brazos, unas marcas espantosas. Al verlas se movió hacia ella-. Gina, ¿qué ha pasado?
Miró sus brazos, como si se hubiera olvidado. Dijo, débilmente:
– Me golpeé a mí misma.
– ¿Qué has dicho?
– ¿Nunca has querido hacerte daño a ti mismo porque nada de lo que haces parece que va a salir bien? -contestó.
– ¿Qué? ¿Cómo…?
– Me golpeé -dijo-. Cuando no era suficiente, utilicé… -No le había estado mirando, pero ahora que lo hacía, él comprobó que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
– ¿Utilizaste algo para herirte? Gina… -Dio un paso hacia ella. Ella se apartó. Se sintió desconcertado-. ¿Por qué lo hiciste?
A ella se le cayó una lágrima y la apartó con la mano.
– Estoy tan avergonzada -dijo-. Lo hice.
Por un terrible momento pensó que ella quería decir que había matado a Jemima, pero lo aclaró todo:
– Yo cogí esos billetes y ese recibo del hotel. Los encontré y los cogí, y fui la que se los dio a… Lo siento.
Entonces empezó a llorar en serio y él fue hacia ella. La tomó entre sus brazos. La chica se lo permitió, y porque se lo permitió, él sintió que su corazón se abría a ella como nunca se había abierto hacia nadie, ni siquiera a Jemima.
– No debí haberte mentido -dijo él-. No debí haberte dicho que iba a Holanda. Tenía que haberte contado desde el principio que había quedado con Jemima, pero pensé que no podía.
– ¿Por qué? -Ella apretó su puño contra el pecho-. ¿Qué pensaste? ¿Por qué no confiaste en mí?
– Todo lo que te dije de mi cita con Jemima era cierto. Lo juro por Dios. La vi, pero estaba viva cuando la dejé. No nos separamos bien, pero no nos separamos enfadados.
– ¿Entonces qué pasó?
Gina esperó su respuesta, mientras él luchaba por ofrecérsela, con su cuerpo, con su alma y su vida colgando en la balanza de qué palabras escoger. Tragó saliva y ella le preguntó:
– ¿De qué demonios estás tan asustado, Gordon?
Llevó las manos a ambos lados de su preciosa cara.
– Tú eres sólo la segunda. -Se agachó para besarla y ella le dejó. Su boca se abrió a él y aceptó su lengua y sus manos le rodearon el cuello y le sujetó contra ella de tal manera que el beso continuó y continuó. Se sintió en llamas. Se apartó. Estaba respirando tan rápidamente como si hubiera estado corriendo-. Sólo Jemima y tú. Nadie más -dijo.
– Oh, Gordon -contestó ella.
– Vuelve conmigo. Lo que viste en mi…, esa ira…, ese miedo…